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La paranoia se respiraba en el aire. Los periódicos, aún sin pasar la página de la catástrofe de Isasi, ponían el extra con su idioma de plomo para “envenenar” el ambiente. “Hemos recibido una carta firmada por Jack the Ripper, en la cual el interesado, que dice ser Jack el Destripador de mujeres, nos comunica haberse instalado en La Habana para continuar su faena iniciada en Londres”, publicaba La Lucha el 23 de mayo de 1890. Aunque el rotativo terminó juzgándola como una “gracia” vulgar y la gente asumió que el famoso homicida en serie no se portaba por estos lares, todos sabían, en cambio, que un asesino andaba suelto por La Habana.
Durante más de un año, las policías de Francia, Inglaterra, Estados Unidos, México… lo habían buscado hasta debajo de las piedras sin poder dar con su paradero. Ni siquiera les valieron los 5 mil pesos que ofrecía su correspondiente cartel de SE BUSCA, en recompensa por alguna pista que condujera a su captura. Mira que venir a aparecer en Cuba, tan lejos. Como todo oscuro criminal, estaba dispuesto a cualquier cosa para no dejarse coger de mansa paloma.
La noche de su captura fue reconocido en un prostíbulo de la calle Teniente Rey. Era un loco perdido por las mujeres, confesó después en su última entrevista desde la celda. “Dinero, juventud, honor… todo lo he perdido por ellas y ahora voy a perder la vida, pero no me importa”, repetía en bucle. Lo identificó otro francés, alto y de barbas blancas, que acudió de inmediato a dar parte a los agentes del orden público apostados en Lamparilla y Villegas. “Corran, que el asesino de París, el del notario del baúl, está por allí… corran, se nos va”.
El crimen siempre hace mucho ruido. La historia de la cacería del asesino francés Michel Eyraud, que terminó con una increíble captura, fue tan sonada en su época que todavía sus ecos retumban en el baúl de la memoria.
Cuenta regresiva
El principio del fin del criminal se dio cuando arribó a la capital cubana el 14 de mayo de 1890. Se alojó en el hotel Roma, uno de los mejores hospedajes de la ciudad, pues gozaba de energía eléctrica, habitaciones frescas y bien amuebladas, y envidiable ubicación en el centro urbano. En el libro de registros firmó Michel Dosski, haciéndose pasar por polaco. Pidió un cuarto con vista a la calle y le dieron el número 17. Desde esa ventana podía espiar el consulado francés.
Eyraud llegó corto de caudales y no tuvo más remedio que exponerse. Salió a caminar por las calles y en Compostela un anuncio de faroles captó su atención: Casa Francesa, establecimiento de sedería y moda del señor Pucheu. Entró, se presentó como comisionista de una tienda de modas en París y propuso vender un exótico traje turco, alegando que necesitaba dinero para continuar viaje a México. En realidad, de allá venía, y allá había usurpado el traje en un hotel.
Sacando partido del evidente apuro del visitante, el tendero solo aceptó dar cuatro centenes por la pieza que, de tan fina y rebuscada, habría costado en mercados europeos, al seguro, medio ojo. Pero el sexto sentido de la señora Pucheu olfateó en la fachada de aquel individuo algo más raro que la prenda oriental.
Después de ese día, Eyraud siguió frecuentando la Casa Francesa. Y mientras más compartían brindis y pláticas al descuido, Madame Pucheu, mujer de complexión robusta y que conservaba donaires de distinción a pesar de estar entrada en años, iba ampliando el tapete de temores que bordaba en su cabeza. “Sospecho que es el asesino del que hablan los periódicos”, puso a temblar al esposo. Sus peores temores fueron confirmados por un amigo y compatriota de apellido Gautier, quien conocía de antaño a Eyraud y había chocado con él por la calle Galiano. Lo vio en franco estado de desesperación, dispuesto a robar y matar. Trece francos en el bolsillo pueden ser malos consejeros.
