Una peruana radicada en Nueva York, una pinera, un santiaguero, una niña nacida y criada en Cangrejera y dos alamareños. Cada uno con sus experiencias y culturas. Detenido el tiempo y aplacado el sonido del mar, hicimos comparaciones locas con lo que teníamos fresco en la memoria. Las Líneas de Nazca y los rascacielos del Midtown, la patana encallada en una playa de la Isla de la Juventud, las escalinatas de Padre Pico y un campo sembrado de yuca. Solo los dos de Alamar evocaron algún pasaje vivido allí, que no tiene nombre ni comparación en la historia. El asombro colectivo nos sumió, espontáneamente, en un minuto de silencio. Un instante solemne y hermoso que se terminó de cuajo cuando la niña exclamó: “¡Ño, qué grande!”.
Dicen que la Piscina Gigante de Alamar se terminó de construir a finales de 1985. El difunto Paco, hermano de mi vecino, trabajó en su construcción por 9 meses y gracias a eso le dieron un apartamento, como ocurría con los constructores de las Micro en aquel tiempo.
La piscina fue una de las grandes ideas de Fidel. “Grande” en el sentido literal, pues tiene casi 5 mil metros cuadrados. Estaba destinada a la diversión de las familias alamareñas, aunque hasta allí llegaban personas de todas partes de La Habana. Era un complejo recreativo que contaba con parqueo, cafetería, restaurante, discoteca y un espacio para conciertos. El agua era del mar y había un mecanismo que permitía la recirculación constante. La entrada costaba 3 pesos y los niños de las escuelas iban gratis a hacer la Educación Física. La visita a la Piscina era la asignatura más divertida de los muchachos de aquella época. Allí muchos niños aprendieron a nadar, los adolescentes hicieron pactos de amor, se dieron los primeros besos y consumaron las primeras borracheras nocturnas. Aunque ahora el blanco te come la vista, dicen que antes se veía celeste. Y ese era el color de la felicidad para mucha gente.
Después de ver el espacio en ruina, me hago preguntas, pero, sobre todo, me imagino cosas. Busco en Internet, a ver si las imaginaciones mías tienen que ver con la realidad. Pero no encuentro fotos de aquellos años, ni del sitio en su esplendor. Me doy cuenta de que en Internet no está todo y salgo a buscar lo esencial: la memoria colectiva, las historias y los recuerdos vagos de los que pasaron por el lugar.
Cuando pregunto por alguna foto a familiares y amigos de Alamar, me dicen que en aquel tiempo casi nadie tenía cámara fotográfica en Cuba, menos en aquella zona, con tanta gente humilde. Y si, por casualidad, alguien tenía una, eran aquellas rusas que ni loco se llevaban a la Piscina porque se podían fastidiar con el agua de mar.
Me resigno a no tener imágenes fotográficas e intento perseguir las imágenes personales que el paso del tiempo ha dejado borrosas, imprecisas y distorsionadas. Busco a personas que hoy tienen 50 años aproximadamente, que vivieron en Alamar y que frecuentaban la Piscina Gigante en su época dorada. Prefiero un grupo de amigos, que pueda tener pasajes comunes y que evoque el espacio como parte de su adolescencia. Busco gente que, si escribiera una novela de aprendizaje, dedicara un capítulo a La Piscina Gigante de Alamar.
Del piquete escogido ya no queda nadie en Cuba. Hacemos videollamada y me pongo a escuchar la conversación como si no estuviera en un cuadrito de la pantalla. Ellos, desde Guatemala, Tampa, España y Suiza forman tremendo relajo porque hace rato que no se comunicaban todos juntos. Después de vacilarse las canas y las barrigas, se ponen a rememorar sus años mozos. Uno se acuerda de los trampolines, de los vestidores, de las duchitas y las taquillas. Otra no recuerda cómo era la estructura de la Piscina por fuera. Lo tiene borrado, dice. Pero sí tiene nítido el recuerdo de los baños, que siempre estaban limpios.
