Aunque el nombre de Lino Dou (Santiago de Cuba, 1871―La Habana, 1939) sea hoy apenas mencionado en Cuba, su obra en favor de su patria y en defensa de la igualdad racial ostenta, sin dudas, un sitial destacado en el periodismo y la vida social, política y cultural de la Isla entre la década final del siglo XIX y las primeras cuatro de la centuria siguiente.
Duo ―o D’ou, que de ambas formas se ha escrito su apellido― fue hijo de un blanco, catalán por más señas, y una negra, por lo que su condición de mestizo marcaría toda su vida. El hecho de recibir una esmerada educación gracias al empeño de su padre, que percibió tempranamente la inteligencia y sensibilidad de su hijo, no le hizo tomar distancia de los problemas que aquejaban a su país, primero como colonia aún de España y luego como república, sino todo lo contrario: lo compulsó a abrazar la causa de la libertad y la justicia, y a poner todo su esfuerzo y su saber al servicio de sus convicciones.
Discípulo de Juan Gualberto Gómez, a quien conocería a inicios de la década de 1890 en La Habana ―adonde había ido a estudiar Derecho tras graduarse de Bachiller en Letras y Ciencia en Santiago de Cuba― y quien calaría profundo en su forma de pensar, organizó junto a este el Directorio Central de las Sociedades de Color, que buscaba impulsar el progreso intelectual de la población negra y mestiza y combatía la discriminación racial. Por esos años publicaría sus primeros textos periodísticos en La Igualdad, periódico fundado por Gómez en 1892 y que, como indica su nombre, promovía la igualdad entre todos los cubanos sin importar el color de su piel.
Al estallar la contienda independentista de 1895 no dudó en enrolarse en ella, en la que alcanzó los grados de Teniente Coronel y fue ayudante personal ―y hombre de confianza― del General José Maceo, a cuyas órdenes participó en importantes combates. A la caída de este, estuvo bajo el mando de Calixto García y de Demetrio Castillo Duany, de quien fue también ayudante y jefe de su Estado Mayor hasta el final de la guerra.
Tras el fin de las hostilidades con la intervención estadounidense y durante la república, se vinculó a la vida política ―llegó a ser Representante a la Cámara, en la que, se dice, se desempeñó con integridad y honradez―, fue funcionario público, y militó en organizaciones como la Sociedad Luz de Oriente y la Asociación Adelante, dedicadas a promover la superación e integración social de las personas negras y mestizas, valores que se mantuvo defendiendo hasta su muerte desde la tribuna y el periodismo.
En 1902, ocupó la jefatura de redacción de La República Cubana, publicación fundada y dirigida por su apreciado Juan Gualberto Gómez, junto a quien se vinculó a la revista Minerva, publicación quincenal continuadora de una anterior de igual nombre dedicada a la mujer negra. En esta, más enfocada en el desarrollo cultural de todas las personas eufemísticamente llamadas “de color”, fue uno de los redactores principales, al tiempo que colaboró con otras publicaciones de perfil semejante como las revistas Labor Nueva y Adelante.
Fue también colaborador de la sección “Ideales de raza” del Diario de la Marina, que dio voz a importantes figuras de la intelectualidad negra, y una vez cerrada esta abrió una página similar, nombrada “La Marcha de una raza”, en el periódico El Mundo, a la que logró atraer a muchos colaboradores de la otra sección, entre ellos el joven Nicolás Guillén. Precisamente con Guillén, de cuyo padre era amigo Dou, entablaría una relación entrañable, al punto de recomendarlo al Diario de la Marina y convertirse en su mentor.
De él diría el futuro autor de Motivos de son que era un hombre de mente ágil, con una “inteligencia fina e irónica, que lo hacía cautivador en el trato”. “Criollo universal, culto, masón y ñáñigo” ―según la caracterización del propio Guillén―, su escritura fue amena y a la vez enjundiosa y de aliento literario, y entre sus textos resaltan varios perfiles de héroes de la gesta independentista cubana como Guillermón Moncada, Lico Bergues, Agustín Cebreco y Periquito Pérez, cuyas cualidades y grandezas supo plasmar en sus retratos.
Como ejemplo de su quehacer les propongo entonces una de sus colaboraciones para la sección “Ideales de una raza”, dedicada a Juan Gualberto Gómez y publicada en el Diario de la Marina, el 5 de mayo de 1929, días antes de que a su querido maestro le fuera entregada la gran cruz de Carlos Manuel de Céspedes, la más importante condecoración que otorgaba por entonces el gobierno de Cuba. En ella resalta con justicia la labor incansable y valiosa de Juan Gualberto, y no teme, con acierto y humildad, apelar a las palabras certeras que sobre él escribiese José Martí para ponderar una causa en la que se reconoce. La causa de los suyos ―los discriminados, los oprimidos― que es también la causa de Cuba.
