Por un país más bonito, “bajen eso”

Vivimos la naturalización del ruido como parte de la convivencia; escuchar alto, decir alto, gritar en lugar de conversar; incluso la impunidad de tener que vivir sometidos y sometidas a volúmenes indeseados.

Gente en Cuba alrededor de un vendedor de frutas y vegetales. Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

“Asere, baja ahí”, es una expresión que puede aparecer en cualquier esquina, dentro de una casa o de un carro, en medio de la calle. En los lugares más insospechados surge esa voz que pide —casi implora— que bajen la música. 

No quiero parecer dramático, pero el tema de la música a volúmenes insospechados puede ser un problema colectivo de salud mental y, un poco más, un problema de seguridad nacional. Supongo que la policía está desbordada por las quejas referidas a la música estridente y que solo un operativo amplio de tropas regulares podría garantizar, al menos por unas horas, una ciudad sin chirridos. 

Más allá de la ironía, es cierto que el problema es grande. La música proyectada a altos decibeles pierde esa condición y se convierte en ruido, mucho ruido, molesto ruido, violento ruido. 

El acceso a equipos para reproducción de audio ha dejado de ser un lujo. Cada vez más personas tienen alguno, de un tipo u otro. Existen en los más variados formatos y con las potencias más diversas. Se puede encontrar, por ejemplo, un bafle de más de un metro de alto en el portal de una casa, incluso en la acera. Abundan las bocinas portátiles, que pueden irrumpir en una guagua, en una parada, en un parque, en los bajos de un edificio, en la puerta de la bodega, en una barbería, en una oficina de trámites, etcétera. 

No puede faltar en la lista un espécimen muy particular: las reproductoras para autos y motos; esas que se anuncian como si fueran sirenas de bomberos o de ambulancias. Se acercan, te atacan y siguen de largo dejando su estela de ruido. Esas que son un martirio si te alcanzan en los límites de un semáforo en rojo.     

Ese tipo de agresiones sonoras, más cotidianas de lo que nos gustaría, tiene entre sus denominadores comunes un tipo de mezcla de sonidos con un fuerte bajo, un monótono compás y una capacidad sin límites para repetir lo mismo una y otra vez. Supongo que es una suerte de comando: el bafle, esa “música” y el volumen alto; una tropa de asalto contra la convivencia pacífica, un grupo de tarea para amedrentar a toda persona que desee andar con tranquilidad por la ciudad.

Y he aquí el problema primero: la violencia manifiesta, latente, fuera de control, que se devela en la imposición, como relación darwiniana, de esos niveles de ruido. Al mirar por dentro el asunto, asoma la relación entre lo público y lo privado, las instituciones y su eficacia, los límites del derecho frente a los otros y las otras, y aquel viejo problema de las leyes que no se cumplen. 

En la madeja emerge la naturalización del ruido como parte de la convivencia; escuchar alto, decir alto, gritar en lugar de conversar; incluso la impunidad de tener que vivir sometidos y sometidas a volúmenes indeseados.  

Cuando alguna persona, en todo su derecho, pide que “bajen eso”, hay dos tipos de respuestas recurrentes: “Estoy en mi casa” o “La calle es pa’ to’l mundo”. 

Existen leyes, normas y regulaciones para los niveles de exposición al ruido y los horarios que lo limitan. Incluso una llamada a la policía puede, en muchos casos, evitar que se generen conflictos entre vecinos por causa de la música alta en horarios de descanso. Pero no es suficiente. 

En esa distorsión entre lo individual y lo colectivo, en esa disputa entre sentidos estéticos, en esa tensión entre valores de vida en común, prevalece la indolencia, la violencia y el deterioro de la vida pacífica y armoniosa que debe ser el carácter predominante de toda comunidad. 

Hay una expresión que, si no fuera por el drama que encierra, sería muy simpática: “Asere, te voy a poner el bafle”, lo que significa que te dirán cosas ofensivas y en voz alta. La expresión condensa el carácter violento, en todas su variantes, que significa vivir a todo volumen.   

Abro un paréntesis. Mientras escribo esto, padezco la tormenta perfecta de una bocina aledaña, de la que no me llega más que un tun tun tun tun como martilleo impertinente; los alaridos de unos jóvenes que definen el futuro del fútbol mundial y esgrimen los improperios más insospechados contra este o aquel jugador; y “la barra de maní molido, el chicharrón de viento y la cremita de leche” que pregona desde una grabación monótona, también con volumen alto, un vendedor ambulante. Cierro paréntesis.

El ruido que genera la música alta, los niveles de la voz en permanente subida, se conectan con los contenidos —por lo general, igual de violentos— de lo que se escucha y lo que se dice cuando el verbo hablar se confunde con el de gritar; cuando el ruido se confunde con música; cuando la estridencia se confunde con libertad y derecho. 

Los ruidos son un contaminante social, un límite cultural, un tensionador político. Alimentan un ciclo de violencia, desacuerdo, tensión. Vivir con música agresivamente alta, con voces permanentemente elevadas, con alarido y desenfreno como hábito, nos hace engordar los signos de pobreza. 

“Asere, la música esa me tiene altera’o”, es otra de las consecuencias visibles, sufribles, del hábito de confundir celebración y disfrute con un constante estado de desenfreno. Es un hábito que no comulga con quienes disfrutan hablar con un sentido de bienestar; para quienes escuchar y agradecer la música es un acto de belleza; para quienes cantar, juntas y juntos, es un hecho de libertad colectiva. 

Días atrás le dije a una amiga “Habla más alto que no te entiendo”; a lo que ella respondió: “Hablo bajito para que la gente se acerque”. 

Es cierto, el ruido nos aleja, nos hace conectarnos en la tensión. Hablar más bajito nos junta; escuchar música con más intimidad nos acerca, nos enriquece, nos hace mejores personas o al menos más satisfechas con la proximidad de sus semejantes. 

A veces, más allá de las molestias momentáneas, no nos planteamos los ruidos como un problema más grueso. Podría parecer una idea forzada, pero la buena administración de los ruidos, la concientización del problema que entraña, son un desafío educativo para una mejor relación entre cotidianidad y política. 

Sí, es cierto que no todo es política, como también lo es que la política está en todo, es por eso que sería bueno, en una próxima vez, poder decir: “Asere, baja un poco la música; na’, pa’ tener un país más bonito”.

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