El 28 de agosto de 1922 Emilio Bacardí dio un atisbo de esperanza. Para él y su familia había sido aquel un verano infortunado, debido al empeoramiento de su enfermedad cardiaca, que lo dejó en cama las últimas semanas.
Esa mañana de lunes sintió que recobraba fuerzas luego de rebasar un infarto del miocardio tres días antes. Recibió con calidez la visita de algunos amigos, entre ellos el promisorio Fernando Ortiz, y aun por la tarde debatió con pretérita fogosidad de tribuno sobre la violencia sectaria en Irlanda, concluyendo que el problema radicaba en el fanatismo y la intolerancia de esa sociedad. No lo sabía aún, pero no viviría un día más para contarlo.
Su corazón se detuvo un par de horas después, cerca de las seis de la tarde, justo cuando el ocaso comenzaba a arrojar sus serpentinas de sombra en torno a la mansión de arquitectura ecléctica y donosura prominente. Como en una escena de antología. Al doctor Antonio Guernica correspondió sellar con plomiza letra el acta de defunción y, con el garabato de la muerte, nació el espectro del luto.
“La vida de Emilio Bacardí declinó apacible y majestuosamente, como la de un patriarca bíblico, y tuvo, a la hora de morir, la luminosa melancolía de la puesta del sol. Aún me parece ver su noble y artístico busto, coronado sobre el lecho, con todas las apariencias de un sueño sosegado y feliz. Allí, al borde mismo de aquel lecho, su dignísima consorte, Elvira Cape de Bacardí, armonía viviente y simpática del corazón y la inteligencia, velaba el sueño postrero del gran patriota y benefactor, y con unas lágrimas silenciosas, no profanadas ni turbadas con gritos ni gestos, serena y creyente como una Niobe, rendía a la memoria de su amado esposo el mejor homenaje del dolor bien sentido”, testimonió el periodista y amigo de la casa Joaquín Navarro Riera, el popular Ducazcal, en una crónica de evocación publicada en El Mundo el 27 de agosto de 1925.
La muerte ocurrió en Villa Elvira, pintoresca finca en las afueras de Santiago de Cuba cuyas puertas estuvieron siempre abiertas para quienes, atraídos por el carisma y el magnetismo de su renombre, sabiduría y benevolencia, llegaban a saludar o conocer al excelso político, escritor, mecenas y empresario. Así de virtuoso era Emilio Bacardí.
En aquel regazo de la geografía oriental la acreditada familia echó raíces, fue feliz y elevó al viento sus mejores ilusiones. Hasta volar ellos mismos. Nunca más, con el triunfo de la Revolución, se utilizó como vivienda familiar. Tras el éxodo de sus dueños tendría varios destinos ligados en general al servicio de diversos grupos de personas. Y como si volvieran eternas las estelas del crepúsculo que signó el otoño del patriarca —diría el Gabo—, cayeron sobre la casa parches grises y se fue escurriendo su historia entre hojarascas.
¿Simples cambios de nombres?
Todo empezó con una historia de amor, cuando don Emilio —a manera de obsequio para su amantísima esposa— tuvo la peregrina idea de bautizar con el nombre de Elvira a la regia villa que quedaba encerrada entre el segundo crucero de Cuabitas, por donde pasaba el tren central, alamedas de mangos y una colina de verdor esmeraldino. ¿O todo empezó un poco antes, con una tragedia? Recapitulemos.
Para septiembre de 1904, en sus afanes de alcalde para expandir las instituciones de enseñanza en la urbe, Bacardí cedió su vieja quinta para que Katherine Tingley instalara una sede de la Academia Raja Yoga fundada por ella en Point Loma, comunidad cerca de San Diego, California.
Al final de la tarde del 27 de junio de 1907, a alguien de la escuela se le resbaló una lámpara de petróleo y la explosión contra el suelo desató un incendio que en minutos se propagó a todo el local, entonces de pura madera. No hubo pérdidas de vidas, pero los daños materiales resultaron cuantiosos y el inmueble quedó carbonizado. A Madame Tingley no le quedó más remedio que irse con su teosofía a otro lado y devolver el terreno a su patrocinador.
Donde hubo cenizas el caprichoso Emilio dispuso construir la sólida vivienda de una planta con torre al fondo que se observa en la actualidad; mucho más amplia, confortable y engalanada que la anterior. Se accedía por una ancha escalera de mármol, a los pies de la cual plantas de flores perfumaban y otorgaban mayor prestancia a un portal de columnas griegas. La profusión de ventanales con esmerada herrería, lámparas de arañas, muebles finos, obras de arte, entre otros aditamentos barrocos y decorativos, redondeaban el perfil palaciego. Además de garajes y dependencias de servicio. Así nació Villa Elvira, como redivivo nido de amor.
