Getting your Trinity Audio player ready...
|
Por oficio de mi abuela Nancy, el rítmico tableteo de la máquina de coser se convirtió en corazón de la casa. Desde su rincón sagrado, con el rostro iluminado por los rayos de sol que se filtraban entre las persianas, parecía hilar con aquel artefacto de metal y madera de barniz opaco un canto bajito, un vaivén de susurros; mientras, transformaba retazos de tela en agarraderas y manteles para las mesas de domingo, remendaba uniformes de escuela o cosía toda clase de ropitas para su prole de nietos. De niño no tuve mejores prendas que las brotadas de aquella complicidad mágica entre mi abuela y su vieja máquina de coser.
Aun cuando las tradiciones de antaño son especies en peligro de extinción y la mente robotizada ha olvidado el valor de lo hecho a mano, en casi todos los hogares cubanos nuestras abuelas y madres han usado o usan todavía la máquina de coser Singer. Cada historia familiar se ha tejido también con esos pespuntes que se llevan como suturas del tiempo, de los sueños y de los sacrificios de generaciones de mujeres que vieron subir y bajar mil veces la aguja en el afán de hilvanar un mundo menos agujereado para los suyos.
La máquina de coser es símbolo doméstico de lucha, abnegación y silenciosa esperanza. Un hilo largo de la vida. En no pocos casos, ha marcado el compás de una existencia estigmatizada por la necesidad que aguza el ingenio.
Mi madre y una de mis tías siguieron el hilo de mi abuela. La Singer aún se conserva como reliquia familiar que ha soportado con solemne dignidad los estragos de las décadas de uso. El mueble es de hierro y madera: unos 120 centímetros de largo, por 100 de alto y 38 de ancho. El gabinete es carmelita oscuro, con su tabla de ampliación, dos gavetas a cada lado y una larga al centro. Baja en dos patas de hierro decoradas. El accionamiento es por polea. Tiene el pedal de balancín, igualmente decorado, y un puente de apoyo con el rótulo de la marca. El brazo mecánico es negro, mellado, y aunque apenas son visibles, puede notarse que traía filigranas y letras doradas con la inscripción: SINGER. Si bien no luce su esplendor original, el eco de su canto se hace presente para recordarnos que cada puntada tejió algo de nuestras raíces.
Primer “electrodoméstico” perdurable
El 12 de agosto de 1851, Isaac Singer, hombre de vida licenciosa que simultaneaba la actuación de teatro con la vena de inventor y empresario, consiguió patentar su prototipo de máquina de coser “reformada”. Para ese entonces la máquina, en realidad, ya existía. La había instaurado Elias Howe cinco años antes. Así que la patente registrada por Singer fue la gota que desbordó la llamada “guerra de las máquinas de coser”, en la que ambos fabricantes rivalizaron por ser la imagen del progreso.
Ciertamente, Singer trabajó sobre el modelo de Elias Howe para lanzar su nuevo diseño; pero el punto de inflexión del fundador de Singer Sewing Machine radicó en el salto mecánico que incluía: un brazo en ángulo recto que permitía manejar la tela horizontalmente y la costura en línea recta; un pedal que aportaba mayor control y velocidad a la operación; y una aguja con movimiento vertical que favorecía la consistencia y calidad de las puntadas. A esto se añadía la facilidad para adaptar la máquina al domicilio —incluso como mesa decorativa, en las de cabezal abatible— y una habilidosa estrategia de comercialización que haría escuela: los pagos a plazos.
Atravesadas por concepciones machistas de género y clase social, en esa época la mayoría de las esposas e hijas estaban obligadas a practicar la costura. Sobre todo, lo hacían a mano. Era la tarea de nunca acabar de Penélope. Por eso la prensa llegó a proclamar a la máquina de coser como uno de los mayores inventos de la historia; pues ningún otro avance, decían, había traído alivio tan grande para “nuestras madres e hijas”.
Cuando irrumpió en el mercado, la creación de Isaac Singer fue superando exponencialmente al modelo Jenny Lind, el más famoso hasta entonces. En menos de diez años la Singer Company logró revolucionar la industria textil, controlar dos tercios del mercado global de máquinas de coser y consolidarse como una de las primeras corporaciones multinacionales de Estados Unidos.
Según datos divulgados por el Diario de la Marina, a inicios de 1888 existían distribuidas en el mundo ocho millones de máquinas Singer, en tanto la corporación empleaba a 30 mil personas, disponía de seis grandes fábricas localizadas en Nueva York, El Cairo, Viena, South-Bend, Montreal y Glasgow, que producían anualmente un millón de equipos.
Todavía un siglo después se identificaba a esta máquina de coser —que fue modernizando sus modelos según pasaban los años— como la más innovadora, versátil, eficiente y de mayor prestigio. Se convirtió en lo que pudiéramos llamar el primer “electrodoméstico” icónico y perdurable.

