“A lo largo del muelle de Caballería, junto a las estaciones de lanchas que cubren la línea de Casablanca y Regla, ondulan a flor de agua unas curiosas embarcaciones, parecidas a las góndolas venecianas, aunque sin el prestigio estilizado de las mismas. Reciben el nombre de guadaños, váyase a saber por qué misteriosa afinidad con los instrumentos de labranza del mismo nombre. Humildes, cabeceantes en la superficie del agua portuaria, sin embargo, tienen historia. Una historia hecha de incidentes románticos, de amores atados y desatados a su vera. Quedan pocos: solo unos quince. Dentro de dos o tres años habrán desaparecido. Y con el último guadaño se irá una página más de la historia sentimental de La Habana Vieja, digerida por el ritmo de la vida moderna”.
Así, en un melancólico tono, el periódico Razón recogía en diciembre de 1954 los estertores de un medio de transporte que marcó época al interior de la bahía de La Habana durante el siglo XIX y primera mitad del XX. Para algunos fue el precursor de la actual lanchita de Regla, depositaria de remotas costumbres en una ciudad que nació y prosperó mirando al mar y manera favorita de muchos para viajar entre el Muelle de Luz, Casablanca y el Emboque de Regla.
No he podido hallar a ciencia cierta cuándo el guadaño dejó de surcar las aguas de la rada capitalina en su cotidiano vaivén. Si la premonición del texto periodístico resultó cierta, no rebasaría la década del 50; tal vez poco más, a juzgar por testimonios de personas mayores que aseguran haber disfrutado aquellos viajes singulares. Lo real es que ya para 1972, un artículo de la revista Mar y Pesca (número 87) habla en pasado de “nuestro desaparecido guadaño”.
Muchos años después, frente a la bahía de La Habana, donde el susurro del mar trae las memorias de antaño y sirve de viento en popa a la ilusión, el gaditano Nicolás Muñoz Basallote “ve” deslizarse el espectro de un guadaño, con sus velas ondeantes al viento y su remero marcando el compás de un tiempo que ya no existe; cree escuchar el bullicio de la rada con su trasiego de gentes, mercancías y multitud de embarcaciones, desde pequeños botes, lanchas medianas, hasta grandes vapores y trasatlánticos que desembarcan los aires de la modernidad en la antigua villa.
Nico para sus amigos, Nicolás Muñoz es un joven velero náutico de profesión y restaurador de embarcaciones tradicionales por vocación, además de arqueólogo, investigador y divulgador de la historia y del patrimonio marítimo de España; a lo que ha venido a sumar estudios sobre la historia naval de Cuba, en cuya capital ha establecido lazos afectivos.
El guadaño habanero
“El guadaño fue un símbolo de la vida marítima de La Habana, y merece ser recuperado como objeto de uso de interés patrimonial y turístico. Usadas durante siglos, y hoy en peligro de extinción en el mundo, las embarcaciones tradicionales sirven para enaltecer sentimientos de identidad nacional pues suelen ser únicas de cada comunidad”, valoró Muñoz al impartir recientemente una conferencia magistral sobre el tema en el Museo de Arqueología, institución afiliada a la Oficina del Historiador de la Ciudad.
En un particular con OnCuba especifica que: “atendiendo a las características técnicas, se trataba de un bote portuario de popa de espejo, sin cubierta, de pantoque redondo y proa recta o levemente lanzada. De cuatro a seis metros de eslora y un desplazamiento de media a dos toneladas. Con capacidad para entre 6, 8 y 14 pasajeros. Los más pequeños eran normalmente propulsados a remos y no contaban con timón en el codaste; los más grandes, a remos o a vela”.
“El tipo de vela que portaban era la denominada tarquina o de abanico, una vela aúrica que recibe el viento por sus dos caras, sostenida por una pértiga. Era ideal para ser maniobrada por una sola persona y como aparejo estaba arraigado en el gusto colectivo. Navegar a vela parece fácil, pero es complicado, pues hay que hacer cálculos, equilibrar el centro vélico; por eso es de suponer que los guadañeros llegaban a ser intrépidos y expertos marineros. Verlos navegar debió ser un espectáculo. Además, estos botes tenían como sello distintivo una carroza a popa”. Carroza se llamaba a una especie de techo semicircular “enrejado” que se cubría con un toldillo en el verano y los momentos de sol. Tampoco faltaba un simpático farolito para las noches.
Dicha tipología constructiva puede distinguirse en muchas fotografías y postales vintage del entorno de los muelles y la bahía en general, aunque en la mayoría de esas reproducciones no figuran identificados por su nombre, sino apodados “botes criollos”.
Los guadaños eran construidos a mano por carpinteros de ribera, y como típicas embarcaciones artesanales fueron empleados en funciones de cabotaje, pesca y recreación por personas de todas las clases sociales; sobre todo para trasladar pasajeros y mercancías a los barcos fondeados en medio de la bahía, desde los muelles de Casablanca, Regla, La Cabaña, el Morro. Es de suponer que de aquellos “boteros” se derivó el término aplicado en el glosario popular a los conductores de los llamados almendrones.