“Imagínate la cantidad de gente que tiene que haber trabajado allí, para que todo estuviera limpio, porque la gente es cochina en los baños ajenos”. Y parece que lo de los baños limpios era verdad, porque saltaron los otros tres con que los baños de La Chusmita estaban en candela. Ahí metí la cuchareta para preguntar qué era La Chusmita y respondió la más farandulera del grupo que era una discoteca: “En aquellos años, en Alamar nada más se podía ir a dos lugares: a La Chusmita y a la Piscina Gigante. La Chusmita era para gente repartera, como yo, la Piscina era más familiar”.
Entre la mala conexión y el entusiasmo de los cuatro, que hablaban unos sobre otros y se reían a carcajadas, pude entender que era un lugar muy bonito y una época de las que hacen suspirar: ¡Qué juventud!
La más tranquila del grupo apunta que, como proyecto estaba pensado no solo para la recreación, sino para que la gente aprendiera a nadar. “Yo estaba en 7mo 5 y dábamos Educación Física allí. Salir de la escuela y no tener que pagar entrada era lo mejor”. Dice que los maestros les preguntaban si querían caminar o coger guagua y los niños preferían ir a pie. Atravesaban por el policlínico, luego bordeaban el vivero, cogían derecha, salían por el Mercado de la Zona 1 y ya llagaban directo. “Me acuerdo hasta de la trusita que llevaba, que me la regaló mi mamá. Aquella trusita estaba en llama, ya no tenía ni elástico y había que seguir usándola”. Eran tiempos difíciles, los terribles/felices 90.
El más contentón del grupo, que ahora vive en Suiza, les recuerda a sus amigos cómo en aquella época lo que te daban estaba bien. “Aquello era una maravilla”. La cerveza de pipa era lo mejor del mundo. Yo compraba un cubo de cerveza y mi lata del ron malo y con eso era feliz”. El de Tampa recuerda el barcito que había detrás de la Piscina. Recuerda los grupos musicales que iban a tocar, algunos famosos y otros no tan famosos, pero a la gente le encantaba bailar con toda la música. Le da la razón al suizo cuando dice que la cerveza y ron a granel eran lo más grande. “No andábamos comparando con otras cosas, aquello era lo mejor que cualquiera se podía imaginar”.
Y era barato y de fácil acceso para todos. Ellos iban caminando o en bicicleta. La Piscina les quedaba más cerca que Bacuranao. Era la mejor opción. Además, era un lugar que cerraba muy tarde. Después del tiempo permitido para el uso de la piscina, quedaban los espacios nocturnos. “Salíamos para allá a las 12 y pico de la noche. Veíamos la primera película del sábado y nos gritábamos de balcón a balcón: ‘¿Ya estás lista?’”.
Había parqueo de bicicleta y nunca, que ellos sepan, se robaron ninguna. Muchos tenían porque se las daban por ir a la escuela al campo en las vacaciones. Dice la más farandulera que ella tuvo cinco bicicletas, porque donde hubiera una murumba ella iba, así fuera trabajo en el campo o fiesta y borrachera.
“¿Y no pasaba nada malo?”, pregunté a los muchachos, que ahora son tembas, pero perecían chamas recordando sus historias. Sí, me dice uno de los varones. “Lo malo era a la hora de irse porque, podías coger por la Avenida de los Cocos y salir a la Zona 8, pero nosotros, que vivíamos en la Zona 9, lo que hacíamos era irnos por detrás, bordear por El Golfito, la Zona 5 y llegar al Hanoi. Pero estaba muy oscuro y teníamos que salir en grupo”.
Se oían historias de fajazones y puñaladas a la salida, en la oscuridad. Nunca oyeron de un muerto, pero cosas feas sí.
La más tranquilita, que estaba asintiendo a todo lo que decía su amigo, cuenta que no era asidua a las noches, le gustaba más ir de día. “Nunca vi un problema, ni una bronca, había un ambiente riquísimo. Ponían música, la gente estaba feliz. Había trampolines. Había unas duchitas. Iban familias, niños, gente de Cojímar, del Bahía, del Guiteras, del Camilo. Tú dejabas la bicicleta ahí y nunca se robaban nada. No había peligro de ningún tipo. Aquello se ponía lleno, pero nadie estaba para hacer daño. El raterismo era por la noche. Pero por el día la gente respetaba”.
