No cabe duda de que las dificultades económicas entorpecen y limitan las ineludibles acciones de mantenimiento y rehabilitación que necesitan las ciudades; pero se ha convertido en una respuesta estereotipada del Gobierno y la administración el afirmar que los problemas urbanos no pueden enfrentarse por falta de recursos materiales. De hecho, más grave resulta la carencia de recursos técnicos, intelectuales, culturales y organizativos.
Vivir en sociedad —en particular en las ciudades— exige un mínimo de reglas del juego que eviten los múltiples conflictos que se generan por la densidad y diversidad propias del contexto urbano, tanto de construcciones como de ciudadanos. Hay que ordenar las edificaciones y hay que organizar de algún modo las relaciones sociales. Y es evidente que La Habana se está desordenando, cada vez más.
En lo que concierne a las edificaciones, parece que ha desaparecido la actividad de control urbano y que cada uno puede hacer lo que le parezca. Agresiones a diversas edificaciones patrimoniales han hecho sonar recientemente las alarmas.
El desarrollo de la capital cubana está siendo cada vez más fragmentado y desarticulado. No existe un plan director realmente operativo, y la ciudad se va transformando debido a múltiples iniciativas sin coordinación, tanto privadas como públicas.
Se entremezclan sin orden ni concierto acciones constructivas de emprendimientos privados, proyectos de desarrollo local, modificaciones, ampliaciones o divisiones de los ciudadanos, con obras públicas de pequeña magnitud como las que se llevan a cabo en los llamados barrios vulnerables; las iniciativas de las autoridades municipales —que suelen ser reactivas, apresuradas, cuando no improvisadas— con las obras de iniciativa nacional como los elefantes hoteleros para el turismo —que ignoran su contexto inmediato—, sin que se perciba que existe una idea estratégica de cómo conducir y salvar la ciudad. Todo ello, además, consume materiales.
Son diversos los campos en los que se debe y se puede actuar sin que sea necesario gastar muchos recursos financieros o materiales. Señalaría dos en particular: la difusión, aplicación y control de las regulaciones urbanísticas, y la formulación de unas ordenanzas de convivencia urbana.
Es importante destacar que no basta en absoluto redactar y promulgar un texto jurídico propuesto por un grupo de especialistas. Debería tratarse de reglas que sean comprendidas y asumidas como necesarias y convenientes por la ciudadanía. Como respuesta a la pregunta de por qué acatarlas, no vale la tradicional réplica del funcionario de turno: “Porque es lo que está establecido”; que es lo mismo que decir “porque sí”. De ser así, quizá se acatarán, pero no se cumplirán.
Las regulaciones urbanas
En el caso de Cuba, las primeras normas datan de 1574 (las conocidas ordenanzas de Cáceres). Estas fijaban las reglas del juego tanto en el campo de la convivencia pública como en el de las construcciones. Su artículo 63, por ejemplo, ya precisaba hace más de cuatro siglos que “ninguna persona pueda tomar sitio para casa (…) sin que tenga licencia primero para ello, so pena de 200 ducados”.
En 1861 se promulgaron unas ordenanzas de construcción, más específicas y abarcadoras, que fueron perfeccionándose en el caso de la ciudad de La Habana hasta la versión de 1963.
Si cada uno decidiera construir donde, cuando y como quisiera o pudiera, muy pronto colapsaría el funcionamiento del tejido urbano. Unos afectarían a otros y no sería factible ni siquiera circular por la ciudad. Hubo que ponerse de acuerdo en reservar un espacio libre de construcciones para el tránsito, en alinear las edificaciones, en acordar rasantes para la evacuación de las aguas pluviales, etc.
No parece muy difícil de entender que, si se quiere construir en un recinto limitado (alguna vez, incluso amurallado), es necesario organizarse de algún modo para hacerlo habitable, transitable, protegido del sol, la lluvia y las enfermedades, etc.
Las regulaciones suelen abordar una serie de aspectos relacionados con la estética, la funcionalidad, la higiene, la protección y la seguridad. Con el tiempo han ido actualizándose y adaptándose a los avances tecnológicos, los gustos estéticos y las particularidades del contexto social y medioambiental.
