Al finalizar la última guerra de independencia, en 1898, había que recuperar los cadáveres de libertadores caídos en combate o fallecidos como consecuencia de heridas y enfermedades. Resultaba difícil localizar las osamentas, ocultas en bosques, potreros y cuevas porque no se disponía de los adelantos tecnológicos que hoy conocemos. La búsqueda se apoyó, fundamentalmente, en el testimonio de los sobrevivientes.
Para lograr la identificación, después de que concluyera la contienda, las tumbas en zonas abiertas fueron señalizadas discretamente con piedras y maderos. Una ceiba, una palma real u otro árbol también sirvieron de puntos de referencia. Las que estaban ubicadas en cuevas y furnias se encontraron más rápido. No todos los nichos correspondían al último conflicto, pues muchos databan de la Guerra de los Diez Años (1868-1878) o de la Guerra Chiquita (1879-1880). El tiempo trascurrido contribuyó a cambios en los lugares, al crecer plantas o ser transformados los suelos para ser utilizados con fines agrícolas.
Debido a las dificultades que hemos mencionado, este proceso duró varios años durante las primeras décadas de la etapa republicana y, lamentablemente, muchos cuerpos jamás se hallaron. Así sucedió, por ejemplo, con los restos del general Eduardo del Mármol Ballagas, fusilado en el puerto de Júcaro, al sur de Ciego de Ávila, el 19 de junio de 1871 por órdenes del Conde de Valmaseda.
Por tradición oral se ha transmitido que, al inundarse el cementerio viejo, crearon otro más alejado del poblado y a la hora de mover al nuevo camposanto las osamentas no fue posible identificar la de Mármol.
En tierra de nadie
Una retirada apresurada dejaba a veces en tierra de nadie a los cadáveres. Ramón Roa, poeta y periodista que participó en la Guerra de los Diez Años relata varias anécdotas acerca del tema en su libro A pie y descalzo, de Trinidad a Cuba:
“La senda se convirtió luego en vereda montuosa, y cuando hube andado como media legua, vi a la distancia un bulto sospechoso atravesado en el camino. Me aproximé cautelosamente cerciorándome de que no había celada y llegué por fin al cadáver de un hombre joven, con barba en redondo, ojos negros, bastante bien vestido a lo mambí, algo picado de viruelas, que de seguro había fallecido de una herida visible en la región torácica.
(… ) Pensé primero quedarme allí, por creer que vendrían los suyos, que eran los míos, á darle sepultura, pero la impaciencia no me dejó detenerme (…)”
En este caso, más tarde, pudieron encontrar los restos y enterrarlos. ¿Pero cuántos corrieron diferente suerte? Existía, sin embargo, una política de hermandad, un código de hacer todo lo posible para impedir que el caído mortalmente fuera llevado cual trofeo de guerra a las ciudades.
En la acción ocurrida en Las Varas, el 15 de enero de 1871, fue muerto de un balazo el coronel Diego Dorado (El Andaluz), y sus soldados “sufrieron considerables bajas, gastando todas sus municiones en el ahínco de salvar el cadáver de su jefe, que recibió honrosa sepultura en el inmenso patrio camposanto de los bosques (…)”, relata Roa, quien luego quedó impresionado, cerca de la Trocha de Júcaro a Morón, porque “no eran pocos los huesos de gente inerme que regados en desorden, decoraban horriblemente la superficie del suelo comarcano”.
Recorriendo la Isla
Intervinieron en el proceso de exhumación, además de los familiares, amigos y compañeros de la etapa insurreccional, ayuntamientos y asociaciones. Acerca de la repercusión social de los acontecimientos, un testigo de la época, Rafael Martínez Ortiz, médico de profesión, político y diplomático, refiere en su libro Cuba. Los primeros años de independencia:
“En todas partes pagaba a los héroes, muertos por la independencia, el tributo de su recuerdo. Las osamentas dispersas en los campos se recogieron para depositarlas en monumentos erigidos en los cementerios o en parques especiales. Con motivo de la ceremonia de traslación y enterramiento, se organizaron procesiones cívicas y manifestaciones imponentes. No lo eran tanto por lo inacostumbrado de la pompa desplegada, como por el alto sentimiento de culto rendido a los ofrendadores de su vida en holocausto a la patria”.
Como botón de muestra contamos algunas historias. En la inhóspita Ciénaga de Zapata falleció, en enero de 1897, el capitán de Sanidad Francisco Fabre González, natural de La Habana. Para organizar el traslado de sus restos, hacia el cementerio de Colón, en diciembre de 1901, crearon una junta presidida por el General de Brigada y médico Hugo Roberts Fernández.
