La voz de Martí

El hombre continente. Foto: Raciel Ponce

El hombre continente. Foto: Raciel Ponce

Hace unos pocos años, una noticia me estremeció: buscaban la voz de Martí en un cilindro de Edison. Se aludía a la certeza de que el gran inventor y el orador cubano se conocieron en Nueva York, que el cilindro existió; aunque no ha aparecido… todavía.

¿Y si apareciera? ¿Se podría comprobar aquello de  que  tenía una voz dulce, que su tono podía ser un torrente? ¿Qué sorpresa nos aguardaría? Describir una voz es muy difícil. Lo inasible solo se sostiene en el aire.

Siempre he imaginado a Martí frente al micrófono, en una cabina de radio, por ejemplo. Y hasta me permito estar del lado de acá de los controles, dándole una señal detrás del cristal. Será un anacronismo, pero es un sueño.

Si Martí fuese mi compañero, le daría un abrazo. Sería lo primero. Un abrazo vale más que un discurso. Y no tendría pena confesarle que de todas sus frases, prefiero una: “Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía”. Lo escribió en aquella revista sin edad y escrita en oro. Son palabras tremendas.

Para aquellos que suelen entresacar aquí y allá alguna sentencia martiana, sin detenerse más que en la cáscara, el poeta Nicolás Guillén les reservó un epigrama: Martí, debe ser terrible / soportar cada día / tanta cita difusa, / tanta literatura”.

Hay un pasaje que describió Blanche Zacharie de Baralt que me conmueve. En su libro El Martí que yo conocí, cuenta que solía escoger en los bailes a las más feas, para que no se les resquebrajara el ánimo, para que no les mordiera la fealdad. Querría haber estado en aquellos salones.

Gabriela Mistral vio en él,  “la condición arcangélica en que reside su ternura y su fuerza”, Federico de Onís, “el ímpetu hercúleo, superador de épocas y escuelas”, Dulce María Loynaz una maestría “que casi no se puede enjuiciar” y Joel James, una “futuridad palmaria”.

Esas consideraciones casi me detienen, pero escojo la pasión, no el mármol. Martí no escatima su condición humana: “¡Y tantas cosas como pudieran hacerse en vida! Pero tenemos estómago. Y ese otro estómago que cuelga, y que suele tener hambres terribles”. A lo que Toledo Sande en su biografía del héroe, Cesto de llamas calificara como “las apetencias propias de un varón pleno”, no se alude con frecuencia; pero allí estaban.

Hubiese querido ver a Martí en su propio despacho, mientras el escandinavo  Hermann Norman trazaba su imagen al óleo, con la pluma en su mano fina y nerviosa. “Era lo que los americanos llaman un live wire, un alambre vivo, alerta, erguido”, cito de nuevo a  Zacharie de Baralt. Tenía entonces 38 años.

Siempre me he preguntado por qué la médula de su obra ha resistido incólume, siglo y medio. Será que su principal partido fue la ética, que miró a la raíz, que miró hondo.  Primero a la nobleza, antes que a la cuna. A las alturas antes que a las flaquezas. Y fue cubano, lo mismo en Playitas que en Nueva York.

En una Cuba colonizada por España, José María Heredia fue tildado de traidor, de ángel caído, al escribir una carta al Capitán general español para que le permitiera entrar a la Isla. Martí fu lapidario al valorar aquella encrucijada del poeta que “había tenido valor para todo, menos para morir sin volver a ver a su madre y a sus palmas”.

Martí fue un sanador.  

Cada vez que paso por la fragua martiana me imagino al adolescente picapedrero. Miro los peñascos de la otrora cantera de San Lázaro, quiero gastar aquellas piedras. Me pesan las cadenas.

Pero, repito, siempre he imaginado a Martí frente al micrófono: arcangélico, hercúleo, maestro, palmario ¿Qué diría? ¿De qué temas hablaría? Me hubiera gustado escuchar, al menos, una cuarteta en su propia voz. Una sencilla, y por eso difícil. Ocho versos, apenas ocho, que recogen toda la filosofía de su vida.

“Cultivo una rosa blanca, / En julio como en enero / Para el amigo sincero / Que me da su mano franca // Y para el cruel que me arranca / El corazón con que vivo / Cardo ni oruga cultivo / Cultivo una rosa blanca”.

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