En Obispo quedaba
La hora de las máquinas de coser Singer sonó en Cuba a finales de la década de 1850, cuando la Compañía mostró interés por el mercado antillano e instaló agencia en La Habana. Eduardo H. Stanton fue de los primeros en abrir un depósito para tales efectos en la casa número 64 de la calle Obispo, arteria comercial de la ciudad. Un año después, la concesión y el local eran gestionados por Antonio de Sotolongo, y al año siguiente la franquicia pasó a manos del estadounidense Silas Daily, quien decidió trasladar la tienda a Obispo 125.
Sin embargo, debido a esa palmaria inestabilidad de los concesionarios, y principalmente a que debía vencer la competencia de otras marcas posicionadas como la Wertheim o la Grover & Baker, la Singer tardaría un lustro en conquistar la clientela cubana. No fue hasta la aparición de Ramón Álvarez de Arribas que la marca logró bordar con hilo de oro su renombre en la isla.
Tenía apenas 14 años cuando decidió dejar atrás las penurias rurales de su natal Peón, en Asturias, y abordar un trasatlántico hacia Cuba con la ilusión de hacer fortuna. Ante sus ojos habituados al valle aldeano, La Habana parecía un mundo irreal. Lo impresionó el ambiente de vertiginoso crecimiento económico, trasiego de mercancías, avances tecnológicos y diversidad étnica.
Luego de muchos esfuerzos y vicisitudes, Ramón, arquetipo del español de su tiempo, emprendedor y visionario, centró miras en fundar su negocio. “No sabemos cómo, pero hacia 1866 —trece años después de llegar a Cuba— logró reunir los saberes, contactos y capital necesarios para crear su propia empresa. Bajo la razón social de Gutiérrez y Álvarez, obtuvo licencia de la Compañía Manufacturera Singer para comercializar en exclusiva sus máquinas de coser en Cuba y Puerto Rico”, reseña la española Cristina Cantero Fernández en su libro Un legado indiano para el siglo XXI. Ramón Álvarez de Arriba (1839-1920), exhaustivo estudio biográfico que viene a despejar la nebulosa que sumió por un siglo a este personaje histórico.
“Por ahora —sostiene en su relato la investigadora, quien pudo consultar los archivos de la Compañía Singer— los inicios de Gutiérrez y Álvarez resultan bastante inciertos y ni siquiera contamos con datos sobre los socios de Ramón, más allá del apellido de su gerente. Es probable que trabajasen en alguna de las tiendas Singer antes mencionadas o en comercios de la calle Obispo donde presenciarían las posibilidades de esta franquicia. Cabe pensar que Gutiérrez fuese el socio de más edad y con mayor experiencia en el sector, de ahí que asumiese la administración de la firma, pero poco más puede aventurarse. Quizá Ramón también estuviese familiarizado con las máquinas de coser o aprendiese de sus socios todo lo necesario sobre ellas. En cualquier caso, Gutiérrez, Álvarez y Cía. logró que la marca Singer fuese una de las más vendidas en el mercado cubano”.
Un anuncio publicitario aparecido en el Diario de la Marina desde el 24 de septiembre hasta el 18 de diciembre de 1874 así lo confirma: “¡5 000 máquinas vendidas en nuestra casa el último año atestiguan la superioridad de ellas!”.
A pesar del citado apogeo de las ventas, la sociedad se disolvió a los pocos meses, y entonces nació Álvarez e Hinse, la nueva sucursal establecida por Ramón y el estadounidense Herman George Hinse —nueve años más joven—, que se instaló en Obispo 123 y 125 como depósito y tienda minorista de útiles varios.