Suelen regularse los siguientes aspectos:
• la intensidad de edificación: grado de ocupación (del suelo) y utilización (en altura) de las manzanas y las parcelas para controlar densidades excesivas o insuficientes
• el tipo de uso de suelo permitido (habitacional, industrial, recreativo, no urbanizable, etc.) para evitar incompatibilidades
• la protección de los valores patrimoniales
• la alineación de las edificaciones (jardín, portal, pasillos…)
• los tipos y elementos de fachada (portales, balcones, puntales, medianería, vistas y luces…), pintura
• las acciones constructivas limitadas o prohibidas (ampliaciones, divisiones…), así como las demoliciones
• la calidad del paisaje urbano: mobiliario (bancos, luminarias, papeleras, paradas…), carteles, señalizaciones…
• la vialidad y la infraestructura técnica (agua, electricidad, comunicaciones, residuales…)
• las áreas verdes y los espacios públicos.
De ser necesario, pueden redactarse unas normas generales y otras específicas para aquellas zonas que lo requieran por sus particularidades (zonas patrimoniales, zonas inundables…). Suelen acompañarse de un conjunto de procedimientos para solicitar y autorizar la ocupación del suelo, la licencia de obra o construcción; definen las contravenciones para los incumplimientos y, naturalmente, requieren de un cuerpo de inspectores que controlen su cumplimiento, orienten a la población y sancionen las violaciones.
La mayoría de las ciudades cubanas tienen definidas regulaciones más o menos actualizadas; pero su inobservancia ha alcanzado niveles insospechados.
A menudo se trata de documentos engavetados, cuyo texto desconocen tanto los funcionarios como la población, o son percibidos como un conjunto de prohibiciones arbitrarias y sin sentido.
A partir de ahí los ciudadanos improvisan ampliaciones y divisiones sin asesoría técnica, invaden o cierran portales, privatizan áreas comunes de los edificios, abren o cierran ventanas y puertas donde les parece, pintan pedazos de fachada, improvisan garajes y el paisaje urbano va adquiriendo un aspecto caótico que a nadie le gusta pero en el que muchos cooperan.
Las instituciones públicas no se quedan atrás: se multiplican las obras sin licencia, se irrespetan las zonas o edificaciones patrimoniales supuestamente protegidas, se incumple el proceso inversionista.
Por otra parte, la casi desaparecida actividad de control urbano es más sancionadora que educativa, lo cual no ayuda a que se comprenda su necesidad.
Es urgente volver a pasar a primer plano la vigencia de las regulaciones y los procedimientos. Los beneficios de recuperar su aplicación no solo no generarían costos adicionales sino que evitarían gastos innecesarios, evitarían conflictos y mejoraría notablemente el aspecto de las ciudades.
Unas ordenanzas para la convivencia
No solo hay que actuar sobre los edificios, sino además sobre las personas. Es necesario promover valores y normas de convivencia, de solidaridad, de respeto al prójimo (diverso) y al entorno; así como de participación ciudadana, para que lo que no sea de nadie sea de todos. Habrá que regirse por la regla de oro de la convivencia: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. El civismo no puede desligarse de la cultura ni esta de la educación.
Todos hacemos —o deshacemos— ciudad en mayor o menor medida. Y con ello incidimos en la vida colectiva; es decir, en la vida propia y de los demás. Es inevitable, por tanto, establecer unas reglas acordes al modo de vida urbano en convivencia cercana.
Esas reglas no pueden formularse de manera unilateral y burocrática. Tanto las regulaciones urbanas como las ordenanzas de convivencia deberían ser debatidas, acordadas y divulgadas para que puedan sean apropiadas por todos y, de este modo, cumplidas.
Convendría mucho abrir un proceso ciudadano de formulación de unas ordenanzas de convivencia. Ello implicaría seguir algunos principios en su formulación y puesta en práctica.
En primer lugar, sería necesario lograr una implicación y una firme voluntad política de dirigentes políticos y administrativos, así como involucrar a la población a través de campañas de educación y comunicación y, sobre todo, de su participación en el proceso de formulación.
Resulta imprescindible lograr una comunicación fácil y consistente de la ciudadanía con la administración (por ejemplo, a través de un número de teléfono o de una página web con funcionarios especializados en la comunicación con los ciudadanos).
Sería oportuno comenzar por unas ordenanzas “mínimas” que no regularan más de lo que se puede realmente controlar y que cubrieran, para comenzar, tres aspectos esenciales:
• el orden público (es decir, las reglas de una convivencia respetuosa, solidaria y participativa),
• la protección del medio ambiente natural (arbolado, áreas verdes, contaminación acústica, basuras…) y
• la protección del medio ambiente construido (en particular de los espacios públicos, el mobiliario urbano, la vialidad…).