Una vez percatado de los recelos que tarde o temprano lo dejarían en evidencia, el delincuente se recogió en sus aposentos. Desde la ventana del hotel pudo ver al matrimonio saliendo con su empleada del consulado francés. Al instante comprendió que lo habían denunciado. Hizo atropelladamente las maletas y reservó un asiento en el tren de Matanzas, donde pretendía unirse a una partida de bandoleros. Antes de esfumarse, pensó, debía eliminar a los incómodos Pucheu y robarlos. A la larga, no tendría tiempo ni oportunidad para concretar su venganza, pero le pasó por la mente.
El caso del baúl sangriento
Corría el año 1889 en París. Toussaint Augusten Gouffé, viudo y padre de dos hijas, era un próspero ejecutor jurídico de 49 años. Gustaba de frecuentar mujeres en el ámbito de la prostitución, donde conoció a Gabrielle Bompard, quien se convirtió en su preferida. Maestra en el arte de la seducción y el fingimiento, la señorita logró hackear el servidor de sentimientos de Gouffé y este empezó a compartirle intimidades, entre ellas que guardaba 25 mil francos en su oficina. Pero la Bompard, que en verdad no era de fiar ni tan bella como la pintan, ocultaba un peligroso secreto: era amante de Michel Eyraud, hombre de 45 años, de mala conducta y estafador profesional.
De acuerdo con la reconstrucción que pudo realizar el inspector Marie-François Goron, jefe de la Sûreté de París, la unidad de investigación a cargo del caso, el hecho había ocurrido más o menos así: la pareja diabólica planeó robar al rubio ricachón. Para ello debían quitarle del bolsillo la llave del despacho donde guardaba la caja fuerte, y no atinaron a mejor salida que matarlo. La noche del 26 de julio, la mañosa Bompard citó a la víctima en su apartamento de la calle Tronson Ducoudray. Dos copas de champagne. Fuera la ropa. Oculto detrás de una cortina, acechaba el cómplice. En función de polea habían montado desde el techo un aro de hierro, pasando por su centro un cordón grueso que bajaba en un lazo corredizo y por el otro lado iba a deslizarse detrás del cortinado.
Aquel artilugio era una horca disimulada. Sin embargo, domesticado por los coqueteos de Gabrielle, perdido por su instinto troglodita o amor freudiano, Gouffé no vio en aquel ejercicio más que un pasaje a su paraíso hedonista. Creyendo que se trataba de un juego sexual extremo, se dejó colocar el lazo alrededor del cuello. Para cuando el notario se percató de la encerrona, ya estaba violentamente suspendido y con los pies bailoteando en el aire. Al guiño convenido, se había dado el verdadero salto del tigre. Eyraud salió de su escondite y tiró de la cuerda con todas sus fuerzas antes de que Gouffé pudiera reaccionar. Sintiendo que le ardían las entrañas por la sed de oxígeno, el pobre hombre empezó a chillar y a contorsionarse como pollo asido por el pescuezo. El atacante se apuró a sellar el trabajo estrangulándolo con sus propias manos.
Ahora tenían que deshacerse del muerto, y rápido. Entre ambos metieron el cuerpo desnudo en un saco de lona, lo embutieron trabajosamente dentro de un baúl de madera gruesa y compraron boletos para el tren de la mañana siguiente a la ciudad de Lyon. Con sangre fría despacharon como equipaje acompañante el baúl conteniendo el cadáver. La primera noche en Lyon durmieron en una casa de huéspedes y luego alquilaron un carruaje para viajar al campo. Cabalgaron en coche más de 20 kilómetros al sur, sacaron el saco y lo lanzaron al río Ródano desde un barranco. Eyraud rompió el baúl con un martillo y desperdigó los pedazos por el lugar. Tres días después, la preocupada familia de Gouffé reportaba su desaparición. La Policía no le prestó demasiada atención, a fin de cuentas, se desarrollaba la Exposición Universal de París y mucha gente iba y venía. Hasta que siguieron pasando las semanas y el asunto se tornó serio.
El 14 de agosto, un recolector de caracoles se topó accidentalmente a orillas del Ródano con el cuerpo de un hombre envuelto en una lona y atado con un cordel de siete metros. Enviado a la morgue de Lyon, el doctor Paul Bernard le efectuó la autopsia. A pesar de que el cadáver estaba en avanzado estado de putrefacción, se observó una marca en la cara anterior del cuello y se determinaron fracturas en la laringe, por lo que el forense concluyó que la muerte había sido por estrangulamiento. Conservaba bastante cabello y barba y una cuidada dentadura, propia de alguien con buena posición económica.
