Se llamaba Alma aquella niña que los venció jugando fútbol. Él tenía 7 años y sus amigos más o menos la misma edad, a la que algunos adultos denominan “la edad de la peseta”. No recuerda si era un sábado o un domingo, pero sí tiene bien claro que fue la primera vez que corrió detrás de una pelota en el Martí. Ese día se le quedó grabado en la mente. No por las gradas en forma de concha, ni por el césped perfecto, ni siquiera por la cercanía del mar. Lo que se le quedó prendido en la memoria fueron los tres goles de aquella niña.
Después de ese día volvería cada fin de semana con su padre. Allí hizo amigos que venían de todas partes para jugar fútbol. Algunos llegaban de Playa y otros venían del otro lado del túnel. A veces eran los padres los que jugaban fútbol y los niños aprovechaban para explorar todo el parque. Se iban hasta las piscinas y hacían apuestas de camino para intentar adivinar si tendrían agua. Se metían en los tabloncillos bajo techo y miraban el entrenamiento de los voleibolistas. Corrían hasta lo último de las gradas y bajaban a toda velocidad; el último era la peste.
El Parque Deportivo José Martí fue construido en 1940. El arquitecto cubano Octavio Buigas lo remodeló y lo terminó en 1960. Era uno de los lugares preferidos por los capitalinos para practicar deportes. Los visitantes podían disfrutar del gimnasio, dos piscinas y un tanque de clavados. Había un parque infantil y áreas para jugar cancha, baloncesto y balonmano.
Además, en el interior se concibió un tabloncillo para baloncesto y voleibol con gradas para más de mil espectadores. El complejo deportivo brindaba opciones para públicos aficionados, deportistas y clubes de barrio que iban a jugar fútbol. Quizá estos últimos fueron los más fieles amantes del Martí y de sus hermosas bóvedas de cascarón. En momentos en que las estructuras se encontraban más deterioradas, ellos seguían visitando el coloso de El Vedado. El Parque Martí, hoy a medio camino entre destrucción y reparación, ha formado parte de la vida de mucha gente. Algunos han crecido viendo cómo el mar corroe sus paredes, viendo cómo se cae a pedazos el sitio más seguro de su infancia.
Hasta la adolescencia sus padres estuvieron diciéndole que si se portaba bien lo iban a llevar a jugar fútbol al Martí. Su presencia cada fin de semana en el estadio era señal de una conducta intachable. La verdad es que de vez en cuando hacía sus maldades, pero ese lugar marcaba la culminación de una semana y el inicio de la próxima.
Fue creciendo, conociendo gente distinta y desarrollando sus habilidades como delantero. Mientras tanto, las cabillas iban abriéndose espacio entre los bloques y se inhabilitaban poco a poco los espacios bajo techo. Pero seguía siendo su lugar favorito.
Allí se enamoró de una profesora de kárate que entrenaba niños y estuvo a punto de cambiar balón por kimono. Pero, como todo amor de verano adolescente, aquel fue pasajero. Allí su mejor amigo se partió un brazo, jugando a verdad o reto. Lo retaron a tirarse en una de las piscinas sin agua y el muy arrestado se lanzó. Allí fumó mariguana con sus socios, en lo más alto de las gradas. Allí escuchó las canciones de La Charanga Habanera y le dedicó “El Millonario” a aquella novia rica de El Vedado que le partía el coco. Allí anotó un penalti a lo Panenka y sus compañeros de equipo lo levantaron en peso emocionados por la hazaña.
Los que han pasado por el Malecón, año tras año, han visto el deterioro paulatino del Parque Martí. Y, en los últimos tiempos, han podido ver la grúa y los obreros ocupados en cada una de las fases de la reparación. Los andamios que hoy acompañan una parte de las gradas, con capacidad para 3 150 espectadores, son el símbolo de una nueva vida. Más allá de que esas estructuras metálicas facilitan los procesos de demolición, encofrado y fundición, representan la esperanza para el que se pasea por la acera de enfrente y pasa la vista por las gradas.
