A 167 años de su natalicio, José Martí es todavía un universo en expansión. Su inmensa, portentosa obra, asombra aún por sus innumerables matices y enseñanzas, por la profundidad y pasión que unifica tras ella a cubanos –y no cubanos– de aquí y allá, de todos los credos, colores e ideologías.
No es elogio gratuito ni retórica patriotera llamarlo “el más universal de los cubanos” –aunque a fuerza de repetirlo a muchos se les desdibuje su real significado–, porque justo eso fue: un hombre de calado universal que, con la mente en Cuba, miró y abrazó el mundo, y dejó constancia de ello en su vastísima obra escrita.
Citado y revisitado hasta la saciedad –no pocas veces de manera acrítica u oportunista–, Martí se mantiene incólume ante el paso del tiempo. Tanto su fulgurante poesía, que lo encumbra entre los más grandes escritores hispanoamericanos del siglo XIX, como su arduo y sacrificado quehacer político, que coronó con su muerte y lo enaltece hoy como Héroe Nacional de Cuba, bastarían por si solos para reverenciarlo. Pero a ellos une su lúcido y abarcador periodismo.
“El periodista ha de saber, desde la nube hasta el microbio”, escribió sobre su más constante profesión, y esa frase supo cumplirla a cabalidad. Su espléndida cultura, forjada desde su niñez, le permitió abordar por igual en sus escritos temas políticos, artísticos, científicos y sociales; hechos de Cuba, América Latina y Estados Unidos –donde transcurrió casi toda su corta e intensa vida–, y también de la vieja Europa y la lejana Asia.
Ello, sin embargo, no hubiera sido posible sin su innata sensibilidad periodística, su perspicaz capacidad de observación y análisis, su pulida –pero no por ello sencilla– escritura, su probada vocación pedagógica, que le permitieron poner al alcance de sus lectores lo mismo reseñas de exposiciones de arte –como la de pintura impresionista–, escritos sobre la historia latinoamericana y críticas de teatro, que crónicas de acontecimientos relevantes como el terremoto de Charleston y el proceso contra los anarquistas de Chicago, artículos para niños como los de La Edad de Oro, y retratos de figuras tan diversas como Darwin, Edison, Heredia, San Martín y Grant.
Desde que comenzara en su adolescencia con El Diablo Cojuelo hasta la culminación de su periodismo político en Patria, Martí escribió centenares de textos para periódicos y revistas de América y Europa. La Soberanía Nacional, de España; la Revista Universal, de México; El Progreso, de Guatemala; La Opinión Nacional, de Venezuela; La República, de Honduras; y La Nación, de Argentina, estuvieron entre los medios distinguidos con su firma.
En los Estados Unidos, y particularmente en Nueva York, fue amplia y notable su labor como periodista, en publicaciones como La América –que dirigió–, The Sun, La Revista Ilustrada, El Avisador Hispanoamericano, El Economista Americano y El Porvenir. Sus escenas neoyorkinas y norteamericanas están entre lo más brillante de su producción periodística y, me atrevería a decir, de toda la prensa de su época. Y lo están, ante todo, por sus detalladas descripciones, su calado emotivo, su escritura precisa, los juicios certeros que afloran en la narración.
Con una de ellas, publicada en El Economista Americano en octubre de 1888 y dedicada a los vendedores de diarios que él mismo conoció en la Babel de Hierro, les dejo entonces como ejemplo del universal periodismo de José Martí. Un periodismo que, a más de un siglo de escrito, sigue refulgiendo en tiempos de Internet y acrecentando la genialidad de su autor.