La reina de las máquinas de coser
Al giro de ferretería, Ramón y su socio irían incorporando más tarde cuchillería, relojería, quincallería, entre otros enseres. Bajo la premisa comercial de la triple B: muchas cosas buenas, bonitas y baratas, pasaron a denominarse Gran Bazar de Máquinas de Coser y Novedades.
Apoderados como únicos agentes representantes e importadores de la Compañía Singer, Álvarez e Hinse llegaron a amasar una considerable fortuna y a dominar, en dos años, el 90 % del mercado nacional; en buena medida ayudados por la circunstancia de que la demanda de máquinas de coser en Cuba llegó a ser superior a la de otros países.
En una carta-reporte del 7 de noviembre de 1887, remitida a la casa matriz, Ramón Álvarez exponía: “Quizás no hay otro país que, en proporción a su población, venda tantas máquinas de coser como Cuba […]. En cada ciudad y pueblo, grande o pequeño, se venden máquinas de coser de todo tipo. No hay ningún establecimiento especializado en ellas, sino que se venden como cualquier otra mercancía, con total naturalidad, en almacenes, ferreterías, tiendas de comestibles, etcétera, a lo largo y ancho de toda la isla”.
A finales del siglo XIX, una máquina de coser Singer significaba para las amas de casa lo mismo que para el hombre un revólver Smith & Wesson. Aunque si bien todas soñarían con tenerla, lógicamente no todas pudieron comprarla, por lo que en su momento significó también un medidor de estatus socioeconómico.

Convencidos del poder de la publicidad como técnica de marketing para fijar la marca y aumentar ingresos —algo hoy consabido, pero que entonces estaba en ciernes—, Álvarez e Hinse no se cansaron de promocionar en la prensa la cualidad incomparable de sus “portentos mecánicos” y las “gangas” que ofrecían para su adquisición. En ese sentido, se declaraban: “dispuestos a complacer a todos, venderemos estas máquinas en lo sucesivo a precios fabulosamente baratos”. Bien pagado, el Diario de la Marina hacía de coro alegando que la Singer Reformada, la Vibratoria, la Automática, la Oscilante… —o sea, los principales modelos que comercializaba la marca— “serán el Coco de las máquinas de coser”.

Además, el propio órgano oficial del Apostadero de La Habana las calificaba en términos de “Non-Plus-Ultra de las máquinas de coser” o “las más perfectas que hasta el día se conocen”. En consonancia, pedía abrir “paso a la Reina de las máquinas”.
Con fecha 19 de febrero de 1888, el rotativo reseñaba: “La compañía de Singer no descansa sobre sus laureles, vive la vida activa del progreso, y la prueba la conoce todo el que siga sus pasos. Hoy como siempre va delante de todos, y los imitadores no podrán jamás detener su marcha”.
Puntadas que han marcado épocas
Tras finalizar la guerra, la situación socioeconómica de Cuba era grave, por lo que muchas mujeres y viudas hallaron en la máquina de coser una manera de alimentar a sus hijos. En tanto, la llegada del nuevo siglo XX encontró a la antigua compañía que fundara el asturiano transmutada en Álvarez, Cernuda y Cía., sociedad comanditaria establecida con Celestino Cernuda Peláez en la primavera de 1900. Para entonces, funcionaban como un bazar de novedades especializado en máquinas de coser.

Conservando intacto el olfato de Ramón para detectar oportunidades de negocios y con una estrategia comercial enfocada en grupos subalternos, durante la era republicana el imperio de la Singer continuó una línea similar a su predecesora, mantuvo los proveedores y la política de venta a precios módicos y a crédito (podía pagarse dando un peso de entrada y hasta en 40 meses), pero actualizando de manera constante las dinámicas empresariales y la mecánica de sus prototipos. Sencillamente, continuó expandiendo su hegemonía.
“En todos los idiomas Singer quiere decir lo mismo: la mejor máquina de coser del mundo”, pregonaba un cuadro publicitario de Bohemia en junio de 1954. Como plataforma anunciante de la marca hasta principios de los años 60, la acreditada revista se encargó de convencer a sus lectores de que las Singer eran “la última palabra” si de aparatos de costura se hablaba y que “cuando Ud. adquiere una máquina de coser Singer sabe que le habrá de rendir eficiente servicio para toda la vida”.

Qué cosa la costurera… Ya me dirán quienes tengan mejor tela para cortar si es o no menos cierto que la Singer, máquina del tiempo. Una herencia de tradiciones y testigo del espíritu de la mujer cubana, que se sobrepone con la obsesión de Penélope a tantas odiseas, mantiene la fama de antaño, en su calidad de siempre para hilvanar esas puntadas que han marcado épocas.