El velódromo del Parque de los Príncipes tiene esta mañana frente a frente a dos de los más conspicuos adversarios que han pisado esa arena, habitual escenario de casi todos los duelos en París. Acero en mano y resueltos a matarse, Max Régis y Esteban Laberdesque han llegado, al fin, a vías de hecho después de una violenta y añeja rencilla.
Olfateando sangre en el ambiente, la prensa efectista aprovecha para escandalizar y vender. “Un duelo sensacional” resalta en la feria de titulares grandilocuentes. A ver en primera fila el espectáculo de coliseo asisten 60 parroquianos, una banda de fotógrafos con sus pesados artefactos y, lo más llamativo, unos 30 agentes de policía que en vez de impedir el evento custodian los exteriores y hasta fiscalizan las entradas. Es el 7 de junio de 1901.
¡Allez, messieurs!, empieza el combate. Al duro y sin guantelete, plastrón ni careta; a espada franca, sin botón en la punta. Régis, furibundo agitador antisemita y ex alcalde “todopoderoso” de la capital de Argelia, se muestra particularmente agresivo, injurioso y atolondrado, lo que lo hace desatender la defensa y perder terreno a cada rato; mientras Laberdesque, un cubano nacionalizado hace años francés, se desenvuelve con seguridad y habilidad sorprendentes, como si hallara placer, por no decir oficio, en jugar con el contrario. Embiste con acrobacia y temeridad consumadas. En más de una ocasión tiene posibilidad de dar la estocada mortal, pero perdona. Después de 18 asaltos —de tres minutos cada uno— sin resultado, se pospone la satisfacción hasta el otro día.
Retomado el desafío a la mañana siguiente, con los mismos protagonistas, decoración y concurrencia, Laberdesque encara distinto a la víspera. Ágil y con flexibilidad felina, en tres segundos traza en el aire dos molinetes y: “¡Está Usted tocado”!, indica sonriente y envanecido al rival. El comisario interviene; al ver un hilito rojo reclama la entrada de los médicos y padrinos del herido. No es más que una sangría sin importancia en el antebrazo derecho, pero deciden cerrar el duelo en el primer asalto, a pesar de la rabiosa protesta de Max Régis.
Régis, enloquecido, comienza a gritar ofensas, lanzar puñetazos y, en actitud poco caballeresca, procura zafarse de sus partidarios en ademán de ir a clavarle públicamente el puñal de su odio a un Laberdesque impávido. “Te continúo considerando un asesino –le espeta a distancia, aludiendo a que este le había dado un balazo durante una riña previa en un café de Argel–. No ha terminado aún la cuestión de honor”. Y ciertamente no quedó ahí, pues de los insultos proferidos ante la multitud es inevitable suponer que volvieron a enviarse padrinos para concertar una nueva restauración de la hombría enlodada.
Una moda singular
Esta costumbre de batirse entre caballeros se puso de moda en el siglo XV y duró hasta entrado el XX. En algunos países el duelo fue social y legítimamente consentido, a pesar de ser un método de justicia individual que, en consecuencia, escupía los preceptos de la ley.
La épica en el llamado campo del honor dependía de la naturaleza del ultraje, la destreza y excitación de los competidores, la maña diplomática de los padrinos al pactar las condiciones y hasta una dosis de suerte. El riesgo de perecer en el lance fue consustancial a la cultura masculina, y, aun cuando la muerte no fuera la amenaza directa, siempre pesaba la secuela de recibir una lesión grave.
También revoloteaba sobre los duelistas el espantajo de la execración, pues la Iglesia condenaba esa práctica y negaba la sagrada sepultura a los muertos sin confesión. Al final, cada uno, en el afán de vivir, era cómplice potencial del crimen del otro. Canon de época y de clase.
Particularmente, la enemistad entre Régis y Laberdesque cobró tintes mediáticos incluso más allá de las fronteras francesas. Varios periódicos en España, Argentina y Cuba se hicieron eco del puñado de choques que sostendrían durante años, en los que siempre salió airoso el campeón cubano. Se despreciaban irreconciliablemente. En su edición del día 16 de junio de 1901, El Adelanto, diario político de Salamanca, resumía en tono chancero la hostil relación:
El asunto Laberdesque / con el monterilla Max,
por lo que la prensa dice / no se acaba de acabar.
Telegramas y noticias, / interviewes y demás,
casi todos los diarios, / lo mismo de esta ciudad
que los grandes rotativos / nos dan cuenta detallá
de las cosas que les pasan / a ese par que es buen par.
“Laberdesque tira bien, / Laberdesque tira mal,
Laberdesque se batió, / Laberdesque va a retar,
Laberdesque por aquí, / Laberdesque por acá”,
la verdá es que es una lata / Laberdesque regular.
