A San Miguel de los Baños llegamos gracias a las pregabalinas de los vascos. O, mejor dicho, gracias a que a mi madre le entró un dolor de barriga tan fuerte que terminó quince días ingresada. Compartir cuarto de hospital a veces une a la gente para siempre. Allí mi madre conoció a Maricusa y a su hija Liz Maray, que la acompañaba. Las dos viejas enfermas se dieron gusto contándose la vida. Gracias a la atención dedicada de los médicos y a sus inspiradoras conversaciones, salieron vivas de allí.
Meses después, unos amigos vascos nos dejaron una jaba con pastillas raras que regalamos a varias personas. Solo nos quedaba una que ni sabíamos para qué se usaba. Mi madre empezó a hacer memoria a ver quién era que tomaba pregabalina y se acordó de que Maricusa las necesitaba para su enfermedad. Y ya que teníamos planeado ir de vacaciones a Matanzas, decidimos darnos un saltico hasta el pueblo donde vive, del que nunca habíamos oído hablar.
Cuando salimos de la parada de La Catedral en una motico hasta la terminal de Matanzas no sospechábamos que nos encontraríamos con un lugar y una familia tan particulares. Mis dos hijos, de 4 y 13 años, mi esposo y yo con una mochila cada uno, más dos maletines, íbamos en la motico aquella como sardinas en lata. Estábamos hablando de los 7 kilómetros que había que caminar desde Coliseo hasta San Miguel, cuando una señora que estaba sentada frente a nosotros nos dijo que ella era de allí. Nuria enseguida se dio cuenta de que íbamos para casa de Maricusa y se brindó para guiarnos. Llegamos a la terminal y con su ayuda nos montamos en un Willy que iba para Colón. En el camino hasta Coliseo, donde teníamos que bajarnos, ella nos contó que justo la noche anterior había estado en casa de Maricusa y ella le había dicho que estaba esperando a unos amigos de La Habana. Éramos nosotros mismos. “¡Qué casualidad! Eso es para qué tú veas que Dios siempre es bueno”.
Nuria también nos dijo que San Miguel “es diferente”. Y le creímos enseguida, porque en esa frase parecía haber más firmeza que cuando habló de la bondad absoluta del Señor. Supimos que el lugar tenía muchos atractivos: unas aguas milagrosas, una loma con un Cristo, unas casas preciosas y un parque infantil. El chofer, que estaba pendiente de la conversación, reconoció a Nuria de otros viajes y le preguntó, muerto de risa: “¿Tú no eres artesana? ¿La de los puercos que duermen con ventilador?”. Ella misma era.
Gracias a la buena memoria del chofer nos enteramos de tres cosas importantes. La primera es que en San Miguel hay muchos artesanos. Luego nos explicaría Liz Maray que el soporte económico más fuerte de allí era la gastronomía, pero la gente se pasó a la artesanía cuando el pueblo se deterioró y dejó de ser un destino turístico. La segunda es que ya la gente no cría animales como antes, porque el pienso, la soya y el maíz están muy caros. Ni sancocho se puede juntar con lo poco que tiene la gente para comer. No da negocio. Lo confirmaríamos cuando el hijo de Maricusa se disculpó con nosotros por recibirnos con croquetas y no con un puerco acabado de matar, como en los buenos tiempos. Lo otro que supimos, de buena mano, fue que en San Miguel la corriente se va constantemente. Una semana después de desandar Coliseo, Jovellanos, Perico e Indio Hatuey sabríamos que lo de la corriente es un dilema compartido para esos lugares. Mientras cocinaba con carbón en Hormiguero, a 44 kilómetros de San Miguel, imaginaría el calor que estarían pasando los puercos de Nuria con aquellos apagones.
Nos bajamos del Willy en el lugar indicado y nuestra guía consiguió un carro que nos llevó directo a casa de Maricusa. Allí nos esperaba su hija Liz Maray, artesana reconocida internacionalmente, para darnos un recorrido por su pueblo natal.
Las calles de San Miguel son hermosas. Casas de madera de varios estilos arquitectónicos; parece que paseamos por otro tiempo. Algunas están perfectamente conservadas y sus jardines están llenos de flores. Otras, por su nivel de deterioro, delatan el presente de un pueblo olvidado. Me quedé con ganas de entrar a una de esas casas a ver cómo se ven por dentro. ¿Cómo se vería una familia común, mirando la novela cubana en un viejo Atec-Panda dentro de una casa que perteneció a alguna de las familias más adineradas de Cuba?
Mientras caminamos bajo el sol, Liz Maray nos cuenta que algunas casas eran de renta y otras muchas eran de recreo. En alguna época del año venían los dueños a disfrutarlas. Cuando triunfó la Revolución muchos se fueron a Estados Unidos con la idea de regresar en unos meses. Así los criados se quedaron con algunas y otras fueron “asignadas” por el gobierno a diferentes personas o instituciones.