Incluso podríamos ir más atrás en los pasadizos del tiempo. Desconozco con exactitud cuándo el ilustre santiaguero adquirió la propiedad. Sin embargo, por fotografías de archivo y referencias en la prensa decimonónica es fácil conocer que perteneció inicialmente a sus antecesores por rama paterna.
Hacia abril de 1893, el Diario de la Marina dio cuenta en tres líneas del fallecimiento “en su finca Los Cocos” —que así se llamaba en ese momento, si bien otras fuentes citan El Cocal— del comerciante José Bacardí Masó. De origen catalán, era este el hermano de don Facundo, y juntos habían fundado la industria del ron que conquistó el cielo de la fama en alas de murciélago. Así que José fue tío paterno de Emilio, y por si no bastara, al no tener descendencia reconocida acabó nombrando al sobrino su albacea. Es de presumir que le llegó por la vía de herencia, aunque no hay pruebas notariales.
A principios de julio de 1895 la finca ardió en llamas. Los cronistas sugieren que se trató de un sabotaje de alguna guerrilla española en represalia a la labor conspirativa de los Bacardí, en particular de Emilio, quien bajo el seudónimo Phoción era la cabeza de una eficiente red clandestina que garantizó el envío de soldados y recursos al ejército insurrecto en la manigua. Esas actividades le costaron la detención en el verano de 1896 y un año de exilio en las islas Chafarinas, frente a las costas de Marruecos. En ese periodo, la finca debió registrarse bajo la sociedad de Enrique Schueg y Pedro Ramos, seguramente en rol de testaferros para protegerla desde el punto de vista legal de una posible expropiación por parte de las autoridades.
El 12 de mayo de 1900 quedó disuelta dicha alianza y la casa volvió a estar bajo el cuño Bacardí. Lo corrobora su primer testamento, escrito en la temprana fecha de 25 de enero de 1902, cuando padeció mareos que le hicieron temer una congestión fatal: “Dispongo pues de la manera siguiente […] La finca Arroyo Viajaca, en terrenos del estado se compró el derecho de posesión para mi hija Marina, póngase pues en su nombre”. Fue esa otra manera de identificar la propiedad a lo interno de la parentela, aludiendo al corto caudal de agua que cruzaba en las proximidades.
Durante los años siguientes será la casa de campo o de recreo de la familia domiciliada a dos cuadras del Parque Céspedes, en el corazón urbano. En la residencia de Cuabitas encuentran el descanso reparador y la privacidad lejos de los negocios cotidianos y bullicios citadinos. En ella organizan banquetes y fiestas familiares, hospedan amistades, celebran bailes de champaña, reuniones partidistas y eventos socioculturales.
Una estancia idílica
“¿Por qué no nos quedamos aquí para siempre, placiéndonos de este ambiente despejado y bucólico que a los ojos del alma deja en paroxismo?”, una invitación parecida debió hacer don Emilio a su esposa —o viceversa— para que la pareja decidiera mudarse definitivamente a la zona campestre de Cuabitas, a unos seis kilómetros al norte de Santiago, entre Quintero y Boniato, que se convirtió en morada habitual la última década de su vida, luego de renunciar a la política para dedicarse por entero a la escritura y la filantropía.
Aunque hoy parece algo desangelado, Cuabitas chispea al paseante su añeja gala de “barrio residencial”. Dada su tranquilidad y naturaleza de ensueño fue preferido tempranamente por la crema y nata de la sociedad santiaguera para levantar sus casas de veraneo. Aquí vivieron el conde Duany —millonario del siglo XIX—, los Bravo Correoso, los Berenguer, los Henríquez Ureña; en 1898 Mariano Corona imprimió allí El Cubano Libre y Calixto García montó campamento en la llamada Casa Azul; en 1905 falleció el periodista y patriota Desiderio Fajardo Ortiz, El Cautivo. Más cercanos al presente tenemos entre los nombres vinculados a la localidad al poeta y crítico de arte Antonio Desquirón (1946-2014) y a Reinaldo Cedeño, paladín del periodismo literario y cultural criollo. Cuabitas es un poblado con historia y acervo.
Para don Emilio no solo fue un refugio balsámico. Se dejó inspirar y casi siempre se le veía leyendo en su biblioteca, escribiendo novelas y artículos, intercambiando correspondencia con familiares y allegados. Aprovechó para conformar algunos tomos de sus Crónicas de Santiago de Cuba, obra cumbre. También para recibir a amigos y viajeros de todos los confines que luego se marchaban encantados por la hospitalidad de los Bacardí.
Para que se tenga una idea, en la larga lista de personalidades acogidas en ese hogar estuvieron Ana de Quesada, viuda de Céspedes; el expresidente mambí Salvador Cisneros Betancourt; el general Freyre de Andrade, secretario de Gobernación; María Luisa Dolz, Diego Tamayo y participantes de la Quinta Conferencia de Beneficencia y Corrección de 1905; y la comitiva militar estadounidense asistente en 1906 a los actos de develación de monumentos en los otrora escenarios de la guerra del 98.