***
Juan Gualberto Gómez
Hay hombres que parecen una predestinación; y los «propios» duplicados o los de «día onomástico» doble, se han señalado en Cuba como de una significación especial: José Antonio Saco—, Tranquilino Sandalio de Noda—, Francisco Vicente Aguilera—, Carlos Manuel de Céspedes—, Enrique José Varona—, Juan Bruno Zayas—, Rafael María de Labra—, Juan Gualberto Gómez. Por cierto que durante mucho tiempo en la Guerra Grande, Maceo se firmaba José Antonio. No sé a qué atribuir este hecho, porque en su fe de bautismo solamente aparece Antonio. Su hermano, el heroico General José, me preguntaba un día —con su natural ingenuidad: «Dime, Cuatro ojos —así me llamaba siempre—, ¿quién de nosotros crees tú que haya sido el más guapo?» «Antonio», contesté. «No —me dijo—, Miguel. Antonio es guapo, porque se llama José Antonio».
Hace cincuenta años que el nombre de Juan Gualberto Gómez es arpa eólica, de amables sonoridades, en los oídos cubanos: sintió los dolores de la Patria y protestó de su esclavitud con la voz serena del convencido; musitó sus amarguras y cantó alegre y confiado, la alborada de la libertad. Pero su tarea era —como su nombre— doble: sus hermanos los negros yacían postrados en ergástula y él puso a contribución en la memorable Junta Abolicionista, todo el poder ingente de su pluma y el vigor potísimo de su corazón.
Conseguida la libertad de los negros antes que la de la Patria, Juan Gualberto creyó su primer deber el de interesar al negro en la conspiración que debía preceder a la lucha por la independencia. Y ahí fueron sus campañas más grandes: «La Fraternidad», conocida por (chiquita), por lo diminuto de sus dimensiones, La Fraternidad (grande), cuyo programa fue un acabado modelo de derecho político para la consecución de una República democrática, y «La Igualdad», en donde desarrolló su vasto plan de reivindicación de su raza y de independencia de su Patria, que culminó en la obra acabada del «Directorio Central de las Sociedades de Color». Le cupo una suerte excepcional, la de haber logrado —por conducto de aquel otro grande de Cuba que se llamó Rafael M. de Labra— que el Tribunal Supremo Español declarara en 25 de noviembre de 1891 que era lícita la propaganda por la separación de Cuba de su Metrópoli, mientras no se provocara a la rebelión. El general español Don Camilo Polavieja, al mando entonces de la Colonia, comenta con esta frase el hecho: «El día en que se firmó tal sentencia abandonamos los medios de sostener nuestra soberanía en la Isla de Cuba».
El próximo día diez de mayo, en el Teatro Nacional, será colocada por el General Machado, en el noble pecho del gran mulato cubano la más preciada de nuestras condecoraciones: la gran cruz de Carlos Manuel de Céspedes. Hace ya muchos años que el Apóstol lo había adornado con otra de un valor ingente: la de su confianza y su afecto. El Comité que organiza el homenaje nacional a Juan Gualberto, dio el encargo a distinguidos escritores que se han adherido al acto justiciero y patriótico, de que publicaran sendos artículos que digan al pueblo de Cuba quién es el prócer que se alzó en Ibarra el 24 de febrero de 1895. Ellos han cumplido gustosos el amable encargo, pero nosotros queremos rendir a Juan Gualberto Gómez —nuestro amado Maestro— el tributo de un enternecedor recuerdo: algunos de los párrafos del Iluminado, cuando Juan Gualberto fue socio de la «Sociedad Económica de Amigos del País». Así escribió Martí:
Grande ha sido nuestro júbilo al saber que un cubano de antigua casa, el meritorio Gabriel Millet, y Raimundo Cabrera, puesto en alto por la fuerza de sus obras, acaban de llevar al hermano mulato, al noble Juan Gualberto Gómez, a la casa ilustre donde han tenido asiento los hijos más sagaces y útiles de Cuba.
Singular es el valor del nuevo socio de la Económica. Él sabe amar y perdonar, en una sociedad donde es muy necesario el perdón. Él quiere a Cuba con aquel amor de vida y muerte y aquella chispa heroica con que la ha de amar en estos días de prueba quien la ame de veras. Él tiene el tesón del periodista, la energía del organizador y la visión distante del hombre de Estado. Pero nuestro júbilo no es tanto por la justicia que se tributa a un cubano distinguido, como por la preocupación que se deriva con motivo de su noble persona por el acomodo de las relaciones de las razas de Cuba a la justicia natural, que estallaría si no se le abriese campo oportuno, y porque este reconocimiento cordial del mérito del cubano negro es anuncio feliz de que los hombres equivocados de Cuba, al sentir muy pesada ya la opresión sobre sus cabezas, entienden y aman mejor a los cubanos oprimidos y con cuya ayuda van a levantar la patria…
Sursum corda…!