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Escenas neoyorquinas: Los vendedores de diarios
Hay un padre en Nueva York que suele llevar a su hijo de cinco años a que vea cómo batallan por la vida los niños pobres; y como nunca se ve esto mejor que a la hora de vender los diarios de la tarde, por allí suelen ir padre e hijo cogidos de la mano, por Park Row, a un costado de la Casa de Correos, que es donde están los más de los diarios, –el Herald en su palacio de mármol, ya raquítico junto a los edificios nuevos que lo rodean y apagan; el World que en manos del judío Pulitzer, y a fuerza de dinero del Oeste, va dejando atrás al Herald; y el Times, con su clientela de gente sesuda, y su casa nueva de granito, que han levantado por entre la vieja sin mudar por un día solo la imprenta ni la redacción; y el Tribune, en su monumento de ladrillo, rematado por la torre más alta de la ciudad, como en símbolo de su fundador Horacio Greeley, que mientras vivió fue entre los periodistas el más alto; y el Sun, acurrucado en su casuca vieja junto al Tribune, mordiéndole las rodillas, picante como el champaña, apasionado como Aristófanes, travieso y crudo. –Aquello está concurridísimo en el día, como que Park Row da por un extremo en el arranque del puente de Brooklyn, y por el otro en Broadway, donde se miran, como en las esquinas de un triángulo, la Casa de Correos, el Herald y la iglesia de San Pablo, enclavada, con la cruz en el tope y los sepulcros alrededor, en la región de los negocios: desde el muro del atrio, arropada en un manto funeral, asiste a la procesión de aurígenos, de los que corren, calvos y exaltados, detrás de la fortuna, una urna cineraria. Pero la muerte es natural, y la vida es hermosa. ¡Hasta mañana! Se debe decir al morir, y no ¡adiós! –¡Lo que seduce a los ojos en Park Row, lo que el padre quiere que vea el hijo, es la turba de niños huérfanos, de doce, de diez, de cinco años como él, que con su real en el puño esperan en la acera en fila a que se abra el sótano donde se ponen los diarios a la venta! ¡Qué echarse escaleras abajo! ¡Qué salir los unos por entre las piernas de los otros! ¡Qué partir el que tiene con el que no tiene! ¡Qué ofenderse con la palabra, y ayudarse con la buena acción! Dan deseos de vaciar sobre ellos los bolsillos. Esa es la Dánae nueva, la desdicha. Se le enseña el puño al cielo, por no poder convertirse en lluvia de oro. ¡Padre, oh Dios, para todos los huérfanos! ¡Zapatos, oh Dios, para todos los descalzos! El padre le dice al hijo: “mira”. Y al niño se le ablandan los ojos, y compra a montones los diarios que todavía no puede leer. Si falta un centavo en el cambio, “que se lo lleve, ¿no, papá?” Así el hombre aprende a serlo: no como la gente necia y vil, que se avergüenza de ser contada entre los pobres, o de rozarse con ellos.
Y en lo alto de la ciudad, al caer la noche, la escena es la misma. Es la hora de los alcances, de las últimas noticias. La población está de vuelta en sus casas. ¿Qué yatch triunfó en la regata?: ¿qué peloteros ganaron, los de Nueva York, que tienen el bateador que echa la pelota más lejos, o los de Chicago, cuyo campeador es el primero del país, encuclillado fuera del cuadro, mirando al cielo, para echarse con ímpetu de bailarín a coger en la punta de los dedos la pelota que viene como un rayo por el aire? ¿Y qué caballo sacó la carrera? ¿Y cómo estaba, que dicen que está moribundo, el pugilista John Sullivan, la bestia bípeda de cuerpo apolíneo, roído en lo interior de tanto beber, como roe el fuego la yesca? Aquí eso apasiona: pelotas, yachts, pugilistas, caballos. De pronto, al pie de la estación del ferrocarril aéreo, del “elevado” como acá dicen, se aglomera la conmovedora chiquillería. Acuden dos policías, con la porra alzada. Los muchachos, callados, se van poniendo en fila. El vendedor de los diarios deja caer su fardo de mil periódicos, al pie de un farol. Y arrodillado en el fango, va contando a la media luz. El compradorzuelo espera ansioso, con la mano tendida. Un real, veinte periódicos: Y echa a correr: “¡Extra, Extra!” Va descalzo, a medio pantalón, sin chaqueta, sin sombrero. Vende sus diarios a centavo. –Y allí se ve el caritativo, que fía al amigo más menesteroso la mitad de su compra. Y al piadoso, que regala dos números de sus diez a un angelito que lo mira triste, con su carita de dolor de concha, y la saya rota, y el pañolón a la cabeza, y sin zapatos. Y se ve al emprendedor, ya con aire de rico, que compra un peso de diarios cuando se va a acabar el montón, y luego los revende a premio a los que no alcanzaron turno. Principia allí la vida. Y el capital triunfa. A veces, mientras esperan, se salen del borde de la acera. Va el policía sobre ellos, porra en mano. Y se desgranan. Los talones desnudos les relucen, con la luz verde del farol eléctrico, cuando se pierden gritando “¡Extra!” en la sombra.