Bacardí compartía el júbilo de vivir en un entorno de arboledas susurrantes y esplendente policromía de jardines en flor. Desde años mozos había educado sus pupilas en el acopio de paisajes disímiles; había visto mundo: América, Europa, Palestina, Egipto… Su ilustración no tuvo fronteras. Como un profeta predicaba la comprensión de la existencia humana en comunión con la naturaleza. De ahí su manía de adjudicar valores metafísicos a cada mueble, objeto, árbol. Todavía los lugareños hablan de la Piedra de Bacardí, una roca apostada en la loma al fondo del patio, donde solía escalar y permanecer sentado por horas, sumido en meditaciones profundas. Don Emilio la denominó Piedra de la Energía.
“El patio mismo de la casa es algo digno de admiración. Simula una gruta hecha con todas sus estalactitas y estalagmitas. Y las flores que en valiosas macetas están allí artísticamente colocadas son bellas y extrañas”, detalló Enrique Cazade en una crónica publicada por El Fígaro en julio de 1918.
En su quinta tropical, el respetable septuagenario disfrutó los nietos, los asados domingueros y compró una que otra vez algún billete de lotería para invertir en obras públicas aquello que el azar estimara concederle. A un lado de la casona se alzaba el taller de escultura de su hija Mimí, donde las prodigiosas manos de la artista hacían brotar seres fantásticos. Distribuidas por los jardines de estilo poético y extensos corredores, dichas piezas otorgaban a la quinta un toque exótico que maravillaba a los peregrinos. Era una atmósfera extremadamente familiar. Un pequeño oasis de arte, naturaleza y emociones.
Primeros años
Durante los años posteriores a las muertes de Emilio y su viuda, en Villa Elvira quedó la hija Marina Bacardí Cape y familia. Siguiendo la tradición, los Covani Bacardí mantuvieron la casa como centro de eventos de la alta sociedad santiaguera hasta que en 1959 decidieron emigrar. Como ocurrió en incontables casos similares de propiedades tildadas “burguesas”, la estancia terminó ocupada y, por no dejar de ser, sirvió sucesivamente de escuela de milicias, campamento pioneril, escuela primaria y, por último, centro educativo para niños con necesidades especiales.
“Mi mamá pasó allí la Escuela de Instrucción Revolucionaria, en los primeros años de la Revolución. Yo visité el lugar en 1972, a mis seis años. Era un campamento de pioneros. Aún tenía muebles, lámparas y adornos originales; recuerdo haber visto esculturas en los sótanos, también en los jardines. Ambas tenemos bonitas anécdotas de los días vividos allí”, recuerda Clivia Rodríguez, santiaguera consultada vía WhatsApp por este reportero para la elaboración de este texto.
Asimismo, Rosa Rodríguez, quien también guarda una relación con la Villa, mantiene vivos los cuentos que le hacía su madre de las jornadas que pasó allí alrededor de 1962: “Sí, había esculturas. Ellos como estudiantes tenían acceso a la parte del comedor, pues en su mayoría estaban en albergues construidos en espacios aledaños a la casa principal, divididos para hembras y varones. Dentro de la casa estaban ocupadas algunas habitaciones, y al frente, en el portal, había una mesa de tenis en la que podían jugar”. Un buen día de 1965 se decidió mudar para allí la escuela de enseñanza Mariana Grajales, que luego pasaría a ser seminternado.
Mercedes Guasch, santiaguera que allí estudió y también entrevistada para esta nota, nos contó que allá fueron trasladados los niños que estaban, como era su caso, en la Beneficencia ubicada en Santa Rosa. Por su parte, Antonio Radamés pasó su vida escolar de primaria “corriendo por esos pasillos”, según contó a OnCuba. Había muchas cosas de época en la casa central, un piano, cuadros, búcaros, parte del mobiliario, pero nada que identificara a los antiguos dueños”.
En aquellos primeros años de Revolución se vivieron días tensos, de justa transformación para unos y de justificado temor para otros, cuando se pasó al desalojo de objetos y nombres. Como mismo sucedió con la fábrica Bacardí, que se convirtió en Ron Caney, Villa Elvira también se vio afectada.
Las casas, a quién le cabe duda, encierran numerosos elementos materiales y simbólicos que guardan la historia de sus dueños. Así que el aristocrático palacete sufrió algo más que un simple cambio de nombre, en tanto había cambiado de dueños.
