Una promesa es una promesa. Hace un montón de años, una dama rica buscaba remedio a la enfermedad de su hijo en San Miguel de los Baños. Si se curaba, juró poner un Cristo en el sitio más alto. A 316 metros sobre el nivel del mar, ella mandó a construir una pequeña ermita que cobijaría la imagen de un Cristo crucificado, tallado en madera, a tamaño natural. Muchos años después, el gesto de la madre agradecida serviría a miles de peregrinos buscadores de milagros y pagadores de promesas.
Allí estaba ella, otra madre, con otra promesa que pagar, dispuesta a cumplirle, una vez más, al Cristo milagroso de Jacán. 444 escalones hasta la cima y 76 años en las rodillas. Su hija, una amiga, dos perros y mi familia aventurera la acompañamos en su viacrucis. Mientras subíamos, Maricusa iba contando las veces que el Cristo le había regalado el milagro.
La primera promesa en la vida de Maricusa no la hizo ella. Fue su madre, cuando se le murió un bebé en la Maternidad. Prometió no parir más nunca en un hospital. Por eso Maricusa nació en su casa y salió como bala por tronera cuando Adelfa, la comadrona, la agarró por la cabeza. Su madre dio a luz con 45 años y le puso María Adelfa, en agradecimiento a la partera que le había llevado su tía Rosa. Ella nació sana y cabecidura, siendo su nacimiento la primera promesa cumplida y el primer milagro de su vida. Hoy sigue teniendo la cabeza dura, vive en la misma casa y los vaivenes de la salud le permiten seguir haciendo promesas.
El pueblo sube la loma en peregrinación en las fechas religiosas. Para la ocasión se chapea el camino y se acondiciona la ermita. El resto del año suben pagadores de promesas como Maricusa y gente que viene de otros lugares a curiosear, como nosotros.
En verano hay mucha yerba alta, casi no se ven las escaleras. La loma cogió candela hace un tiempo y el incendio acabó con el bosque de pinos que daban sombra a los peregrinos. Hay moriviví y también hay guao. Hojas brillantes y peligrosas que se esconden entre los arbustos inofensivos.
El camino es difícil para una anciana. Sin embargo, Maricusa está fuera de serie. Cuando niña dejaba las muñecas y se iba a montar caballo, prefería la bicicleta y los patines a las casitas. Criaba ratones y tenía un pato que se llamaba Perico y la seguía a todas partes. Su papá tenía delirio con ella y, como su hermana era la delicadita, a ella le tocó ser la marimacha consentida, hasta que la metieron cuatro años en una escuela de monjas y se le aplacó un poquito la guapería.
En cada descanso, para tomar agua y sentarse, Maricusa nos contaba de promesas y milagros. Desde la escalinata puede verse el camino que conduce al terreno del antiguo ingenio Diana. Entre Maricusa y Liz Maray nos contaron sobre la fiebre del oro en San Miguel y la leyenda de la Vajilla de Diana. Dicen que cuando el Lazo de la Invasión a Occidente, algunos dueños de ingenios escondieron sus tesoros para que los mambises no los encontraran, entre ellos, una vajilla de oro puro. Y todo el pueblo sabe que por esa zona está el oro enterrado. La suya fue una de las muchas familias que se consiguieron un detector de metales. Día tras día fueron hasta allá a pasar el aparatico sobre la tierra y esperar el milagro del hallazgo. Hasta una retroexcavadora se buscaron una vez y nada. A los muchachos aquello les parecía divertido, una aventura verdadera. Pero, para los adultos, era una empresa real, el oro estaba allí, en algún sitio. Realmente dicen que el pueblo entero está lleno de botijas escondidas no solo del tiempo de los mambises, sino del tiempo de los millonarios que vivían allí sus vacaciones y cuando llegó la Revolución escondieron sus riquezas para volver por ellas en unos meses. Como la cosa no se cayó como esperaban, ahí quedan las paredes llenas de oro y plata.
La gente que cree en las promesas, como Maricusa y muchos en San Miguel, siempre le ven el lado bueno a las adversidades. “El que encuentra un tesoro de esos tiene que pagar con una vida, se dice que con el más chiquito de la familia”. En este caso el milagro, según la gente del pueblo, es no haberse tropezado con una botija de las que andan por cualquier lado.
“Primero Dios y después mis hijos”. Maricusa está convencida de su fe, porque tiene pruebas. Pruebas grandes. Recuerda, mientras sube la loma, que esposo se fue para Angola en el momento más duro de la guerra. Y cuando su hijo cumplió los 17 años le dijo que también se iba. A ella por poco le da algo. Para colmo, su hija le dijo que se iba para la Unión Soviética a estudiar. Los hermanos se carteaban y ella era la intermediaria aquí en Cuba. Maricusa no recuerda por qué las cartas de la URSS no llegaban a Angola directamente. Ella supone que haya sido por la guerra. El caso es que fue puente entre sus hijos. El enlace perfecto en lo espiritual y en lo material.
