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Poco, o nada, sabían los Bacardí de cerveza. Sí de “fórmulas secretas” para producir ese prodigio espirituoso llamado ron. Pero eso no detuvo al empecinado Enrique Schueg, a la sazón presidente de la corporación homónima, en su idea delirante: expandirse al mundo cervecero. El atrevimiento para emprender nuevos destinos está en el ADN de la rancia familia santiaguera y los empuja día a día a engrandecer su patrimonio de riquezas y legados.
Así, en 1927 la empresa Bacardí irrumpe en el mercado nacional con una oferta de calidad superior, la cerveza clara Hatuey, etiquetada en tributo al héroe de la resistencia aborigen, cuyo martirio devino inspiración para el nacionalismo cubano. “Aquel que inventó la cerveza Hatuey era un hombre sabio”, habría repensado el mismísimo Platón si hubiese tenido la posibilidad de empinarse una de aquellas botellas.
La flamante industria se erigió en la humilde barriada de San Pedrito, sobre las instalaciones de la antigua Santiago Brewing Company, que había fundado años atrás el ingeniero Eduardo J. Chibás (padre del político ortodoxo) y que fueron compradas por la Compañía de Ron Bacardí S.A. alrededor de 1920.
En los años siguientes, la Bacardí remozó la fábrica con la inversión en nuevos tanques, perforó un pozo para mejorar el abastecimiento de agua, introdujo una planta de hielo y contrató en Estados Unidos a un maestro cervecero de origen alemán para supervisar la elaboración. En la calidad estaba la clave del éxito.

Lo mismo que la espuma efervescente de aquel líquido dorado, el negocio de la cerveza Hatuey tuvo en poco tiempo un crecimiento prometedor. Una vez más, al decidir la diversificación de sus producciones, los Bacardí habían actuado con sabiduría y visión futurista.
Hacia 1947 todas las cervecerías juntas en Cuba producían 81 millones 400 mil litros en ese año, una cantidad inferior a la crecida demanda de la clientela de bebedores —y marcada además por el consumo de los turistas estadounidenses—, por lo que hubo necesidad de importar 428 mil cajas de 24 botellas.
Ante esta sed creciente, el viejo Schueg —considerado el verdadero genio de la compañía familiar— siente que ha llegado la hora de abrir una sucursal en las afueras de La Habana. Fue la segunda de las fábricas de cerveza con la marca Hatuey; una tercera, la Cervecería Central, se establecería en 1953 en Manacas, entonces provincia de Las Villas.
Con ese tridente fabril, la Hatuey llegó a ser el peso pesado de la producción cervecera y a monopolizar la mitad de la oferta de la popular bebida, en una época en que la calidad de la cerveza cubana fue tan elevada que las contrapartes extranjeras no consiguieron penetrar el mercado interno, a pesar de que lo intentaron.
Nadie podía competir en precio y calidad con las cervezas del patio. Esa tradición cervecera nacional, nacida en el lejano 1888 con La Tropical del español Martínez Ybor, se ha estancado en las últimas décadas por la falta de financiamientos.