El cadáver fue identificado por los pelos. También los dientes y los huesos aportaron más señas para aseverar que aquel muerto irreconocible había sido en vida Monsieur Gouffé. Trascendió este como uno de los expedientes criminales más fascinantes de que se tengan noticias, particularmente porque en la larga historia de la criminalística fue el primer caso de identificación resuelto mediante la intervención de la Medicina Legal.
Tres meses después, otro campesino descubrió fragmentos de un baúl a medio destrozar que desprendía “un fuerte olor pútrido, como de cadáver”. La Policía comprobó que en la cubierta habían quedado intactas etiquetas de ferrocarril y la pesquisa los condujo al nombre de Eyraud. Ya se sabía que la última vez que el ahora difunto fue visto con vida en París, iba acompañado por Michel y Gabrielle. También se averiguó que la pareja había salido de la capital casualmente un día después de la desaparición de Gouffé, sin dejar rastro.

Caída del as de la fuga
Tras efectuar su affaire criminal, Michel Eyraud y Gabrielle Bompard pusieron mar por medio. Nueva York, San Francisco, Quebec, Vancouver, entre otras ciudades, sirvieron de refugio a la pareja. Finalmente, ella decidió abandonarlo y formalizar una nueva relación amorosa, que la convenció de limpiar su pecado mortal confesando el delito. Gabrielle Bompard se presentó por sus propios pies:
—Vengo a revelar un gran crimen envuelto hasta ahora en el implacable misterio —dijo ante el inspector Goron. Contó todo con lujo de detalles, descargando la culpa sobre Eyraud, de quien, afirmó, era otra víctima.
Abrumado por la soledad y en su peregrinación nerviosa para sembrar obstáculos entre él y la justicia, el prófugo cruzó a México y luego viajó a la aislada Cuba, donde había estado once años atrás. Cargaba en su equipaje sombreros, pelucas, tintes para el pelo, dos navajas barberas, certificados con nombres distintos… toda clase de disfraces. ¿Quién iba a reconocerlo? Pero hasta Cuba, donde se había radicado una pródiga comunidad francesa, llegaba el correo desde París trayendo a Le Petit Parisien, La Republique Illustré y el Courrier des États-Unis con sus portadas dedicadas al caso Gouffé y retratos de los sospechosos del homicidio.

Justo por esos antecedentes, el transeúnte pudo dar la voz de alarma a los guardias aquella noche que vio al buscado Eyraud en las inmediaciones de Teniente Rey. Tocó a un policía de barrio de apellido Leal, al escribiente de la celaduría Francisco Cruzado y a los serenos Agustín Freixas y Domingo Barro hacer ronda por los pórticos de la Plaza del Cristo. Curiosamente, Leal, tipo inteligente, de musculatura recia y anchas espaldas, había dicho a los Pucheu:
—Tengo veintisiete años de servicio. Los cambiaría por capturar a ese Eyraud.
Estaba al corriente de con quién tendría que vérselas y lo codiciado que era aquella presa en varios países. El destino tiene caprichos veleidosos.
Serían las dos y media de la madrugada del 21 de mayo de 1890 cuando, frente a las narices de los vigilantes, cruzó un hombre que “vagaba alocado por las calles como fiera recelosa”. Vestía pantalón de hilo y botas oscuras, intentaba cubrir su rostro con un sombrero de paja, y tenía pelo negro con algunas canas y bigotes también negros (ambos teñidos). Al detenerlo e inquirir su rumbo, el sospechoso contestó que se llamaba Michel Dosski y que se dirigía al hotel Roma…
—¿Hotel Roma? —relampagueó en la mente de los funcionarios—. No podía ser otro que el gran perseguido, el as de la fuga que había escapado a incontables emboscadas y a los más sagaces detectives de medio mundo.