En cuanto al origen del vocablo guadaño no existe una absoluta certeza. “Si vamos a lo básico pudiéramos remontarnos a que guadaña procede de vadánea, especie de hoz con que se movía la barca para pasar el vado. De la misma raíz sale vadáneus, y de ahí guadaño. En Italia guadaño era lo que se cobraba por cruzar el vado”.
De acuerdo con el diccionario marítimo español de Timoteo O´Scanlan, publicado en Madrid en 1831, guadañero es el que conduce o maneja un guadaño o también su dueño, y precisa que guadaño es bote pequeño con carroza que se usa en el puerto de La Habana. Mientras, el diccionario naval argentino de Luis Cabral (1881) dice: bote pequeño con carroza que se usa en el tráfico en el puerto de La Habana. También nombre dado en Cádiz y otros puntos a los botes dados para transportar viajeros y cargas a tierra.
Así que tempranamente se fija que es una embarcación asociada a La Habana, y si bien el término circula por el ámbito marítimo hispanoamericano, siendo habitual en México, Argentina y Paraguay, es en el espacio habanero donde ese tipo de embarcación parece haber alcanzado mayor auge, según se infiere por el volumen de información en fuentes bibliográficas y hemerográficas correspondientes a ese período”, razona Nicolás Muñoz.
La referencia más antigua que he podido encontrar sobre el tema aparece en el libro Historia de Regla (1925), un incunable de la autoría de Francisco M. Duque que refiere: “el Gobierno dictó en 16 de mayo de 1816 una Real Orden estableciendo el derecho de un real fuerte diario por cada guadaño de los destinados al tráfico entre La Habana y Regla, y dos reales por cada bocoy de miel extraído de los almacenes de este pueblo”. El propósito de dichos impuestos era sufragar la Escuela de Náutica de Regla.
En tanto el viajero español José María de Andueza relata en su libro Isla de Cuba, pintoresca, histórica, literaria, mercantil e industrial: recuerdos, apuntes, impresiones de dos épocas (1841) que al arribar a La Habana en 1825, el barco “se encontró rodeado de un sinnúmero de guadaños, llenos unos de plátanos y piñas, de naranjas chinas y mameyes colorados, y los otros de jóvenes mercaderes y comerciantes, que toman siempre por asalto a todo buque que llega de Europa”.
Un mar de peripecias
Si uno se sumerge en el océano de información que constituye la prensa periódica de la época consigue reflotar cientos de noticias, algunas con ribetes asombrosos y hasta vigentes, que tuvieron al guadaño como centro de atención. En la sección “Noticias del Puerto”, el Diario de La Marina recogió frecuentes episodios de zozobras de guadaños y muertes, peleas entre los guadañeros por competencias de trabajo, contrabandos no declarados, robos de artículos a bordo, cobros de los viajes por encima de las tarifas.
A pesar de tenerse por medio de transporte bastante seguro atendiendo a los parámetros de la época, los guadaños se vieron enrolados en no pocos percances y desgracias, jugándose la vida a diario en un área marítima donde por su tamaño y tipología tenían todas las de perder al acercarse más de lo prudencial a barcos de gran porte. Lo ilustra, por ejemplo, que al entrar en puerto el vapor-correo Habana el 13 de diciembre de 1887 se llevó por delante a un guadaño que se le cruzó a proa, salvándose milagrosamente el tripulante y el pasajero, un agente de seguros. Otra nota reseña la manera en que el guadaño Nuevo Julián acabó destrozado por un vapor en marzo de 1891. O el día de marzo de 1924 en que el ferry Estrada Palma echó a pique a un guadaño con ocho soldados frente a La Punta.
Por la alta concentración de todo tipo de embarcaciones resulta claro que la dinámica portuaria llegó a ser caótica. El 8 de junio de 1897, “para evitar los repetidos accidentes”, “armonizar los intereses” y “para que no vuelvan a repetirse escenas inconvenientes ya frecuentes entre boteros y pasajeros”, la Comandancia Militar de Marina y Capitanía del Puerto publicó en el Diario de La Marina una suerte de bando sobre el uso de estos botes.
Entre las catorce medidas se establecía: todo guadaño debería tener única y exclusivamente por patrón a un mayor de 19 años y [estar] provisto de una licencia dada por Capitanía; el dueño que prestara su guadaño para que lo “boteara” alguien no registrado podía ser multado; solo podían circular de sol a sol y, si con previo autorizo lo hacían de noche, debían poner una luz sobre la carroza; la tablilla con los precios vigentes debía colocarse al interior de la carroza, de manera que pudieran verla los pasajeros; los guadaños dedicados a conducir personas no podían cargar más que sus equipajes de mano, siendo conducidos los bultos en bote aparte; asimismo se pormenorizaba las maneras de atracar en los muelles y hasta las formas que debían guardar si surgía una discusión a bordo. El infractor de cualquiera de esas reglas que resultara pillado incurría en multa de 2.50 pesos, la cual se duplicaba en caso de reincidencia.