Al caminar por el pueblo se nota que hay varios tipos de casas antiguas. Las casonas de madera, que parecen de película de fantasía, y otras más pequeñas, igualmente bellas. Pasamos por un conjunto de casas en la Calle 12 al que le llaman Blancanieves y los siete enanitos. El pintoresco nombre responde a que son siete casitas iguales, de madera, y una edificación de concreto que las mira desde arriba, como una princesa.
Cada enanito tiene un estado de conservación distinto, las diferencias entre ellos traducen las diferencias entre los habitantes del pueblo. Los más desenvueltos económicamente se dedican a la artesanía y tienen mesas en Varadero. Otros se dedican a cultivar la tierra. Hay carpinteros, herreros, zapateros, y vendedores de mamoncillo. Otros venden chucherías y productos de primera necesidad en portales y kiosquitos, como los vemos en La Habana o en cualquier provincia de Cuba. Los más necesitados son los que tienen empleos estatales en las instituciones del pueblo. Pero, como en todos los lugares, la gente se busca la vida.
Pasamos por los sitios donde antes estaban los hoteles Villaverde —fundado en 1925 y del cual no queda nada— y Cuba —abrió sus puertas en 1926 y hoy está casi destruido y el pedazo que le queda se usa para viviendas. Nos asomamos al Hotel San Miguel, el único que queda en pie. Fue construido en 1910 y se restauró en 1930. Hoy la parte superior está en desuso, por deterioro, y en los bajos radica el SAF, donde hacen comida para los ancianos. El más esplendido de los 4 hoteles es el Gran Hotel Balneario, que dejamos para el final del recorrido con la promesa de ver los manantiales milagrosos que son todavía la mayor riqueza del pueblo.
San Miguel tiene una gran piscina, en un antiguo centro recreativo que sobrevivió a los hoteles, pero está hoy en ruinas. Abajo están las cabañas donde se hospedaba la gente y desde la altura puede escucharse el agua del río, donde antes se paseaba en bicicletas acuáticas. En el espacio para bailar, a un costado de la piscina, había materiales de construcción recientes; luego supe que algún particular está reparando el lugar. Ojalá se recupere, aunque sea, la piscina donde los jóvenes de mi edad alcanzaron a bañarse en su adolescencia.
Fuimos a la Finca La Primavera, de referencia nacional, y pudimos ver otra parte de las fortunas de San Miguel de los Baños: un suelo fértil que da frutos y flores, y una cultura del cuidado de la tierra y los animales. Vimos las cochiqueras que antes de la pandemia estaban llenas de puercos saludables y el biodigestor que generaba tanto gas que alcanzaba para abastecer a la comunidad aledaña y el resto se almacenaba en un inmenso tanque. Ahora hay unos pocos puercos y chivos. Algunas vacas pastan debajo de las exuberantes plantas ornamentales que, antes de la COVID-19, se vendían a los hoteles de Varadero.
Los niños tumbaron guayabas y llenamos una mochila. Las más blanditas para hacer jugo y las más duras para comer después. Vimos los tres ojos de agua y la cañabrava que se alza sobre la finca y mira desde arriba a las otras plantas, como Blancanieves a los siete enanitos. En el ojo de agua más grande meten un botecito y juegan a la pesca entre amigos mientras se dan unos traguitos y se olvidan de lo mala que está la cosa después de la pandemia. En la finca de Hernán, el hijo varón de Maricusa, nos cogió el aguacero que todas las tardes le toca a la zona por la libreta. Allí estuvimos casi 2 horas hasta que escampó completamente. Porque la gente allí no le tiene miedo a la lluvia, pero sí a los rayos que te pueden partir a la mitad en medio del campo.
Mientras escampaba, Liz Maray nos hizo la historia del negro Miguel, que se escondía en una cueva muy cerca de la finca. Resulta que el esclavo se enfermó y lo expulsaron de las plantaciones por miedo a que contagiara a otros. El negro Miguel vagó por los montes con llagas en la piel y se encontró con las aguas medicinales que brotaban de los manantiales. Las bebió y se bañó en ellas durante un tiempo, hasta que se curó completamente. Dicen que regresó buenisano y con la frente en alto como los cimarrones. Entonces se corrió la voz del milagro de las aguas y el poblado se erigió alrededor de ellas y tomó el nombre de San Miguel de Los Baños. Luego sería un lugar de ricos con nombre de esclavo.
El espacio geográfico del pueblo forma un semicírculo en el mapa. Justo en el centro está el Gran Hotel Balneario. Allí, en ruinas, sorprende la mayor atracción y el mayor beneficio para los pobladores y visitantes. ¿Cómo nunca habíamos escuchado hablar de un lugar así? Tantas veces que habíamos estado en Matanzas y nunca supimos nada de él. En 1930 se funda el Balneario, la primera instalación de su tipo en América Latina. El Doctor Manuel Abril llegó buscando sanación al pueblo y la encontró gracias a las aguas. Como era un lince con los negocios, compró terrenos y mandó a construir el gran hotel. Dicen que el entonces presidente de Cuba, Gerardo Machado, asistió a su apertura, que fue por todo lo alto. Cuentan los vecinos que hasta aterrizaban aviones en los terrenos que hoy son unidades militares.