La Piscina Gigante no era solo una de las pocas opciones de los alamareños: era la alegría, la liberación y la inmensa felicidad del encuentro con el agua de mar, los amigos, la familia y los socios de la escuela. Y estaba al alcance de la mano. Dicen que si no tenías los 3 pesos de la entrada podías decirles a Los Jimaguas que cuidaban la puerta: “Jimagua, mijo, no tengo dinero” y te dejaban pasar, porque eran muy buenos los dos. Los cuatro amigos en la pantalla del teléfono coincidieron en que debió haber un gran trabajo logístico para que todo estuviera en orden, porque era un lugar muy limpio y muy organizado.
Además había salvavidas y estaban “buenísimos”, dicen las chicas de 50 años. Los varones comenzaron a hablar de la cantidad de muchachas que les decían que iban a ser sus novias si las llevaban a la Piscina. Ahorraban los 3 pesos de cada uno y luego ellas les decían que no. Eso mismo le hizo la más tranquila a Joseíto el Mocho en la secundaria. “Quería ser novio mío. Yo le dije que si me invitaba a la Piscina le iba a decir que sí. Y cuando ya estaba en el agua, le dije que no”. Era una práctica común.
En ese deseo constante de conquistar corazones, de compartir en familia y de divertirse sanamente, no había un horario en que se quedara vacía. A veces, cuando la gente vivía cerca, iba un ratico, pero también iban gente de La Habana y se pasaban el día entero. Dicen que hasta se formaba su colita afuera de vez en cuando, porque había llegado al máximo de su capacidad. “No son las perras colas del pollo, eran unas colitas lindas”, dice la farandulera que hasta con las colas se divertía.
Muchos preferían llegar temprano porque fuera del agua había banquitos, sombrillas y unos techitos. Había espacio para todos, pero los primeros en entrar cogían los mejores puestos.
Antes de colgar con los muchachos, hablamos sobre el cierre de la Piscina. Ellos no recuerdan muy bien porqué cerró, ni cuándo. Les dije que varios artículos afirman que el deterioro de la infraestructura comenzó en 1991. En otros se dice que: “Tras la caída de la Unión Soviética quedó abandonada a su suerte”. Que a principios de los 90 comenzaron los conflictos, que se rompieron los molinos de viento que ayudaban en el proceso de recirculación del agua, y luego se paralizó todo el mecanismo. Pero ellos me dijeron que era mentira, que la Piscina funcionó mucho más que eso. Sacaron cuentas, recordaron sucesos familiares para ubicarse en el tiempo y sus cuentas no se correspondían con los datos que yo había descubierto en Internet. Ellos están seguros de que estuvieron allí después del 95, pero les leí textualmente un pedacito de texto que afirmaba lo contrario: “El toque final se lo dio la llamada Tormenta del Siglo, de marzo de 1993, que arrasó con la costa de Alamar. El impacto de las olas y los fuertes vientos tumbaron el muro que la cercaba y el centro recreativo cerró definitivamente”. La misma frase está repetida una y otra vez en los artículos sobre la Piscina y en los parlamentos simpáticos de los youtubers que pasan por allí. Pero esta gente dice que no fue así, está en su memoria emotiva, la más certera de las memorias.
Colgué con el piquete de los tembas y le pregunté por la Piscina a gente de mi generación. Nací en 1988. “Claro que yo fui, en la secundaria iba a hacer Educación Física y en el Pre iba al centro nocturno”, me dijo un amigo con absoluta seguridad. Se acuerda de los chamacos que se tiraban de los trampolines, de niños con salvavidas y adultos que jugaban al salvaíto en lo más hondo. Se acuerda que, entre la escalinata y lo que supuestamente era la entrada oficial de la Piscina, estaba el espacio para bailar. Y también tiene presente una especie de parqueo donde la gente se iba a fumar. “¡Que cerró en el 93 es una falacia completa, una mentira total! Si te estoy diciendo que en el 93 yo tenía 3 años y yo fui a la Piscina en la secundaria. Yo nadaba de lado a lado y ese era el reto. ¡Me acuerdo perfectamente!”.