Una industria que emerge
A 18 kilómetros del centro urbano, una pintoresca finca ubicada en El Cotorro resultó escogida para instalar la Cervecería Modelo, en especial por disponer de manantiales conectados en el subsuelo con el balneario de Santa María del Rosario. Eran aguas catalogadas de milagrosas desde que una leyenda desparramó en el imaginario social que sus baños habían curado de la enfermedad de la gota al Conde de Casa Bayona, en el remoto año 1727.
Si bien la mayoría de las escasas referencias que pueden hallarse sobre el tema en internet y redes sociales repiten inexactamente que su apertura ocurrió entre 1946 y 1947, en realidad fue inaugurada en la mañana del 22 de julio de 1948.
Se vivían los días “auténticos” en que Prío buscaba destronar de la silla presidencial a Grau San Martín y las calles eran gobernadas por el gansterismo a lo Meyer Lansky, mientras por el circuito CMQ se transmitía una nueva temporada del detective Chan Li Po.
Quizás el origen de tal imprecisión en cuanto a la fecha fundacional responda a que la entidad comercial quedó organizada el 24 de junio de 1946, de acuerdo con lo sostenido por Guillermo Jiménez en Las empresas de Cuba. 1958.
Los primeros accionistas provenían de la casa matriz, siendo su presidente José “Pepín” Bosch —yerno de Schueg— y sus vicepresidentes Jorge Schueg Bacardí y Joaquín Bacardí Fernández-Fontecha, quien se había graduado de ingeniero químico en Harvard y había cursado una maestría en Copenhague, por lo que en su calidad de pionero en ese tipo de fermentación al interior de la familia acabó siendo llamado “El Cervecero”. Fungía como gerente el ingeniero Carlos Hevia, el mismo que había sido presidente por 72 horas en 1934 y viejo amigo de Pepín Bosch.
Lo cierto es que todavía a inicios de 1948 la Modelo no era más que una mole entre andamios. Bajo el título “Una industria que nace”, la revista Bohemia del 25 de enero apuntaba: “A pocos metros de la [Carretera] Central alza su moderna estructura de cinco pisos la nueva industria. Según se nos dijo, debería haber estado produciendo desde hace varios meses, pero con motivo de desajuste de los mercados suministradores de maquinarias y materiales de construcción, su terminación ha encontrado numerosos obstáculos, vencidos ya en su casi totalidad. Los empresarios esperan que el producto esté en manos de los consumidores dentro de tres o cuatro meses”. La inversión, definía el reportaje, rondaba el medio millón de pesos.
En efecto, para el verano de aquel año la prensa capitalina —como la propia Bohemia y el Diario de la Marina— anunciaba a bombo y platillo que la cinta inaugural de la fábrica había sido cortada en acto solemne y lúcido ante la honorable asistencia del presidente de la República, personalidades, miembros de los sectores comerciales e industriales, y buena representación de la sociedad habanera.
La Cervecería Modelo S.A. era un coloso industrial orientado a la producción de cervezas y maltas, que conjugaba los más modernos elementos arquitectónicos e industriales de la época. Diseñado por el arquitecto Enrique Luis Varela, el majestuoso edificio combinaba belleza y funcionalidad, con adaptaciones dirigidas a gestionar las condiciones del clima tropical cubano.

Llamaba la atención el tanque circular de cuatro pisos para almacenar agua, también los enormes tanques de cebada, las confortables bodegas, la monstruosa máquina de enmarañados engranajes donde transcurría el embotellado y enchapado con automatismos asombrosos.
Por si fuera poco, la fábrica contaba con una vanguardista planta para tratamiento de residuales y atractivos jardines. Dentro de su demarcación abundaban las palmas reales y en la fachada del edificio principal colgaba la bandera cubana de mayor tamaño que existía en el país.
Más allá de la tecnología de última generación y las materias primas exclusivas, los científicos y operarios, organizados en un sistema escalonado, estaban obligados a guardar estrictas medidas de control e innovación durante el proceso productivo a fin de garantizar elevados estándares de calidad. Vestían uniformes hechos a la medida, con colores diferenciados en correspondencia con las distintas áreas de trabajo, y cobraban salarios considerados altos para la época, además de recibir otros beneficios puntuales.
Leal a su nombre, era en verdad una cervecería modelo. Sin discusión fue uno de los símbolos del desarrollo industrial del país durante el siglo XX. Su principal reto radicó en conseguir que la Hatuey de El Cotorro, que estaba destinada a cubrir la demanda en las provincias occidentales, fuera “idéntica” en aroma, sabor y color a la original de Santiago. Dicen que nadie podía notar las diferencias.