Un caso muy mediático ocurrió cuando localizaron a principios de 1903, en la finca “Pedroso”, de la jurisdicción de La Habana, la tumba de Charles Govín. Como era hermano del periodista José Manuel Govín, director y uno de los propietarios de El Mundo, órgano del Partido Nacional Cubano (PNC), el hecho ocupó titulares en varios periódicos y revistas.
Cándido Calderón no murió en el campo de batalla. Nacido en Sancti Spíritus sobresalió como orador y luego de realizar labor ideológica, a favor de la independencia, se incorporó a la insurrección armada. Pero fue detenido y enviado prisionero a la cárcel de La Cabaña, en el mes de junio de 1896. Ya libre, en enero de 1898, marchó a su ciudad natal, quizás con el objetivo de volver a empuñar el fusil. Sin embargo, por órdenes del general Struch, jefe de la plaza militar, fue ejecutado el 24 de mayo y su cuerpo, junto a los de otros patriotas, lanzado en el fondo de una furnia, en la finca “San José”.
Allí estuvieron hasta 1900 cuando el club “La Yaya”, de Sancti Spíritus, bajo la dirección de Juan Echemendía, organizó la extracción de las osamentas, auxiliándose de una roldana rústica.
Hubo exhumaciones que causaron polémicas y sus resultados aún no convencen a historiadores. Entre las más notables está la del general camagüeyano Ángel del Castillo Agramonte, quien murió el 9 de septiembre de 1869, mientras atacaba el fuerte de Lázaro López, al oeste de Ciego de Ávila. Su cadáver había sido rescatado por el entonces Capitán Serafín Sánchez y el Coronel José Payán.
Para identificar el lugar del enterramiento dejaron como señal la espada del dentista y hacendado que se convirtió en temible jefe insurrecto. Pero al ser exhumado, en 1922, ocurrieron intensos debates y comentarios divulgados por El Pueblo, pues algunos veteranos sostenían que no era su tumba.
Antonio Maceo y Panchito Gómez Toro
El campesino Pedro Pérez Rivero y sus hijos Romualdo, Leandro y Ramón, por indicaciones del Coronel Juan Delgado, habían enterrado los cadáveres del Mayor General del Ejército Libertador Antonio Maceo Grajales y su ayudante Francisco Gómez Toro, durante la madrugada del 9 de diciembre de 1896, en su finca la finca “La Dificultad”, en El Cacahual, entre Bejucal y Santiago de las Vegas, provincia de La Habana.
Ni los propios hombres cercanos al Titán de Bronce supieron el sitio exacto del sagrado lugar. Así lo estipulaba el llamado “Pacto del silencio” entre Pérez Rivero y Juan Delgado, jefe de la tropa que recuperó los cuerpos inermes. Al llegar Gómez a La Habana, una vez lograda la paz, enseguida quiso construir un monumento a los mártires. Se trasladó a Bejucal, el 28 de febrero de 1899, para visitar el bohío de los Pérez. El guajiro le narró detalles de cómo sucedieron los hechos y lo llevó a la tumba.
El domingo 17 de septiembre, en horas de la mañana, iniciaron los trabajos de exhumación. A Máximo Gómez le acompañaban familiares y los generales José Lacret Morlot, Pedro Díaz y José María Rodríguez, además de ex presidente del Gobierno de la República en Armas, Salvador Cisneros Betancourt, entre otros líderes militares y civiles.
Mientras efectuaban la excavación, Gómez no pudo controlar la ansiedad:
“Pedro, ¿tú estás seguro de que los restos de Maceo y de mi hijo se encontrarán ahí?’ (…) ‘Sí, mi General, lo juro (…) para que no quede duda le digo desde ahora que coloqué el cuello del joven sobre el brazo derecho de Maceo, como sirviéndole de almohada’. (…)” Y, en efecto, así estaban.
Los antropólogos Carlos de la Torre Huerta, Luis Montané Dardé y José Rafael Montalvo realizaron el estudio de identificación. El 18 de septiembre fueron velados en capilla ardiente en la casa humilde de Pedro Pérez Rivero, aquel guajiro que estuvo reconcentrado en Bejucal junto a sus hijos, cuando Valeriano Weyler ordenó trasladar a los campesinos hacia poblados y ciudades, medida que causó la muerte a miles de personas por desnutrición y enfermedades.
Pedro pudo develar el secreto para escapar de esa terrible situación y hasta marchar a España con una generosa recompensa, sin embargo no lo hizo. Prefirió cumplir con lealtad el “Pacto del silencio”.
Fuentes:
Ramón Roa: A pie y descalzo, de Trinidad a Cuba, Club del libro latinoamericano, Miami, 1970.
Rafael Martínez Ortiz: Cuba. Los primeros años de independencia, París, Livre libre, 1929.
Bohemia
Diario de la Marina
El Fígaro
Entrevista al historiador Eduardo Milian Bernal.