Aunque no ha pasado mucho tiempo desde que los transeúntes pueden ver el cambio en la fachada del parque, muchos de los espacios interiores están terminados y abiertos al público. Hay gimnasio y sitios para practicar lucha, tenis de mesa, boxeo, judo, esgrima, levantamiento de pesas y defensa personal. También está reparada la grada interior con cancha para balonmano y fútbol sala. Sin embargo, por alguna razón desconocida, no permiten hacer fotos al interior de los locales. La señora de la puerta prefirió que el muchacho de la cámara fotografiara solamente la parte fea del Martí. Una foto de soslayo deja ver con claridad que las labores constructivas han cumplido su cometido en el interior. En el exterior aún esperan por un pase de mano las canchas de baloncesto, voleibol, balonmano y otros espacios derruidos, así como las piscinas.
El domingo pasado fue al Martí, como casi siempre desde que era pequeño y aquella niña le metió los tres goles. Ha vivido muchas alegrías y tristezas en ese sitio. Ha visto todas sus caras: en verano, en invierno, con viento fuerte y con los estragos de algún ciclón. Nunca le importó que estuvieran cayéndose las gradas, aunque más de una vez se desplomó un trozo de cascarón y sintió miedo. Miedo de las tantas veces que se sentaba allí a conversar, a escuchar música o a bajarle muela a una chiquita. Ese miedo era momentáneo, pero la mayoría de las veces no pensaba en eso. Solo quería un lugar para jugar fútbol y compartir con sus amigos. Y el Martí hasta hoy se lo ha ofrecido.
Escuchó que se hacían peleas de perros cuando estaba destruido el interior y que había personas viviendo en los locales. Cree que aún hay gente que vive en la parte de atrás, en la zona de las piscinas, porque las últimas veces que ha ido ha sentido un televisor. Si alguna vez funcionó como potajera, no se enteró. Puede haber sido, porque el lugar se prestaba; si fue así, no trascendió.
Su club de barrio se reúne los domingos y tienen como norma alejarse de las gradas, porque la mitad está desafiando la gravedad. Lo bueno es que, cuando se repare, podrán ocupar todo el espacio. Como muchos de sus amigos tienen hijos, podrán llevarlos y dejarlos a buen recaudo para poder concentrarse en el juego.
Está feliz por la reparación, pero no confía en la calidad de lo que se está haciendo. Cree que volverá a ver caer los pedazos de las gradas caer en pocos años. Tal vez su suerte en el fútbol lo ha vuelto pesimista; o tal vez conoce demasiado bien el terreno.
El día que llegamos a visitar el Martí eran las 2 de la tarde y solo quedaban dos constructores sentados en la parte trasera de las gradas. Les pregunté si no les daba miedo, porque el techo parecía a punto de caerse. “¿Eso no se cae?”, les dije y me respondió un señor, aparentemente, con muchos años de experiencia. “Sí, se cae, pero bueno…”.
Mi apreciación, sin saber nada de construcción, es que eso está en el aire y no se ha caído de milagro. Le pregunté cuánto tiempo llevaban reparando el Martí: “Ufff, desde que nos tienen aquí…”. Le pregunté cuántos meses y me dijo que meses no. “¡Estamos hablando de años!”.
Hace poco terminaron una escalera que les quedó súper linda. Se demoran en terminar por veinte cosas: a veces faltan los materiales, a veces están parados por falta de equipamiento; pero de todas formas tienen que estar ahí a pie de obra.
Recordé la desconfianza de mucha gente que dice que eso que le están haciendo al Martí es un colorete, aunque el jefe de brigada dijo a la prensa, hace unos meses, que se trataba de una reparación capital. La gente es muy desconfiada. Les pegunté a los constructores si se llevaban los materiales de la obra, porque vi algunos sacos afuera. Ellos me dijeron que no rotundamente, pero se referían a ellos mismos y yo preguntaba por la gente de la calle. Les aclaré y respiraron aliviados: “No, no, de aquí nadie se lleva nada, aquí hay custodios”. Según ellos, no hay desvío de recursos, aunque sé que de ese tipo de obras es que suele sustraerse el cemento y el polvo de piedra que venden los tránsfugas por la izquierda.
Ojalá que de verdad nadie se lleve nada y, aunque sea por unos meses, los que construyen por esfuerzo propio puedan conseguir materiales en otro lado para que se haga realidad la reparación capital. Que nadie se lleve un bloque “sin darse cuenta” y que las veinte cosas que detienen la obra sean resueltas al unísono para que el Martí vuelva a ser un lugar para crecer y divertirse, un sitio seguro y hermoso.