Era la primera vez que me alejaba del abrigo de mis padres. Me preparaba para visitar uno de los destinos más envidiados por los niños cubanos de aquella época. Pero en cuarto o quinto grado, Tarará a mí no me decía mucho. O nada. Solo era una palabra que se pronunciaba con un aire de euforia o misterio en los pasillos de mi primaria “Carlos Hernández” y en otras escuelas de la ciudad.
Ir a Tarará era un mérito. Los niños eran seleccionados por su comportamiento o por lo sobresaliente de sus notas. Nunca supe por qué me eligieron a mí para integrar el destacamento de los pioneros destacados. Mis notas, eso sí, fueron bastante buenas hasta sexto grado, pero mi conducta escolar era motivo de todo menos de orgullo. La mía y la de mis compañeros de correrías escolares. Una vez me pasearon por toda la escuela, un par de cursos antes, como ejemplo de todo lo que no podía ser un pionero. Creo que fue la directora quien me llevó de la mano, aula por aula, pasillo por pasillo, con mi uniforme lleno de churre y con la camisa estrujada fuera del short, contradiciendo lo reglamentario. En otra ocasión, una profesora me puso en una fila próxima a la pizarra junto a dos o tres más, y sacó una tijera para amenazarnos con cortarnos la lengua. El susto fue olímpico, y los llantos también.
Una mañana llegó finamente el día de marcharme para Tarará. Tenía una pequeña maleta de madera y mi cuerpo estaba aguijoneado por el miedo y una incertidumbre que no sabía cómo disimular. Creo que los restantes niños estaban bastante felices, con sus pañoletas azules sobre el cuello, y su impecable apariencia de pioneros “moncadistas”. No recuerdo si la estancia estaba fijada en una semana o unos 15 días. La niñez también se me ha perdido en la niebla de las ausencias de aquellos años, y de los niños que con los años decidieron marcharse. O lo hicieron antes, con sus familias. No lo sé. Solo recuerdo que nunca quise irme, porque aquí estaban mis amigos, mis raíces, mis orígenes. Pero fueron los amigos los que se fueron y de a poco una parte de Nuevo Vedado, donde he vivido, se ha llenado de edificios fantasmales. Sin vida.
Cuando monté en aquella pequeña guagua Girón sentí una profunda sensación de desasosiego y de extrañeza. Aquel remolino en el estómago se fue aplacando con esa ingenua alegría infantil ante lo desconocido y, no lo dudo, con el acecho a otro niño, de esos que siempre eran blanco de burlas y chistes, ya fuera por sus “espejuelos de botella” o por su conducta ejemplar. Era una especie de bullying que en aquellos tiempos campeaba y no despertaba mayor atención entre los profesores.
A la llegada a Tarará nos llevaron a salones con literas a todo lo largo. Era —creo—, lo más parecido a la experiencia posterior en las “escuelas al campo”. La memoria, ya saben, puede traicionar, y mis recuerdos de ese momento son bastante confusos. Lo que sí no olvido fue la primera vez que vi a aquellos niños blancos como la nieve, en unas casitas cercanas. No había visto muchos extranjeros hasta ese momento. Durante aquellos años Cuba apenas era visitada por turistas, salvo algunos técnicos del antiguo “campo socialista”. Pero aquellos niños no eran turistas. Habían llegado a Tarará tras la explosión de la central nuclear de Chernóbil, en Ucrania. Sus cuerpos padecían las secuelas de la radiación del mayor desastre nuclear de la historia. De “los rusitos”, como les decíamos, nos separaban a distancias prudenciales, quizás para que no fuéramos afectados también por alguna radiación que pudiera quedar en sus cuerpos. Almorzábamos, si la memoria no me traiciona, en comedores separados y no coincidíamos generalmente en las excursiones o en las actividades recreativas con música que se hacían en las noches.
Recuerdo la primera vez que los tuve cerca. Los que podían salir a la aventura eran niños muy risueños y creo que para ellos nosotros también éramos unas criaturas raras. Lo que más me llamó la atención fueron las niñas. Podían ser lo mismo rusas, ucranianas o bielorrusas, según supe después. No importaba la región de procedencia, porque su origen lo resumíamos sencillamente en “niños rusos”. Aquellas rusitas tenían un gran alborozo; la sonrisa en el rostro y el interés por el descubrimiento se les escapaba por el balcón de sus ojos, generalmente azules. Se parecían a esas muñequitas que había que extraer de otras muñequitas. Matrioskas, creo se llamaban.