Eyraud acababa de demoler todo su mito con semejante torpeza. ¿Él, que se creía ungido por la astucia, la osadía de sus actos y la fe en la evasiva, respondía de manera tan atolondrada y cobarde? Quizás tentó demasiado a su suerte milagrosa o subestimó a los cubanos. Alto, fortachón y con fama de haber vencido a siete indios mexicanos en lucha, cayó en plena calle sometido por la arremetida corporal de los cuatro habaneros. Abrió los brazos en cruz para ser registrado. Le ocuparon al cinto un revólver Bulldog cargado con cinco balas y cuatro cápsulas en el bolsillo, un puñal afilado con mango de hueso, documentación y una cartera de piel con la inscripción M. Eyraud.
Amarrado, lo condujeron a la Cárcel Municipal, donde fue encerrado en un calabozo del ala izquierda del edificio. Pero el canalla se había prometido no caer vivo ante la justicia y, por tanto, tenía calculado el suicidio. Fuera de la vista del centinela, rompió sus gafas y, con gran serenidad y angustia, empezó a herirse la pierna y el brazo izquierdo con el objetivo de cortarse alguna arteria importante que le provocara morir desangrado. A las seis de la mañana, cuando abrieron las rejas para asearlo, hallaron a Eyraud sentado sobre un charco de sangre. Aún vivo. Nada que el sanitario del vivac no pudiera resolver con simples puntos de sutura.
No tendría más chance para intentarlo. En lo adelante no le quitaron los ojos de encima y los alimentos serían a base de caldos; hasta la carne se la servían desmenuzada por tal de no poner un cuchillo en sus manos. Dos policías franceses y dos norteamericanos vinieron a Cuba para trasladarlo de vuelta a Francia. Como curiosidad ad hoc, vale referir que el eminente médico y antropólogo Luis Montané fue convocado para hacer un estudio científico del reo. Se cuenta que la aguja del dinamómetro alcanzó el máximo de presión.

Eyraud ha hablado
En Francia, el juicio fue seguido con una expectación realmente fenomenal. Si fuera hoy, de seguro serviría como argumento para uno de esos documentales sensacionalistas de Netflix. El acusado fue sentenciado a muerte. En tanto, su compañera de lance resultó condenada a 20 años de cárcel, aunque sería puesta en libertad a inicios del nuevo siglo y se dedicó a escribir sus memorias. El 2 de febrero de 1891, día de la ejecución pública de Michel Eyraud, en las calles de París se vendieron miles de pequeños baúles con un cadáver de plomo dentro que llevaban rotulado: “El caso Gouffé”.
Como fantasma vaporoso se había diluido en Cuba la hermética coraza de Eyraud. Si al principio se mostró hosco e impenetrable, un buen día cedió a dar una entrevista que La Discusión (26/05/1890) no dudó en presentar bajo el epígrafe “Interview con el asesino”. El detenido dialogó con naturalidad; solo le atormentaba el recuerdo de su hija:
—¡Ah, es lo único que siento!… Tan ilustrada, tan buena, tan decente como es —expresaba.
Inventándose otra historia rocambolesca, negó ser el ejecutor del crimen, como lo señalaban las declaraciones de su antigua pareja.
—¿Odia Ud. a Gabrielle Bompard por haberlo abandonado en América, marchándose con Garanger y por haberlo denunciado? —hurgó en la llaga el periodista.
—¡Oh, no! —contestó sin pensarlo—. Gabrielle es una mujer deliciosa. El placer que he recibido de ella compensa todas sus faltas y todas las amarguras que yo pueda tener por su causa.

El monstruo venía a revelar sus debilidades. Mientras esbozaba una descripción frenética de la chica, se le sonrojaban los pómulos y se le dilataban las pupilas; como si se perdiera hipnotizado en un viaje mental a los días cuando la conoció en un boulevard. Esa noche estuvieron juntos, y volvieron a verse al cabo de ocho días. No obviaba detalle de Gabrielle: la piel aterciopelada, su dulce fragancia, su entrega apasionada; las escenas imborrables de lujuria, las bestiales explosiones de concupiscencia… todo lo cual fue uniendo los apetitos de sus carnes y almas.
Michel Eyraud no podía odiar a Gabrielle Bompard. El crimen los juntaría para la eternidad, como ligados van el cuerpo y su sombra. Él la amaba todavía. Y mucho. Quizás, bajo la cuchilla tajante de la guillotina, le dedicó su último pensamiento.