Momentos hubo en el que el apellido Bacardí resultó impronunciable; dejó de ser patriota para ser mero dueño de la compañía de ron; no está identificada su casa natal ni preservadas otras que ocupó en la urbe; durante un tiempo retiraron la mascarilla broncínea del monumento erigido a su memoria por la revista Acción Ciudadana en los años 50, derivando aquella piedra jaimanita sin rostro en “posadero” de choferes del cercano Poder Popular provincial. No olvidemos el intento triunfalista de borrar el nombre al museo de sus desvelos, únicamente el celo infinito y rectitud del destacado intelectual y pintor santiaguero Miguel Ángel Botalín Pampín (1932-2013) impidió semejante debacle. “Mi padre me lo contó de primera mano. Él tuvo que aclarar al alto funcionario encargado de la misión que eso sería un grave error. Por suerte no se lo cambiaron”, me confirmó Miguel Ángel Botalín Aguiló, el hijo.
La nueva escuela
En 2008 tuve la dicha de pisar Villa Elvira por primera vez. Fui de manos de la infatigable Sara Inés Fernández, fundadora y coordinadora del proyecto “De la ciudad, las calles y sus nombres”, que agrupa a investigadores y cronistas populares. Creado por iniciativa de Sara Inés en mayo de 1999 en Santiago, y a falta de una institución que lo ampare, el proyecto intenta —signado por la intermitencia y el voluntarismo de su promotora, hoy jubilada— exhumar los episodios y personajes olvidados de la historia local para restituirlos en homenajes de barrios.
Sara Inés, profunda conocedora de la huella de Emilio Bacardí y quien trabajó durante 13 años como especialista del museo homónimo, “merece una oda”, como ha dicho genialmente el periodista Reinaldo Cedeño. Al momento de mi visita de entonces el sitio estaba en plena intervención constructiva y mostraba un aspecto sucio y caótico.
En las zonas exteriores chocaban a la vista robustos muros caídos en el suelo, arbustos mutilados, fuentes y bancos destruidos. Para mayor desidia, las vistosas estatuas de Mimí Bacardí, o lo que quedaba de ellas, yacían descabezadas, desmembradas y cubiertas por la maleza en lo que fue el romántico jardín, ahora irreconocible. La residencia propiamente dicha exteriorizaba también una fachada en estado deplorable, aunque conservaba su halo señorial. Al interior, techos ahuecados, paredes descorchadas, pisos manchados y los espaciosos salones convertidos en un vulgar “rastro” de materiales de construcción.
Imberbe yo, con las orfandades de un primerizo, no tuve el tino o el valor, lo confieso, de cantar las verdades y llamar la atención sobre aquel atentado atroz a lo que se suponía un sitio de valor patrimonial. Desde la reflexión que aportan los años, comprendo hoy que aquellos obreros no actuaban así por premeditación o vileza, sino por la incultura que mata pueblos, decía Martí.
Regresamos en 2010, a una actividad de homenaje al Hijo Predilecto, como se conoce a Bacardí, con cientos de pioneritos del seminternado Mariana Grajales. Las labores de remodelación habían concluido y he de admitir que la casona mostraba una cara un poco más coqueta. Algunos objetos originales —casi nada: un desvencijado reloj de caja larga, una cómoda de patas estilo Luis XVI y un estante de cocina color caoba— figuraban en rincones dispersos dentro de casa. Pude guardarlos en fotos, al menos. No sé si aún estarán allí. No volví más.
Con bombo y platillo el 23 de abril de 2019 se inauguró en esos predios, bajo el nuevo rótulo de “Amistad Cuba-Vietnam”, un flamante centro dirigido a brindar atención especializada a 120 alumnos —desde preescolar hasta noveno grado— con discapacidades físico-motoras, pertenecientes a la región oriental de la isla. A fin de ser reconvertida en ese centro se ejecutó una inversión capital que devolvió al lugar donaires suntuosos. Pero no hay —nunca la ha habido— una placa de comisión de monumento alguna con la leyenda de que en ese sitio vivió y murió un prócer de la patria. Los santiagueros siguen en deuda con su quijote.
“La casa está en muy buen estado de conservación y tiene una sala de historia con fotografías y artículos de don Emilio Bacardí y Elvira Cape”, me comenta a la distancia de un mensaje digital el colega camarógrafo del Telecentro de Santiago Andrián Fernández. Si sus palabras son ciertas, entonces se ha hecho una mínima obra de justicia; y por demás, da una luz esperanzadora.
Un lustro después la entidad educativa, tercera de su tipo en el país, constituye un referente en el desarrollo y la inserción social de jóvenes con necesidades especiales. La antigua Villa Elvira es hoy un lugar lleno de vida y humanismo. Una obra que aprobaría el matrimonio Bacardí-Cape.
Por más tierra que se quiera echar o capas de pintura dadas a las paredes, hay huellas que jamás se desvanecen. La casa conserva su alma. Como si Bacardí no se hubiera ido nunca.