Vida de aventuras
En Santiago de Cuba vio la luz hacia 1875 Esteban Laberdesque, hijo del francés Román Laberdesque Supervielle, y de Caridad Florez, natural de Guantánamo y emparentada con el gran poeta colombiano Julio Florez. Fue su padre fundador de la Botica del Carmen, primera farmacia de renombre en la ciudad y, como era tradición, anheló que el hijo siguiera sus pasos. Lo envió a cursar la enseñanza primaria en Francia, de vuelta a Santiago para el bachillerato y luego a estudiar Farmacia en La Habana.
Pero el chico, que tenía más espíritu de aventura que vena de metódico y servil boticario, abandonó los libros cautivado por los vicios y esplendores bohemios de la capital; se afilió al ñañiguismo, frecuentaba los clubes de esgrima y equitación, y a menudo se enredaba en peleas callejeras para defender a otros. Personificaba el típico “guapo”. Amigo de sus amigos, valiente y generoso, era de todos y de nadie. A manera de castigo, pensando que así lograría alejarlo del túnel de la perdición, el padre le retiró la asistencia económica.
Sin embargo, ante las privaciones y ya declarado en rebeldía, el muchacho cayó en el tedio y la añoranza. ¡Ah, tanta sirena de barco partiendo de La Habana!… Decidió subirse de polizón en un vapor a Costa Rica. Allá lo encontró planchando en un tren de lavado su coterráneo y amigo de la familia Antonio Maceo, quien le brindó auxilio hasta que la providencia le regaló su sonrisa. Una viuda cuyo hijo de similar edad y temperamento había fallecido, queriendo ver redivivo en el joven Laberdesque al retoño ausente, lo adoptó y lo colmó de atenciones.
Quiso colaborar con los preparativos de la guerra en Cuba conduciendo un alijo de armas que terminó descubierto por las autoridades españolas y casi le costó la vida, se libró del paredón por la mediación de un pariente. Su padre no lo pensó dos veces, y como precaución lo fletó a pasar el servicio militar en la tierra de sus orígenes, donde Esteban, de estirpe guerrera, resolvió alistarse en la legión “inventada” por el ricacho y excéntrico Monsieur Jacques Lebaudy, auto destinado a fundar un imperio en el Sahara. Al destacar como lugarteniente en el campo de batalla, el nombre del cubano voló en las alas de la gloria.
Tal fue su fama que en sus días de corresponsal de La Nación, Rubén Darío le dedicó elogios: “Y mientras [Lebaudy] crea sus futuros ejércitos, nombra generalísimo de ellos al nunca bien ponderado Esteban Laberdesque, aquel gallardo y bravo corredor de mundos y duelista incomparable, vencedor de Max Régis y cuya peregrina historia pregonó Le Figaro […] Yo aplaudo al mosquetero por juntarse al emperador, y al emperador por elegir al mosquetero […] Porque no se crea que Laberdesque es un personaje ridículo y de comedia. ¡No es loco ni tonto!”, suscribía el príncipe de las letras castellanas en su “Articles de París. Santiago I del Sahara y su generalísimo”, en el diario argentino el 12 de noviembre de 1903.
Por cierto, al saber Laberdesque que Lebaudy había rehusado la nacionalidad francesa para solicitar la estadounidense, presentó su renuncia al emperador y a sus soldados. “Como soy francés y nací en Cuba, no puedo continuar al servicio de Vuestra Majestad”, asumió resuelto sin que nadie le exigiera rendir cuentas por el acto casi rayando en traición al titulado monarca.
Al concluir su affaire por el feroz desierto de África retornó al país galo. Entonces llamó la atención de Georges Clemenceau, entonces presidente del Consejo de Ministros (1906-1909), quien admirado por su valor e inteligencia lo hizo su secretario particular. Presentó su candidatura para diputado a las Cortes, aunque sin éxito. Fundó en 1900 el periódico La revanche du peuple, en cuyas páginas empuñó la pluma con igual arte que la espada.
En París lo conocían como un dandy de los bulevares. Vestía impecablemente, con sombrero de bombín y bastón; a veces adornaba con violetas el ojal del chaqué. Estaba casi siempre de buen humor, tenía piel aindiada, entidad atlética y llevaba una melena de rizos que le otorgaba cierto donaire de músico, pintor o poeta. Muchos hombres lo admiraban y buscaban granjearse su afecto y protección; otros, temiendo que solo de mirarlo a los ojos provocarían su reto, lo hacían de soslayo. Congeniaban en su perfil lo autoritario y lo simpático, lo flemático y lo fogoso. Iba con el mismo regocijo al teatro que a un duelo. Las damas en flor lo idolatraban, y él se dejaba querer.
Más de 20 años después, en octubre de 1912, con su esposa Madeleine Leblanc de brazos volvió a pisar su tierra natal, donde pasó una grata temporada colmado de atenciones y la admiración de los cubanos.