El viejo y la marca
Cabría preguntarle a Hemingway. Bebedor empedernido de los daiquirís de Constante en El Floridita, el Papa se convirtió en el mejor publicista de la Compañía Bacardí. En sus novelas y escritos, donde recrea los episodios vividos en la isla, afloran menciones a los productos de la casa:
—Le daré la ventrecha de un gran pescado —dijo el viejo—. ¿Ha hecho esto por nosotros más de una vez?
—Creo que sí.
—Entonces tendré que darle más que la ventrecha. Es muy considerado con nosotros.
—Mandó dos cervezas.
—Me gusta más la cerveza en lata.
—Lo sé. Pero esta es en botella. Cerveza Hatuey. Y yo devuelvo las botellas luego.
—Muy amable de tu parte —dijo el viejo—. ¿Comemos?
Este pasaje puede leerse en El viejo y el mar, que le valió al estadounidense el Premio Nobel de Literatura (1954). Justamente para que el más cubano de los libros de Hemingway estuviera al alcance de todos, en su edición del 15 de marzo de 1953 la revista Bohemia publicó la primera versión en español —traducida por Lino Novás Calvo— de la celebrada novela.
Por uno y otro motivo quiso la Compañía Bacardí retribuirlo con un “homenaje de simpatía”. De tal propósito, el 13 de agosto de 1956 ofreció para el escritor y su esposa Mary Welsh un almuerzo en la Cervecería Modelo; ubicada, para mayor coincidencia, no muy lejos de Finca Vigía.
Se afirma que Hemingway —quien ya había rechazado asistir a homenajes similares aun en clubes de alcurnia— aceptó la invitación porque le permitieron llevar a sus amigos los pescadores. Estos, todos curtidos por el salitre y la brega bajo el sol, lo acompañaron en la mesa presidencial.
Celebrado en los jardines, el convite fue descrito con lujo de detalles por Guillermo Cabrera Infante en “El viejo y la marca”, crónica publicada en septiembre de 1956 en la edición número 5 de Ciclón, revista que fundara José Rodríguez Feo tras su diferendo con Orígenes y Lezama.
“Hemingway parecía uno de esos monumentos junto al cual todo el mundo se retrata. Esta vez el monumento se movía. Vistiendo una guayabera blanca, encanecido, con la cara abatida por el tiempo, aparecía prematuramente envejecido y con una suerte de cansancio en la mirada”, describe Cabrera Infante en su relato.
El menú constó de cerdo asado, tamales, yuca hervida, arroz con frijoles colorados y una barra bien provista. Sobra decir que el ron, los cócteles, maltas y cervezas frías corrieron como ríos desbordados al compás de chachachás y guarachas tocados por un trío sobre una improvisada tribuna.
Fernando Campoamor, periodista especializado en la cobertura de la escena social, hizo de maestro de ceremonias y cedió la palabra al invitado de honor. Sosteniendo la medalla en sus manos, el premiado leyó una sencilla nota en su peculiar español: “Me siento muy agradecido y emocionado por este no merecido homenaje. Siempre he entendido que los escritores deben escribir y no hablar. Por lo tanto, quiero ahora donar la medalla que recibí del Premio Nobel de Literatura a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, patrona de este país que tanto amo”. Y entregó la condecoración a Campoamor, quien le agradeció en nombre del pueblo cubano.

Lo que el viento nos dejó
Lo mismo que un ingenio en un batey, la instalación cervecera regía la vida de la localidad. Muchos lugareños se despertaban con el pitazo de la cervecería a las siete de la mañana, o los niños sabían que era la hora del baño cuando la sirena volvía a tocar sobre las cinco de la tarde. Se cuenta incluso que el poblado se sirvió de sus pozos de agua y que el proceso de producción se explicaba como modelo en escuelas de nivel secundario. También contó con un team de béisbol aficionado.
Fue lógicamente una formidable fuente de empleo comunitario. Para que se tenga una idea, en julio de 1949, al cumplirse el primer aniversario de la fábrica, laboraban allí 210 obreros y empleados —sin contar agentes de ventas, vendedores, distribuidores y carreros— que disfrutaban salarios promedios comprendidos entre los 7.65 y 10.27 pesos diarios. Eso, aseveraba un reportero de Bohemia, les permitía vivir con cierta holgura. Asimismo, en las navidades, días de reyes o fechas conmemorativas las familias de los trabajadores podían disfrutar de banquetes y festejos en el jardín o el gran merendero, lo que propiciaba una relación fraterna entre fábrica y hogar.
La plantilla aumentaría en los años siguientes, en la medida que se fue multiplicando la capacidad productiva. Para mediados de 1950, la Modelo exportaba a la calle a través de sus líneas mecanizadas la increíble cifra de 10 millones de botellas de cerveza ese año, según indicó un publirreportaje de Mario Kuchilán en la Bohemia del 23 de julio.

El 14 de octubre de 1960 acabó nacionalizada y rebautizada con el nombre de Guido Pérez, patriota insigne de El Cotorro que había laborado en la fábrica y fue uno de los jefes locales del Movimiento “26 de julio” durante la huelga del 9 de abril de 1958, por lo cual resultó asesinado.
Con las décadas sobrevino la depauperación del complejo industrial. La Cervecería Modelo volvió a ser noticia el pasado viernes 11 de abril, cuando en una antigua nevera se desató un poderoso incendio que ardió durante veinte horas antes de ser sofocado, arruinando aún más la instalación. De sus años mozos, añejas tradiciones y valores patrimoniales no quedan más que nostalgias, sombras y cenizas.