Pero como la ley conlleva la trampa de violarla, no se hicieron esperar los tejemanejes alrededor de los guadaños. El 9 de marzo de 1909 el botero del guadaño Hermosa Valenciana se quejaba en la prensa de haber sido multado injustamente por un inspector del puerto. En septiembre de 1911 se daba a conocer la multa de dos hombres que tripulaban el Manolo sin documentos.
Al guadaño Águila Ligera lo atraparon en noviembre de 1899 tratando de introducir dos cajas de zapatos sin declarar en la aduana, lo mismo que para abril de 1910 capturarían en la escalera del vapor Olivette al patrón del guadaño El Pájaro, mientras cargaba en su bote diez cajas de ligas.
Otro sonado episodio de contrabando ocurrió el 24 de diciembre de 1924, cuando dos vecinos de Regla fueron sorprendidos en un guadaño traficando 82 cajas de cigarros americanos que le habían dado en el vapor Redbird a cambio de licores cubanos; la infracción les costó pasar esa Nochebuena en la cárcel.
Tener un guadaño podía ser —lo mismo que ahora tener un automóvil— un dolor de cabeza. En la madrugada del 9 de noviembre de 1894 a Antonio Pazos, residente en Casablanca, le robaron del muelle su guadaño Manuela, todo pintadito de azul con verduguillo blanco, dos remos —uno nuevo y otro usado—, dos empavesadas, un farol y una chaqueta de mahón. El fiscal a cargo casi publicó su foto en la prensa, pero por más que le exigió presentarse y amenazó con represalias a la persona que se hubiese llevado el susodicho bote, nada se supo del objeto del delito y el señor Pazos quedó en el desamparo.
La noche del 23 de junio de 1909 un hombre que alquiló el guadaño Manuel se arrojó al mar con el propósito de suicidarse, pero el intento fue frustrado por el botero que se lanzó de inmediato a su rescate.
También hubo aventuras como la del guadaño Anda Ligero, que la mañana del 13 de enero de 1913 pescó un tiburón de catorce pies frente al Morro; y otras acciones positivas, como las veces que los guadaños acudieron en auxilio de naufragios; y las anécdotas más románticas.
Del auge al declive
“No era sencillo comprar un guadaño. Una nota del Diario de la Marina menciona en 1924 el robo de un guadaño llamado Nuevo Pepe, apreciado en 150 pesos. Eso da la idea del costo de ese tipo de embarcación entonces, y según testimonio de José Castro, un veterano barquero y dueño de uno de los últimos guadaños, se entiende que no fue una actividad lucrativa”.
“En una entrevista que concedió en la década de 1950 para un reportaje periodístico, José Castro recordaba que tuvieron la máxima rentabilidad durante los años 20, cuando podían ganar siete u ocho pesos al día; fuera de esa temporada, con buena suerte, llegaron al par de pesos; a veces se iban sin nada. Es decir, era bastante difícil rearmar un bote a partir de tan pobres ganancias y sin capacidad de ahorro. El coste podía representar hasta seis meses del salario íntegro de un trabajador promedio a inicios del siglo XX”, ha caído en cuentas Nicolás.
En su edición del 16 de octubre de 1909, el propio órgano oficial del apostadero replicaba un artículo de El Mundo, el cual confirma: “A consecuencia del último ciclón, cerca de doscientos guadañeros se hallan impedidos de ganar el sustento de su familia, porque sus botes, o se han perdido totalmente o han sufrido averías de consideración. Esos infelices son, entre todos los trabajadores de nuestro puerto, los que más modesto fruto obtienen de su rudísimo trabajo: el día que no trabajan, falta el pan en sus hogares”. Y en tal sentido convocaba a socorrerlos con urgencia y aportarle recursos que les permitieran recuperar sus guadaños, pues en su mayoría se trataba de “gente encanecida, de manos callosas, rostros tostados y que no saben pedir limosnas”.
Se sabe que las cosas responden a las circunstancias que las rodean y a medida que fueron aumentando las modernas lanchas de motor, más rentables económicamente y con actualizadas prestaciones, los botes de remo y vela acabaron cada vez más relegados a labores subalternas. Su declive fue inminente.
Con el tiempo, los últimos guadaños fueron quedando para brindar paseos a parejas de enamorados y familias; en una suerte de góndola veneciana a la criolla. Cuentan que la noche era el mejor horario para dar viajes. La estampa de la bahía al anochecer era como un mar de cocuyos.
En la noche del olvido desapareció el guadaño habanero. Sin embargo, ahora ha vuelto a navegar en la memoria de un historiador español, quien con cada palabra de su conferencia magistral en el Museo de Arqueología de La Habana, ante consagrados especialistas y apasionados de la historia local, acaba de revivir las esencias y el legado de aquellas embarcaciones tradicionales. Y aún reclama voluntades para atreverse, ¿por qué no?, a reconstruir uno de aquellos extintos ejemplares. Con ese espíritu, quién sabe si algún día la leyenda del guadaño habanero deje de ser un eco nostálgico.
Magnífico artículo, enhorabuena!!!!
Muy bonita y pintoresca historia que desconocía totalmente.
Muy interesante. Pensar que La Habana fue de cierta manera una Venecia.
Bonita idea la de góndolas veneciadas en La Habana. Interesante historia.