Lo más alto que he subido en mi vida es la Loma del Heliógrafo, en Arroyo Blanco. Dice mi amigo, el historiador Adrián García Lebroc, que estuvimos como a 300 metros sobre el nivel del mar. En honor a la verdad parecieron mil. Está claro que no tengo alma de alpinista; ni aptitudes físicas. Llegué a la cima con la lengua afuera, la respiración entrecortada, un dolor de los mil demonios en la planta de los pies y el arrepentimiento mordiéndome la carne. Pero estoica como la que más. Tampoco tenía mucho sentido rajarme como una yuca en el medio de la nada.
Es que subir lomas parece cosa de ingenuos. Rara vez en la punta hay algo más que lo que ya se sabía. Menos en esta del Heliógrafo, que durante el trayecto solo nos ofreció vegetación. Mucho guao y plantas espinosas, para ser exacta. Aseguran los que saben que lo hermoso es precisamente eso, el trabajo que se pasa en el intento. Y sí que es complicado, se muere una en la osadía por nada. O casi nada. Pues la vista y el aire limpio, luego, lo recompensan todo: una hora de romper maleza, ayudados de un cuje a la usanza de bastón, mirando bien donde pisar porque con la tierra mojada se resbala igualitico que con el agua de jabón.
Allá arriba todo es más lindo. El pueblo parece quieto, la bruma apenas deja ver las torres del central Jatibonico y la brisa es tan sabrosa que si no fuera por lo agreste del entorno, lo más lógico sería montar una hamaca y dormirse mirando el paisaje. Se pregunta una cómo desde Marroquí los gaitos podían ver el espejito dando señales, se encandilarían de vez en cuando, pienso yo. O se equivocarían. O no les daría tiempo interpretar. “ ._…mambises en dirección a su posición de Jutía Dulce. _…”
Después la bajada, que aunque ayuden los santos, es tan o más difícil que la subida. Hay que pisar firme, porque un traspié podría ser, si no fatal, al menos doloroso. Higinio me dio la mano a riesgo de tropezar él mismo, y en la mitad del tiempo que demoramos en escalar los 300 metros ya estábamos en el llano.
De regreso, en el sendero que antes, por la ansiedad, no había reparado en su hermosura, me encontré con el primer tocororo de mi vida. Hasta una edad que por vergüenza no pienso aclarar, creí que el ave era tan grande como un cóndor, a juzgar por los dibujos en las paredes de la escuela. Pero es un pajarito pequeño y tímido, que no quiso posar para mi cámara y me dejó como una boba imitando su canto. En un claro del monte hallamos un conuco abandonado. Un platanal con racimos todavía tiernos y una mata de aguacates cargadita, con los frutos al alcance de la mano. Pero también tiernos. Si nos hubiésemos demorado 10 días más en ir habríamos tenido un banquete.
Higinio
Llegamos a la Casa Comunal antes de lo previsto. Solo estaba la veladora, que accedió a dejarnos mirar sus tesoros. En eso estábamos, ensimismados con una plancha de carbón cuando aparecieron Neriberto (el director de la casa) e Higinio (el presidente del Consejo Popular). Compartieron con nosotros la historia del lugar y los objetos que salvaguarda. Una mesa antiquísima, del siglo XIX en la que se supone se sentó Máximo Gómez y hasta Winston Churchil, un juego de jarra y vasos que perteneció al cura Villadeval y Vilaseca, y una botija muy peculiar, con dos boquillas, como otras, pero con formas que recuerdan los genitales masculino y femenino, como ninguna.
Con Higinio subimos la loma. Pasamos por su casa para que se cambiara de ropa y cogiera un machete. También recogimos a Ramón, otro conocedor de la zona. Estaba parado debajo de una ceiba centenaria, y enseguida reconoció a los extraños. Por el camino Higinio nos contó que lleva 26 años como delegado, que este es su último mandato, aunque si los electores quieren seguirá. Asegura que no tiene oficina, que a él si no le pega el cartelito de burócrata, atiende a su gente en la sala de su casa o en el parque del pueblo. Bromeamos con la analogía del acalde. Al final delegado o alcalde es lo mismo, su trabajo es solucionar los problemas de los demás. Buscamos el mejor lugar para la escalada. Pero nadie dijo que sería tan difícil.