Se podría igualmente revitalizar los reglamentos de los edificios múltiples en muchos casos olvidados o inoperantes.
Se trataría de normas que habría que revisar cada cierto tiempo; puesto que los valores cambian, no son eternos. Sobre todo, deberían ser normas complementadas con sanciones adecuadas (no solo financieras sino además de reparación del daño), así como con un cuerpo de control y educación ciudadana; es decir, una policía local.
Será difícil rescatar la imagen física de la ciudad sin recuperar y restituir al mismo tiempo una sensibilidad colectiva ante el medio ambiente construido que permita su disfrute y su defensa. Esa sensibilidad debería ser cultivada desde la escuela y enriquecida y fortalecida por los medios públicos de comunicación.
El papel de la arquitectura y el urbanismo —no la mera construcción— es esencial en la creación de referentes estéticos de calidad. Para que sea un proceso efectivo debe existir reconocimiento por parte de los decisores políticos, los administradores de recursos y los gestores urbanos de la importancia del asesoramiento técnico y estético de arquitectos y urbanistas. El hecho de ser elegido o designado a un cargo público no otorga de por sí ninguna cualificación en este campo. La actual monotonía y pobreza no se expresa solo en la falta de recursos materiales, sino además de recursos estéticos y culturales. La educación de la mirada es, pues, esencial. Rescatar la imagen significará rescatar además la calidad de la mirada y, con ello, a nosotros mismos.
¿Qué necesitamos?
La idea de que no podremos aspirar a una ciudad mejor mientras no dispongamos de más cemento y acero está lejos de la realidad. Es mucho lo que puede hacerse en términos de organización, cooperación, participación, rigor y control. Pero ello requiere de unos requisitos mínimos que hoy no existen.
En primer lugar, una real voluntad política que guíe las acciones y una administración que “se busque problemas” con quien tenga que buscárselos. Nadie debería estar autorizado a irrespetar la ley, ocupe el cargo que ocupe.
En segundo lugar, formulación y redacción de las normas a través del debate, la consulta pública y la participación. Es la única vía para que la población se apropie de la conveniencia y utilidad de estas.
En tercer lugar, una sólida y mantenida campaña educativa a distintos niveles. Debería comenzar en la escuela a través de una asignatura o de actividades que promuevan y enseñaran a debatir con respeto y tolerancia por lo ajeno; a entender y apreciar los valores del civismo. Las actividades tendrían su complemento en una sólida y permanente campaña comunicativa a través de los medios.
Por otra parte, es necesario definir y fortalecer las instituciones responsables de la aplicación y el control de las regulaciones urbanas y las ordenanzas de convivencia. Hoy existe una dispersión de responsabilidades y competencias que desorienta a la población y facilita que las instituciones responsables “peloteen” al ciudadano.
Es imprescindible fortalecer con medios y recursos —sobre todo humanos y culturales— las instituciones responsables. Hoy día el control urbano está prácticamente en manos de los ciudadanos que, a través de las redes sociales, denuncian barbaridades, ilegalidades, atentados a la higiene, al paisaje, al bienestar ciudadano. El control popular es positivo siempre que las denuncias no caigan en el vacío. Pero a los teléfonos nadie responde; las páginas web son mudas; los funcionarios “están reunidos”…
En pocas palabras: el asunto no va solo de recursos materiales. Una ciudad pobre no tiene por qué ser una ciudad desordenada.
Entiéndase, no estoy llamando a la intransigencia y la represión, a poner multas sin ton ni son, sino precisamente a recuperar la educación; estoy llamando al respeto y el rigor.
Mientras llega el momento de actualizar la estrategia de desarrollo de la ciudad (que requerirá tiempo y esfuerzo), sería oportuno centrar los esfuerzos en recuperar un mínimo de orden que haga la vida más llevadera y la ciudad más agradable. Bastaría —nada más y nada menos— con cumplir y hacer cumplir lo regulado.
¿Seremos capaces de ello?
Muy buen artículo, sería bueno que las autoridades que deben velar por el orden actúen en concordancia.
Formidable!
Carlos García Pleyan nos hace otra de sus valiosas entregas en defensa de nuestra ciudad y lo hace magistralmente. Gracias Carlos!
Absolutamente, desgraciadamente y parece que eternamente cierto.
Pero autoridades locales, inspectores, policía, Vivienda, Planificación física…tienen otras prioridades.