Después de años cerrado, en 1979 se remozó el hotel y se abrió al público, pero duró poco por falta de mantenimiento. Liz Maray, nacida en el 71, cuenta la historia del Balneario que ella conoció. Nos dice que había una cafetería, un bar y un restaurante en la parte de arriba. Nos dice que se hacían fiestas de fin de año en el enorme salón de baile de los vitrales. Todo se iluminaba como en las películas de princesas y las muchachas del pueblo soñaban con ir a bailar allí con la Orquesta Aragón. Luego se deterioró. Dice la gente que como quedaba en el límite entre Limonal y Jovellanos, se lo pasaban como papa caliente para no tener que ocuparse.
Liz Maray fue diciéndonos lo que antes estaba en el lugar que hoy ocupa la nada. Ella fue dándoles vida a las paredes agrietadas y, mientras hablaba, parecía que el tiempo no había pasado. Antes y después del triunfo de la Revolución el pueblo vivía del Balneario y tenía una cultura gastronómica de élite. Las aguas se calentaban por medio de paneles solares. Cuando la gente ni sabía lo que era aquello, ya en San Miguel los estaban usando. Como casi siempre ocurre, la gente no recuerda bien el momento exacto en que todo comenzó a desmoronarse. Luego el vandalismo acabó con lo que quedaba de los muebles, los mármoles, los vitrales, las escaleras, los azulejos.
También había una Embotelladora donde se envasaba y etiquetaba el agua para la venta. Esa área también está en desuso, pero la gente del pueblo sigue yendo a diario a los manantiales, a buscar agua para beber. Los Jardines del Balneario están perfectamente chapeados, cuidaditos y olorosos. Los pobladores los atraviesan para cargar pomos, tanques y hasta cubos. Algunos llegan con su carrito artesanal para cargar más cantidad. En estos momentos hay dos manantiales que abastecen continuamente de agua a todo el que acude a ellos. Hay a quien le gusta más El Tigre, mientras otros prefieren entrar al recinto de La Salud donde el agua está más cargada de azufre.
Mi hijo pequeño llevaba su trusa para tirarse de cabeza en los manantiales y el grande llevaba una botella vacía de cerveza Parranda, para llenarla de agua mágica. Oliver se dio cuenta de que un manantial es pequeño y solo pudo meter sus manos. Cuando probó el agua exclamó con tremenda contentura: “¡Mmm, sabe a huevo!”. Entonces Diego, que está en la adolescencia, dijo: “Ño, qué genial. Si cocinan el arroz con esa agua es como comer arroz con huevo, aunque estés comiendo arroz pelao”. No creo que el agua de los manantiales mate el hambre, pero sí está demostrado científicamente que cura problemas digestivos y urinarios. Ayuda a combatir la anemia, la diabetes, es buena para la circulación, el hígado, la respiración y la piel. En San Miguel de los Baños hay un verdadero tesoro. Fue muy emocionante estar allí con mi familia y que los niños aprendieran lo valioso de la naturaleza.
No vi un pueblo que espera en la quietud a que lo saquen de la ruina. Vi gente trabajando, luchando, inventando, ganándose la vida con lo que puede, en lo que la suerte y la voluntad de los que deciden se juntan para rescatar lo que se pierde. Como en muchos otros pueblos de Cuba, hay gente que pasa hambre y sufre los apagones, pero tienen sus aguas y su fe en ellas. Quizá sea ese el mayor consuelo para los que, día a día, se enfrentan con la majestuosa ruina del Balneario para llenar su vasija de agua sanadora.
Esa noche no se fue la luz en San Miguel; un milagro, dicen. Dormimos en una cama de madera y mimbre, cómodos y ansiosos por que amaneciera para vivir una nueva aventura en San Miguel de los Baños, pueblo al que llamaban El Paraíso de Cuba.
Al día siguiente subiríamos la Loma de Jacán acompañando a Maricusa a pagar una promesa al Cristo milagroso de la ermita que se yergue en la cima.
Hermosa crónica. Ame cada detalle de la escritura. Muchas gracias.
Coincido con quienes opinan positivamente de la crónica de Isabel Cristina, a quien no conozco, ni siquiera se si es matancera como yo, pero compartimos la nostalgia y el interés en ver renacer el Balneario, a sabiendas que los matanceros nos lo merecemos, como también el pais entero, ya que un lugar asi, por sus aguas sanadoras, la obra de sus artesanos y otras riquezas de turismo se salud, de naturaleza, cultural, a solo unos 40 kilómetros del polo turístico mas importante del archipiélago, no es posible ignorarlo y solo es sensato hacerlo que sea necesario para recuperarlo. He tratado de hacer llegar este mensaje a las instituciones turísticas nacionales, los organismos de nuestra salud publica, los medios de comunicación de nuestra provincia y nuestras autoridades politicas y culturales y es muy oportuno este sentido texto, que espero que llegue a los decisores.
No puede ser tarde para los pobladores de San Miguel, para los matanceros y los turistas nacionales e internacionales.
Quien lea estos textos, que apoye como pueda a realizar el milagro que parece necesitar la resurrección del Balneario y el pueblo de San Miguel y la Loma de Jacan.