Silvano
A medio camino entre la cima y el suelo estaba Silvano. Con casi 70 años sobre sus hombros, el viejo tiene la piel curtida por el sol y no cree en guao bravo. Recogía maíz seco para los animales cuando lo interrumpimos. Dice que lo baja poco a poco, porque de un tirón es casi imposible. Él no sabe qué es la agroecología, lo suyo es cosechar para comer, mas lo hace con la sabiduría del mejor agrónomo de diploma.
Silvano utiliza un método sencillo, pero efectivo. Como sus tierras están en la falda de la loma siembra en terraza y acumula la capa vegetal en pequeñas trincheras para que la lluvia no se lleve por delante la tierra. Optimiza el espacio y junto al maíz cultiva ají cachucha, malanga y yuca. En noviembre le prometimos ir a confirmar que son blancas como la leche y se ablandan solo de sentir el calor.
Del viejo también escuchamos historias que creíamos extintas, de cuando los guajiros se sentaban a hacer historias de aparecidos, güijes o el babujal. Cuenta que al caer la tarde en el campo se sienten ruidos, como de un chivo moribundo, y se ven luces. Eso no se lo contó nadie, él mismito lo ha escuchado. Aunque por mucho que busca nunca encuentra nada.
Poza Azul
Algo tiene que haber en el fondo. Tanto azul es inusual en una poza. Es apenas un remanso del arroyo, con aguas tan cristalinas que hasta se pueden contar las piedras y, sin embargo, es azul. Sí, también hay clarias.
Una vez en sus inmediaciones construyeron una instalación recreativa rústica, una especie de caneyes donde la gente veraneara y pudiera disfrutar del baño. Pero el día de la inauguración una descarga eléctrica cayó del cielo como un castigo y redujo a cenizas lo hecho. Después nunca más intentaron edificar nada allí. Dicen los muchachos que se encargan de reparar la estación de bombeo enclavada en la poza, que lo que Dios hizo para él, el hombre no lo puede cambiar. Será…
Ahora todo Arroyo Blanco bebe de las aguas frías y transparentes de ese manantial y lo cuidan más que a la niña de los ojos.
Unos 400 metros más adelante levantaron el campismo, que casi festeja 30 años y parece nuevo, como el primer día. Tal vez porque Dios o la Naturaleza regatean a veces, pero ofrecen espléndidos otras.
Arroyo Blanco
En tiempos de lluvia, Arroyo Blanco es verde intenso. Desde la Loma del Heliógrafo apenas se ve como un caserío blanco abrumado por el verdor, donde solo sobresale la Empresa de Flora y Fauna, con su amarillo chillón en las oficinas y hasta en las cuadras de la Escuela de Doma. Tiene una calle principal, un parque, una ceiba plantada en los albores del siglo XX y tres casas coloniales, de los tiempos de Ñañaseré.
La gente anda a caballo, en bicicleta, y en autos. Los jóvenes usan también ropas con la bandera de Gran Bretaña y los más viejos el sombrero de guano. Las muchachas utilizan botas de goma para no enfangarse los pies. Sin complejos comparten espacio una tienda en divisas con el parque donde pasta un potro desensillado. Higinio dice que está haciendo gestiones para traer un puntico de ARTEX, porque a ellos también les gustan las piezas de la colección Arte en Casa. Las fiestas más grandes del pueblo involucran al rodeo, porque todo el tiempo del mundo, quizás, no podrá borrar el pasado ganadero de la zona.
No vi muchos celulares, tal vez porque allí, ni el mismísimo Nokia logra cobertura, y ahora que lo pienso, tampoco vi muchos teléfonos públicos. Ojalá se trate solo de mi despiste.
Dicen que el campo de noche es feo, que le faltan luces y le sobran sonidos atemorizantes. No le pregunté a Higinio ni a Silvano. Aunque ellos no son la mejor fuente, aman demasiado a su pedazo de tierra.
Arroyo Blanco invita a quedarse para siempre, a refugiarse en su quietud, y contar una y otra vez las historias de su pasado. El nombre le viene por las piedras calizas del fondo del riachuelo, pero en primavera explotan los colores… y hay tanto verde y azul…
Fotos: Eric Yanes
Hola Sayli me gustó mucho el texto y me encantaría visitar Arroyo Blanco, te escribo pues hay una villa llamada Guajimico, que pertecene a campismo en la carretera de Cienfuegos a Trinidad, donde ver un tocororo es algo normal, ese lugar nos encanta a mis hijos y a mi precisamente por la natutaleza que tiene y las aves que te encuentras en el. Te invito a conocerlo. Saludos.