Los extrañó y los lloró cada día, pero otra vez el Cristo de Jacán iba a responder con una sonrisa protectora a sus plegarias. Su esposo y sus hijos viraron sanos y salvos. Hoy los tres están a su lado, comparten la mesa y las conversaciones familiares que giran en torno al pasado, el presente y el futuro. Siempre en San Miguel de los Baños.
Me contó sobre la mayor humillación de su vida, la mayor vergüenza y al mismo tiempo, el punto de giro en su historia. Cuando sus dos hijos regresaban, por fin, a la patria, de Angola y de la URSS ella quiso hacer una comidita para toda la familia y compró unas cuantas libras de arroz “por la izquierda”. A la bodeguera le hicieron una inspección y a ella la acusaron por receptación, la expulsaron del Partido, la sancionaron en el trabajo y se le vino abajo el único mundo en el que había vivido.
Había sido la subdirectora del Palacio de Pioneros en San Miguel y se vio de pronto, sentada en su casa con la moral herida, sin comida para sus hijos y sin una perspectiva clara de futuro.
“Toqué muchas puertas que no se abrieron, no siempre la vida fue de gloria.” Ella dice que fue el Cristo de Jacán el que puso la artesanía en su camino. Varias personas la ayudaron a hacerse una artesana. Trabajó día y noche. Con más de 50 años aprendió a trabajar la semilla. Le dijeron que si trabajaba mucho podría comprase casa y carro y viajar el mundo. Pero ella solo pensaba en comprar comida, sábanas y fundas para la casita donde nació. Desde ese momento se abrió para ella un nuevo camino que la llevaría, con sus artesanías, a medio mundo.
Casi llegando a la cima me hizo la historia de cómo su hija le dio el nieto más hermoso del mundo. Un día llegó Liz Maray y le dijo: “Mamá, estoy embarazada. Lo malo es que tengo un fibroma y es muy difícil que se me dé la barriga.” Los médicos decían que era muy poco probable que pudiera parir, que tenía que hacer reposo absoluto, que si sucedía, era un milagro. Maricusa en ese momento ya estaba poderosa, porque le iba bien en la artesanía y le dijo a su hija que la mantendría económicamente en todo el embarazo. Maricusa era guapa desde chiquitica, el que no le convenía a ella no podía pasar por la calle de su casa, porque se lo comía a pedradas. Entonces le dijo al médico: “Fíjese lo que le voy a decir, usted no sabe nada de lo que está hablando. Ese embarazo se va a gozar y ese niño va a nacer.” Y así fue. David nació el 24 de diciembre de 2000, a final de siglo y el día de la espera del nacimiento de Jesús. Después del milagro, Maricusa enseñó a su hija a hacer artesanía, para que trabajara en la casa y pudiera ciudar mejor a su niño. Hoy su nieto es ingeniero y ella y su hija recorren el mundo juntas vendiendo sus artesanías.
Desde la punta de la loma se ve todo el pueblo. Cuando Maricusa llegó arriba, con las manos manchadas de negro por el palo que llevaba para apoyarse, levantó los ojos y miró hacia lo lejos como quien ve un reino poderoso y mágico. “Todo esto me pertenece” dijo y entró a la pequeña ermita. Se arrodilló frente al Cristo de madera. Le puso unas flores silvestres que recogió por el camino. Le encendió una vela. Le dijo algo en secreto y lloró. Tres meses antes se encontraba entre la vida y la muerte, en terapia intensiva. Lo que parecía un infarto terminó siendo una pericarditis complicada con una hernia en la columna que la obligó a estar semanas en cama, con dolores intensos y sin poder moverse. Pero ese Cristo es milagroso, nadie como ella lo sabe. Estaba frente a él, con sus 76 años y su agradecimiento por un nuevo milagro.
Londres, Suiza, Turquía, España, Portugal, Escocia, Grecia, Italia, Venecia, Francia, Barbados, San Vicente y Las Granadinas, Martinica, República Dominicana, Canadá, México, Colombia y sigue la lista. Ella nunca pensó vivir lo que ha vivido, pero siempre confió en Dios y en sus manos creadoras, en su esfuerzo y en su familia. Ha podido quedarse en muchos lugares, pero vuelve a la casa donde nació. “¿Quedarme en algún lado de esos? No hombre, no, que va. ¡Es aquí, en San Miguel!”
Cuando llegaron arriba Liz Maray nos pidió hacerles una foto mirándose. Dice que tienen muchas fotos como esa en diferentes lugares del mundo. Nos explicó el significado de la mirada cómplice entre ellas, repetida en todas las fotografías a lo largo de los años. “No pensábamos que íbamos a llegar tan lejos, pero aquí estamos”.
Inspiradora historia y fe de Maricusa, convirtió una adversidad en nuevas oportunidades