Paseo y 25. Diez pisos. De 3 a 9 pm. Están sustituyendo los elevadores en La Habana. Le ha llegado el turno al edificio ubicado en esa dirección, en el Vedado, y René Carbonero es el ascensorista. Hay cambios en las tareas de René Carbonero. En primer lugar, en el sentido tecnológico. Un cajón americano que fue hijo del pasado refinamiento burgués es reemplazado por un ascensor ruso. No soviético, ruso.
Los cubanos nos hemos habituado a lo soviético. Duración ilimitada. Sin belleza. En cambio lo ruso llega con un tiempo de utilidad. Los capitalistas escribieron en los manuales de la industria que así debían manejarse ciertos embrollos relacionados con los picos de ventas y las competencias. Hay una competencia entre rusos y estadounidenses desde los tiempos del bloque comunista. Hoy se cubren con el mismo manto, comparten una cama, pero dicen oigan, estamos juntos, no revueltos, no nos confundan.
René Carbonero se encargaba –dentro de aquellos cajones americanos- de cerrar una puerta pesada y de echar a andar el dinosaurio de la neocolonia accionando una palanca, como en Los Picapiedras. Para un lado, subir. En sentido opuesto, bajar. En el medio, parar. Una vez que se aprendía era fácil. Los principiantes se enredaban. Sin embargo Carbonero dedicó 3 años al mecanismo y era de ayuda cuando contaban con su presencia. Sigue valiendo de auxilio. Dentro de poco se limitará a vigilar los nuevos elevadores, los rusos. A cuidar que los cuiden. Y a subir con los niños, acompañándolos: medidas de protección. O con los adultos que desconfían de la seguridad de los elevadores o que no entiendan su manejo o que estos les den algún temor. Siempre ha existido el miedo a los ascensores. Por supuesto queda la opción de la escalera, salvo si uno va al séptimo o al décimo piso y sabe que la escalera lo revienta al extremo de superar cualquier miedo. Y para ser honestos, el manejo es sencillo con los nuevos, marcar el botón, esperar…tal como explica el ascensorista.
El jueves después de las 5 pm no queda mucho que hacer con la instalación de las maravillas salvadoras rusas. A Carbonero cuesta entenderle lo que habla. Más que hablar atropella las palabras, y bajito. En 2005 sufrió un accidente y lo operaron (señala la parte posterior de su cabeza). Había sido ascensorista en otro edificio en la calle Línea. En el de Paseo y 25 se encarga de los cajones americanos desde hace alrededor de 3 años. Una mujer del quinto piso le hizo la oferta. Le pagan diez pesos cubanos por apartamento. Hay quien entrega más si lo desea. Son dos viviendas por cada nivel. Un cálculo simple descubre un salario de unos doscientos pesos. No es necesario que lo diga: aquí es un salario de sótano. Esto sí lo comprendo a la primera: a Carbonero le gusta su trabajo y no es un desprovisto del buen humor. Es un hombre mayor, vestido con ropas mayores, delgado, negro, a quien pretendí sacarle un chisme de vecinos, creyendo que los ascensoristas están al tanto de la vida y obra de los seres de un edificio. No conseguí nada. Aparentemente me he encontrado un ascensorista con rasgos de ética que me explica que los vecinos son con él igual que él con ellos, elegantes, o que simplemente no supo interpretar lo que le preguntaba. A unas cuantas preguntas, Carbonero da respuestas entre la incoherencia y la postura defensiva. Se protege a sí mismo y a los vecinos frente al extraño que vino a entrevistarlo con la idea de encontrarse con un libro de cuentos y en su lugar aparece un cofre cerrado. Lo había conocido bajo condiciones distintas, un día que fui de visita al edificio de Paseo y 25 y él manipulaba el cajón americano. En aquel entonces me dio un parte del estado técnico del elevador sin que le preguntara, porque solo consiguió transportar dos personas y yo subí en un segundo viaje. Me dijo: esto (el cajón) no aguanta más. Yo le dije que aquí hay mucho que no aguantaba más, y me reí, él no.
Fui a Paseo y 25 con ganas de descubrir una historia original pero no pasó. Hubiera tenido suficiente con detallar la mirada de Carbonero. La mirada como resumen. La que es fácil hallar en los cubanos. Es la de la resignación, la de la rutina. René Carbonero es una más de esas personas resignadas y rutinarias a quienes entusiasma la fruslería de cambiar un cajón neocolonial deteriorado por un ascensor ruso, no soviético.
Carbonero es uno de los miles que perdio la esperanza de todo, triste realidad.