Me impactó especialmente una, que me miró mientras coincidíamos en una de esas explanadas de Tarará y se echó a reír con otras niñas. Después, trataba de pasar cerca de sus pequeñas casas para tratar de verla otra vez. Miraba por la ventana o trataba de acercame todo lo que podía para encontrarla. Lo hice par de veces y después perdí del interés en encontrar a la “rusita” que me llenó de tímidas expectativas infantiles. Los grupos de aquellos niños llegaban a diario. Algunos se iban no sé si para hospitales o para sus países y llegaban otros a ocupar los recintos y espacios dejados por sus coterráneos. Con el paso de los días dejé de interesarme por aquellos niños. Después nos dijeron que estaban enfermos y que algunos requerían tratamientos especializados.
Chernóbil en mi memoria
Hace algunos años leí Voces de Chernóbil (Чернобыльская молитва) publicado en 1997 por la periodista bielorrusa Svetlana Aleksiévich. Es un testimonio que hiela la sangre. Esas páginas me regresaron al pasado y recordé aquella estancia en Tarará durante la niñez. El libro me hizo tomar mayor conciencia del drama de aquellos niños y de la vida que tanto ellos como sus padres habían dejado atrás al venir a Cuba para salvarse. Svetlana retrata, a partir de testimonios, los horrores de Chernóbil, el ocultamiento de la tragedia, las decenas de jóvenes reclutas y técnicos que fueron lanzados a aquella región con la certeza de que sus cuerpos serían consumidos por los altos grados de radiación, y refleja todo el proceso posterior, la muerte por la explosión entre los habitantes de Chernóbil.
La reciente invasión de Rusia a Ucrania vuelve a poner en mi memoria aquellas imágenes de los niños de Chernóbil, en Tarará. Me impulsan también a tratar de recordar al niño que yo era entonces. Todas esas imágenes están difuminadas en mi mente. No tengo nada claro. Salvo algunas de esas “fotografías” de Tarará y los rostros de amigos que ya no están en mis entornos. Pero la guerra entre rusos y ucranianos, que en Cuba, en Tarará, compartieron la esperanza de la vida, me lleva a preguntarme qué será de aquellos niños hoy, ya convertidos en adultos, y muchos de ellos seguramente con hijos y familias. Ese recuerdo me atenazó sobre todo cuando leí que las tropas rusas se habían apropiado rápidamente de la central de Chernóbil en esta invasión.
Quizá aquellos niños hayan muerto haciendo frente al conflicto, quizá hayan emigrado ante la amenaza de las bombas o quizá estén en sus casas o en un refugio, esperando que el desenlace de la invasión no les cueste la vida. No puedo decir que Tarará haya sido para mí un buen recuerdo; tampoco una de esas líneas de la existencia que queremos borrar para siempre. Si tuviera que describirlo, podría ser como una de esa novias que no cumplen ningún rol en la vida, salvo pasar el tiempo. Lo mismo, está claro, podrían decir ellas de uno o de cualquier otro novio en el camino. En resumen: Tarará en mi niñez fue una oportunidad bastante intrascendente y aburrida y nunca entendí por qué era tan ansiada por tantos muchachos de la época. Para los niños rusos fue indudablemente una experiencia curativa, pero para mí fue solamente otro apunte a pie de página de la vida.
Hoy, se ha vuelto a hablar de armas nucleares mientras Rusia arroja bobas de racimo sobre Ucrania. Un muchacho ucraniano que estudió en mis años en la Facultad de Comunicación de La Habana escribe un pequeño diario en Facebook desde su casa en Ucrania, a la espera de que la guerra se detenga. A la espera, sencillamente, de sobrevivir.
Me parece un poco incomprensible no mostrar afecto por los ucranianos ni protestar contra la guerra desatada por Rusia en medio de los estragos de una de las peores pandemias de la humanidad. Más muerte sobre la muerte. Los cubanos tenemos una relación especial con ese país, cuando era parte de la Unión Soviética. Muchos tenemos esa misma relación especialmente con la monumental cultura rusa. No son pocos los grandes escritores y cineastas rusos que también padecieron censura o fueron desplazados, y sus obras son también producto de la resistencia. La historia, de no interpretarse con todos sus matices, puede jugarnos una mala pasada o convertirse en un arma de doble filo. En un boomerang. Pero si algo no miente y es fidedigno es nuestra historia, así como nuestra vida o nuestras experiencias humanas, que con el tiempo comenzamos a interpretar de las formas más diversas según los acontecimientos que van formándonos, que no dejan de estar integradas por fragmentos dispersos que nunca podremos completar.
Hoy me quedo con la mirada de aquella niña de Chernóbil, con su cara risueña, que me aflojó mi endeble cuerpo de 10 u 11 años. Me pregunto dónde estará, si su vida fue arrastrada por las bombas. Espero que mi recuerdo de Tarará no haya perecido ante los misiles, como otros tantos recuerdos que ya se me han borrado por otras guerras humanas; otras que no han necesitado de bombas para hacer desaparecer a aquellos niños que me acompañaron en las inolvidables correrías de mis primeros años.