A pluma y acero
En esa compulsión humana de establecer paralelismos con los héroes, muchos contemporáneos vieron en Laberdesque la reencarnación de aquel joven gascón de familia noble venida a menos que un día llega a París para cumplir su sueño de convertirse en mosquetero y, junto a tres proverbiales camaradas: Athos, Porthos y Aramis, se juega la vida por descubrir al impío cardenal Richelieu y salvar a la reina. Inspirada en hechos reales, aunque con ciertos anacronismos, Los tres mosqueteros es una de las novelas más conocidas y fascinantes de la literatura mundial.
Parecido al aventurero D’Artagnan, Laberdeque se vio involucrado en todo tipo de peripecias dramáticas, romances fortuitos, lances violentos e intrigas políticas.
“Laberdesque ha sido uno de los más extraordinarios personajes de esta comedia parisiense, en la que ciertas escenas parecían, gracias a él, sacadas de una novela de capa y espada de Alejandro Dumas. Tenía el aspecto de un D’Artagnan y fue el ídolo de París porque era bueno y lo demostró más de una vez no abusando de la superioridad de sus armas”, así valoró el escritor y cronista francés Jules Huret, en un texto necrológico en Le Matin.
“Era un tipo original, digno de la pluma de Alejandro Dumas”, coincidió —en un artículo publicado el 6 de julio de 1914 en El Imparcial, de Madrid— Emilio Bobadilla, el polémico y mordaz Fray Candil, quien ganó su amistad. “Confundía sus sueños con la realidad. Sostenía tranquilamente que había tenido sesenta duelos, cuando solo tuvo ocho o diez, a lo sumo. También afirmaba que cuando estuvo en el ejército se echaba su caballo al hombro como si fuese una escopeta. Y estas patrañas las creyó todo París y aún las repiten los periódicos. ¡Cómo se reía Laberdesque a solas conmigo de la credulidad parisiense!”, apuntó en su evocación el periodista cardenense, otro esgrimista, de la palabra, no menos memorable.
Luces y sombras se cernían sobre su camino. La fama como tirador le precedía. Y si bien en la acción su garbo era admirable y su técnica notablemente refinada, al poner en solfa a tantos contrincantes pasó a la categoría de “terror” y “abusador”. Pero lejos de ser el tipo tartarinesco o el criminal despiadado que algunos querían sembrar en el imaginario, Esteban era noble y compasivo; recurría a la violencia si no resultaba la labia. “Soy más bueno que el pan”, decía sobre sí mismo, como lobo en piel de oveja.
Una anécdota revela su fondo “conciliador”, casi sentimental. Hallábase ya en guardia para iniciar intercambio de hojas con Henry de Bruchard, director de La Presse, cuando le expresó: “Comprendo que nuestra disputa ha sido una bêtise, y te ruego que perdones mi acto de mal humor”. Pero lo que Laberdesque llamaba a esa hora de “tontería” había sido nada más y nada menos que una soberana bofetada a Bruchard, como colofón de una plática sin entendimiento. Este, el retador, le dio las espaldas desdeñosamente y se oyó la sacramental voz de a combatir. Ganó Laberdesque, tras pincharlo como a un globo.
Durante una entrevista-almuerzo con el periodista Enrique Gómez Carrillo —publicada en El Liberal, de Madrid, el 2 de julio de 1901—, él mismo explicó su infalible método mientras simulaba con un tenedor: “Cojo la espada por la empuñadura, lo que me permite ganar unos diez centímetros. Luego, no paro nunca haciendo contras, sino oposiciones directas. Mi adversario dégagé, pasando de cuarta a sexta. Que pase. Yo siempre en línea. Y después de parar, respondo con golpes directos. Por último, no rompo nunca. Pues vea, de todas las veces que me he batido, solo una me hirieron seriamente, atravesándome de parte a parte por la ingle, allá en Cuba. Pero yo era muy muchacho. Ahora estoy seguro de darle un espadazo a cualquiera de los antisemitas del mundo”. Fue un apasionado defensor de los judíos.
“Yo no soy un hombre de armas —comentó hidalgamente a su amigo y colega Luis Bonafoux—, porque soy mucho más que eso: un hombre de pensamiento”. Mientras a Fray Candil le espetó sin que le temblara un músculo de la cara: “Cuando yo sea presidente de la República…”
Las ideas exuberantes y fantasías parecían no tener paz en su cabeza. Por eso a algunos no extrañó conocer que el 16 de mayo de 1914, en vez de caer atravesado por la hoja de un sable o sacudido por una congestión muscular, enfermo de “duelitis”, Laberdesque había muerto de hemorragia cerebral. Tenía 39 años. Hasta en su lance postrero consiguió salirse con la suya.
Otras fuentes consultadas:
– De ñáñígo en La Habana a diputado en Francia, por Carlos Forment, Bohemia 20 de marzo de 1938.
– Crónicas de Santiago de Cuba. Era republicana (Tomo I), Carlos Forment.
– Próceres de Santiago de Cuba, Felipe Martínez Arango.
– Biografías de personajes olvidados, Ramón Martínez.
Excelente, Igor
Me encantó.
Va un abrazo.
Muy interesante.