El periodismo no es un camino recto, una única vía. Al menos no siempre. Puede ser la avenida profesional en la que muchos empeñan todos sus pasos, pero también una calle alterna –aunque no por ello preterida, menor– o una a la que se regresa de tanto en tanto, con andar intermitente aunque seguro.
Muchos profesionales –de las letras, de las humanidades y hasta de las ciencias– han ejercido como periodistas en algún momento de su carrera. En colaboraciones esporádicas o con una presencia sistemática en las redacciones. Sus artículos les han ayudado a ganar celebridad más allá de sus círculos académicos, científicos, intelectuales, y también a mejorar el volumen de sus bolsillos.
El periodismo cubano atesora no pocos ejemplos. Escritores, profesores, abogados, músicos y hasta algún que otro deportista han sabido brillar con la pluma o la máquina de escribir. Es el caso de José R. Hernández Figueroa (Las Villas, 1894-La Habana, 1957), cuyo nombre ganaría notoriedad en el ámbito jurídico y universitario, pero también en la prensa.
Hernández Figueroa fue un hombre de amplios horizontes. Cuando en 1913 matriculó en la Universidad de La Habana, lo hizo en la carrera de Derecho Civil y Notarial, pero también en la de Filosofía y Letras. Cuatro años después ya se graduaba de abogado y comenzaba su trayectoria profesional en el mundo de las cortes y bufetes.
La universidad, sin embargo, estaría siempre en su órbita. Por ello, escalaría de a poco en la enseñanza superior. Sería nombrado profesor auxiliar de la cátedra de Derecho Penal en 1931. Para entonces ya exhibía varias publicaciones académicas. En 1944, curtido en las aulas, alcanzaría la categoría de profesor titular y entre finales de los 40 e inicios de la década siguiente sería elegido decano de la Facultad de Derecho y miembro del Consejo Universitario.
Pero, al mismo tiempo, dejaría de lado el lenguaje jurídico para calar en públicos mayores. El periódico El Mundo sería su trinchera. A su redacción pertenecería durante muchos años y como parte de ella le llegarían no pocos reconocimientos, entre ellos el del Consejo Universitario por la defensa y promoción de la Universidad de La Habana en las páginas del rotativo. Pero habría más.
En 1946 ganaría el Premio Nacional Juan Gualberto Gómez, destinado a los mejores periodistas del país y dos años después recibiría el Víctor Muñoz por su trabajo “El día de las Madres”, publicado en El Mundo. Y en este propio medio aparecería en 1952 su artículo “Los insumergibles”, en el que evidenciaría su agudeza para ahondar en la sociedad cubana y que sería distinguido con el Premio Justo de Lara. Su lectura, además de descubrirnos la prosa medida de Hernández Figueroa, arroja luz sobre ciertos personajes que todavía hoy, más de medio siglo después, ruedan por las calles de la Isla.
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Los insumergibles
Yo no sé si es que les sobra el talento o que les desborda el descaro. Lo cierto es que son insumergibles. No importa quién esté en el Poder, si el hombre que se lo ganó con una maniobra oscura, dentro o fuera de la vía democrática, o el que lo obtuvo en la limpia justa de la pugna popular. Esto, a lo sumo, es un accidente de limitada importancia que solo influye en la manera de buscarse el favor o de asegurarse su valimiento. Pero siempre tienen una fórmula, más o menos hábil, quizás si hasta supuestamente genial, para salvar el momento difícil y la presentan en bandeja de plata, en alarde de lúcido patriotismo o de limpieza de conducta de que siempre han carecido por igual.
La práctica de este arte de acomodamiento a la realidad, especie de mimetismo moral, cuenta con ciertas características lamentables de la psicología del cubano, señaladas algunas y por encarecer otras. Lanuza, nuestro inolvidable Lanuza, el cubano de más fina integridad que he conocido, decía que en Cuba nadie se acreditaba ni se desacreditaba por nada que hiciera. Podía alguien pasarse toda una vida consagrado a la más estricta vigilancia del bien público, y no por eso ganaba fama indiscutible de honorable ciudadano. Podía otro empeñarse en la más cuidadosa conducta de decencia pública y privada, y ni así podía acorazarse contra la torpe maledicencia y la inconsulta diatriba. Por el contrario, podrán otros adentrarse ufanos en la inmoralidad más descarnada, gozarse en la delincuencia más o menos encubierta, hacer enjuagues para no pagar lo que se debe o para defraudar descaradamente a sus legítimos acreedores, y no por eso se les negaba el saludo ni se les excluía del círculo social, y, lo que es más grave, si ganaban preeminencia social o encumbramiento social, se los reverenciaba como hombres de empinada condición, ya en el trato diario, ya en la mención de prensa.
Por su parte, Aldo Baroni, sagaz periodista que conocía a fondo nuestro medio, decía del cubano que era de poca memoria. A esa cualidad negativa de su retentividad, atribuía gran parte de nuestra indiferencia frente a la historia sombría de muchos de nuestros supuestos prohombres. Habían tenido en el pasado una conducta repudiable, adentrándose en la desvergüenza, gozándose en el peculado, y, sin embargo, pasado algún tiempo, se los enaltecía como si se tratara de verdaderos patriotas alumbrados por sanos ideales de bien público. A veces, bastaba que cambiaran las circunstancias de la noche al día, para que el malversador de ayer, sin otra voluntad que la de acrecentar sus millones a expensas de los dineros del Estado, desaprensivo y abúlico como un Emperador de la Roma de la decadencia, quisiera hacerse aparecer como un ciudadano abnegado, símbolo y encarnación de la patria adolorida y maltrecha.
Aprovechándose de esas condiciones del cubano, olvidadizo, desaprensivo, ajeno al rencor escondido y extraño al espíritu vindicativo, los insumergibles se agarran a la primera oportunidad para salvarse del naufragio y para salir a flote con más bríos y mayor empuje. Hay, desde luego, categorías en esa condición de caer siempre de pie o de ponerse de pie como muñecos de plúmbea base. Hay la clase de los taimados, de los silenciosos, que se escurren como sombras, cuidados de que no se les advierta apenas en los primeros momentos, temerosos de que alguna voz denuncie su juego, descubra su maniobra. Se conforman con instalarse cerca de la altura, con colgar la sotana en el clavo de la sacristía. Ya tendrán oportunidad, en su día, en su hora, que prepararán con paciencia, de adueñarse de la catedral. Hay la clase de los audaces, conocedores de la frase latina de que la fortuna los ayuda, que tienen al menos el valor de enfrentarse con peculiar desenfado con la realidad y se atreven a dar consejos, a señalar pautas, a esbozar soluciones en público, mientras reptan en las tinieblas hacia la mano que puede pegar, pero que puede pagar a su vez, en súplica de la alta prebenda o de la empinada posición, jugosa por la remuneración, singular por el rango.
Eternos parásitos de la patria, perennes simuladores de una hombría de bien de que carecen, explotadores de ayer, de hoy y de mañana, no llevan en el corazón más que la impronta de su mezquindad. Con una verticalidad de artificio, que ejercen solo contra los débiles o los infelices, se enarcan fáciles ante los que mandan. Son los insumergibles, desbordados de habilidad a veces, hasta de ciencia en ocasiones, pero a quienes les ha sobrado siempre el descaro salvador.