¡La Piscina vivió más tiempo! Y eso me da una extraña sensación, entre tristeza y alegría, la primera por no poder hacer que vuelva a la vida; la segunda, por poder legitimar el recuerdo de quienes fueron felices allí. Hay gente que jura y perjura haberse bañado en los noventipico largos y otros que ponen su cabeza en una guillotina si no es cierto que fueron a bailar allí en 2003 o 2004.
Tengo un amigo en la Zona 19 que fue al mítico concierto de Elvis Manuel en la Piscina Gigante. El reguetonero de voz inconfundible murió en 2008, a los 18 años mientras intentaba llegar a Estados Unidos en una balsa. El concierto debe haber sido en 2007, cuando llegó a la cúspide del reguetón cubano. Mi amigo no recuerda haber coreado “se me parte la tuba en dos,” pero supone que sí, que todo el mundo la cantó.
“Estoy seguro de que mi percepción está tergiversada. Yo no recuerdo bien el concierto, puedo ver a Elvis Manuel ahí, chamaquito, echándola con tremenda bomba, pero lo tengo en mi cabeza como una vista panorámica, es algo muy vago y ahora cuando voy a ese espacio abandonado, no lo reconozco en relación a mi recuerdo”.
Buscando y preguntando tuve referencias de que, en el año 1996 el Contingente Raúl Roa trabajó en la recuperación del complejo, respetando las características originales y agregando otras atracciones como un bar con vista a la piscina. El lugar que recuerdan los de mi generación era un sitio rescatado de los desmanes que dejó aquella terrible tormenta. Y si estos datos son reales, como creo que son, es cierto que los últimos estertores de la Piscina Gigante fueron en este siglo.
¿Y qué pasó? ¿Por qué quedó abandonada? Las hipótesis son diversas: hay quien dice que se formó un “tira y encoge” entre el Poder Popular y el Inder y no se pusieron de acuerdo sobre a quién le tocaba atenderla. Unos dicen que se destruyó porque aquí en Cuba todo se rompe. Otros afirman que fue un proyecto de la cooperación china en los 2000 lo que acabó con el idilio de los alamareños. “La Piscina se fue a la mierda cuando decidieron que ahí iban a hacer una base de extracción de petróleo. Dijeron que toda esa parte la iban a acaparar para eso”. Dicen que todo el que frecuentaba La Playita de Los Rusos y La Piscina sabe que se construyeron unas instalaciones y una torre de hierro con llama eterna que acabó con la belleza del entorno. Era un convenio con China, se rumoraba y los niños, desde lejos, se entretenían viendo un bombillito que parpadeaba en lo alto. Los grandes sabían que esa luz que tanto divertía a los pequeños era la que había acabado con la Piscina Gigante. “Esa torre ya no existe. El tránsito entre la Piscina y la entrada del Golfito lo ocuparon para hacer estas instalaciones seudopetroleras. Y eso también cayó en desgracia”.
Tal vez exista una razón oficial para el cierre de la instalación, como la falta de recursos para mantenerla o algo así, de momento solo tenemos las fabulaciones de la gente, la verdad no comprobable de los que añoran aquellos años.
La piscinas está casi siempre solitaria, a veces van los skaters a practicar, los grafiteros, los performers y los fotógrafos en busca de una locación extraña o algún que otro youtuber a repetir que cerró en el 93 por la Tormenta del Siglo. El día que fui a conocer la Piscina Gigante de Alamar, además de una peruana-newyorquina, el santiaguero, la niña de Cangrejera y los jóvenes alamareños, no había nadie más. Unas vacas pastaban serenamente a un costado de la escalinata, justo donde, entrado el siglo XXI, Elvis Manuel cantó frente a la multitud enardecida: “Sigue sacando petróleo y olvídate de tu novio…”.
Ayer me llamó la más farandulera del grupo de los tembas y me dijo que cada vez que vuela a Cuba lo primero que hace es buscar, desde el aire, la Piscina Gigante. Y siempre la encuentra, aunque no le toque la ventanilla en el avión. La ve y dice: “Estoy en casa”.