Martí al borde de un retorno
Después de diez años de investigación, Froilán Escobar González descubrió a Martí a flor de labios, en el testimonio de siete ancianos que cuando eran niños lo vieron desembarcar en Playitas y encontrar la muerte en Dos Ríos.
A Martí uno acude en busca de pupilas. No importa el texto suyo que uno lea, político, de arte, una crónica, al instante lo sobrecoge la emoción que debe sentir aquel que recupera la vista después de muchos años. En las metáforas que desliza, metáforas cargadas de naturaleza, sentimos el universo de una manera diferente, como si esta fuera la verdadera, y con el tiempo nuestros ojos, nuestros sentidos todos, se hubieran acostumbrado a mostrarnos la experiencia de vivir de modo cada vez más opaco. Llegamos a creer entonces como Platón, que encerrados en nuestro cuerpo como estamos, solo percibimos el mundo de forma imperfecta, solo estamos capacitados para notar sus sombras, y nos queda apenas un tenue recuerdo de la luz.
La palabra escrita de José Martí da testimonio de un alma siempre al borde de rebasar los límites del cuerpo, de un espíritu que tensa los dolores físicos y logra sublimarse más allá del estómago y las miserias cotidianas. Sin embargo, criaturas de otro siglo al fin, pesa sobre nuestra admiración la duda ante ese Martí que respira y duerme y camina entre multitudes siendo uno más entre los tantos que poblaron su época. Cumplen su cometido, entonces, las biografías, los testimonios de aquellos que compartieron su almanaque para rasgar quizás un poco el velo que separa al mito, al escritor y líder, del hombre en hueso y carnes.
En busca de ese Martí precisamente salió Froilán Escobar González, del Martí que en 1973 aún pertenecía al patrimonio oral, a la riqueza intangible de los ancianos de aquel tiempo que, sin embargo, lo conocieron siendo niños. Con el Diario de Campaña del Apóstol en la mochila, repasó su itinerario desde el desembarco en Playitas hasta el tránsito a un nuevo estado de la vida (en el que Martí creía) por Dos Ríos. Encontró allí siete campesinos que pasaban los 90, y una vez, cuando rondaban los 10 años, compartieron un instante, apenas unas horas, con José Martí.
Desconfiado como todo buen investigador de las arenas movedizas de la memoria, Froilán Escobar recorrió otra vez los 375 kilómetros de la ruta. Y de esta forma, diez años después y tras varias conversaciones con aquel niño que fueron esos casi centenarios, se dio por satisfecho.
Cualquiera de las librerías del país (así me lo aseguraron y así lo vi en efecto) esconde hoy en algunos de sus estantes un ejemplar con esos testimonios, reunidos bajo el título de Martí a flor de labios. El libro tiende a perderse entre muchos otros debido a un diseño de portada que no le hace justicia. Si alguien lo hojea indeciso y se tropieza con los dibujos interiores, hechos por niños, pero mal elegidos, ubicados, y hasta repetidos, quizás nuevamente lo esconda entre los otros lomos. Se perdería, en cambio, las palabras que lo vuelven singular no solo por la historia que guardan del héroe sino porque ellas mismas se trenzan en un verdadero ejercicio de lenguaje.
Froilán Escobar quiso preservar la textura de la palabra hablada de aquellos hombres y mujeres nacidos en la colonia y privilegiados con el don de sumar años y experiencia. En esa región de montañas y monte, el idioma español evoluciona al margen, se ejercita consigo mismo y la naturaleza hasta tomar forma propia; y es para el que llega como esa botella que se descorcha después de mucho tiempo y satisface una sed diferente de beber.
Los ancianos del libro se sorprendían de la curiosidad con que el Apóstol anotaba sus frases al viento, como si ellos estuvieran en posición de instruirlo. Con la herencia de igual seducción ante la gramática hirsuta, Martí a flor de labios cruza la frontera del mero testimonio histórico o periodístico para convertirse en una obra literaria; y nos vamos alejando del hombre para acercarnos a una dimensión desconocida de su mito.
De abuelos a nietos fueron pasando las historias del Martí y el Gómez que estuvo allá entre ellos. Algunos guardaban muy de cerca la presencia de un árbol donde el presidente (así le decían) descansó; y cuando el dueño poderoso de aquellas tierras quiso talarlo se negaron; y cuando el dinero y la necesidad trajo leñadores de muy lejos que cumplieron la tarea, los de allí le celebraron entierro como si de un familiar se tratara.
Los siete niños ancianos que le hablan a Froilán Escobar, solo necesitan apartar un poco la niebla de los años para encontrarse la mirada de Martí. Una de esas niñas asegura que “Los ojos fijos de su mirar no se me quitaban de la mente, y que me hacían pensar, en mi cosa de muchacho, que cuando se levantaba, saltaba directamente de sus ojos al mundo, sin tener que ponerse los zapatos”.
Sobre su pequeñez, su blancura, la desproporción de su frente, y el acento enrarecido de cubano que traía el presidente consigo, ellos se quedan prendados de sus ojos como esos voladores nocturnos que vagan tras un sorbo de luz. ¿No lo hacemos todos cuando leemos uno de sus textos?
Imagen de portada: José Luis Fariñas
Lindo texto. Froilán Escobar