A Mirta Aguirre (La Habana, 1912-1980) muchos cubanos la recordamos por su “Canción antigua al Che Guevara”, uno de los poemas más citados y declamados que se han escrito en homenaje al icónico guerrillero argentino. Esos versos, en los que la autora dialoga con el Che ya caído –y al que no identifica por su nombre, sino que llama repetidamente “caballero”– forman parte de la memoria de los nacidos en la Isla, desde que los leemos por primera vez en los libros escolares.
Luego, quienes siguen el camino de las letras y las humanidades, vuelven a dar con ella, con su poesía –a la que Juan Ramón Jiménez calificó de “revolucionaria” en su “acento más noble”–, con su crítica, con su ensayismo sobre figuras capitales de las letras hispanoamericanas como Miguel de Cervantes y Sor Juana Inés de la Cruz, con su periodismo.
La Aguirre fue una de las intelectuales más robustas del siglo XX cubano, una mujer que no escondió nunca su militancia marxista, desde cuyo prisma edificó toda su obra y cimentó su propia vida social y política. Como muchos escritores e intelectuales del llamado período republicano que militaron en las filas comunistas –Villena, Marinello, Guillén, Portuondo–, integró organizaciones de esa corriente ideológica –el Partido Comunista de Cuba, luego Partido Socialista Popular (PSP), la Liga Antimperialista, la Federación Democrática de Mujeres Cubanas, entre otras–, defendió causas como las de obreros y mujeres, sufrió persecución y exilio, y se vinculó a medios y publicaciones afines. En ellos desarrolló gran parte de su trayectoria periodística.
Graduada de Derecho Civil en 1941, debió usar varios seudónimos en su labor política y periodismo militante. Durante años tuvo a su cargo la sección de cine, teatro y música del periódico Hoy, órgano del PSP. En ese diario, para el que escribió más de dos mil artículos, trabajó entre 1944 y 1953, y luego regresaría a sus páginas una vez triunfada la Revolución Cubana.
Además, fue miembro de la sociedad cultural Nuestro Tiempo y del consejo de dirección de la revista Lyceum de La Habana desde 1936, coeditora de la Gaceta del Caribe en los años 40, y subdirectora del semanario Última Hora, entre 1951 y 1954. De igual forma, colaboró con otras publicaciones como Mensajes, Mediodía, La Palabra, Cuba Socialista, y las revistas de la Universidad de La Habana y la Casa de las Américas.
Después de 1959, mantuvo una intensa labor cultural y docente, en la que destaca su trabajo como directora de la Sección de Teatro y Danza del Consejo Nacional de Cultura, como profesora en la Escuela de Letras y Arte de la Universidad de La Habana y directora de su Departamento de Lengua y Literatura Hispánica, y como directora del Instituto de Literatura y Lingüística, en el que lideró hasta su fallecimiento la publicación del Diccionario de Literatura Cubana.
Como muestra de su periodismo, les dejo con la crónica “Fritz en el banquillo”, publicada en el diario Hoy el 9 de mayo de 1945, justo el día en que la Alemania nazi firma el acta de capitulación incondicional que decreta oficialmente su derrota en la Segunda Guerra Mundial. En ella, con un estilo narrativo que revela su pulso como escritora, recrea el enjuiciamiento de las barbaries del nacismo en el momento de su desplome definitivo.
Este texto, que sería galardonado al año siguiente con el prestigioso premio Justo de Lara –por un jurado que integraban, entre otros, el periodista Rafael Suárez Solís, el poeta Agustín Acosta y el profesor y ensayista Raimundo Lazo–, sería acusado desde las páginas del Diario de la Marina de estar “al servicio del Soviet” y alentaría una polémica en la que también participarían Hoy –que defendió con fuerza la crónica premiada–, la revista Bohemia y el diario Pueblo. Tal controversia confirma el espíritu militante, movilizador, del periodismo de la Aguirre, como lo sería su propia vida.
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Fritz en el banquillo
El hombre permanecía de pie, contemplando meditativamente un punto vacío en el espacio. Su expresión abstraída acentuaba la tensión de sus rasgos, envejeciéndolos, prestándoles una impresionante dureza. Cinco años de lucha, de sangre, desesperación, habían ido tallando su rostro a secos golpes de hacha, matando en él la alegría de tal modo que ni aún ahora, cuando todo había terminado y la balanza de la justicia se inclinaba hacia sus manos, lograban encontrar sus ojos una chispa de júbilo y despreocupación. Junto a él, apenas a unos pasos, arrinconado en un banco, con su uniforme en trizas, Fritz lo esperaba solapadamente con miedo y un poco de esperanza. Sobre el silencio pesado, opresivo, gravitó una música lejana, mezcla de músicas.
El hombre se acercó lentamente a la ventana abriéndola de par en par. Con la luz penetró en la estancia una oleada sonora. Él escucho y luego habló despacio como para sí mismo.
― Es Mendelssohn, Fritz, “el judío sucio”. Cuando tu padre se casó lo usaron para adornar la ceremonia. Avanzaba su nuca rapada poco a poco, al compás de su Marcha Nupcial… Y más lejos, lo que se oye es Dvorak, Fritz. ¿Verdad que conoces a Dvorak? Tú prohibiste en Checoslovaquia sus Danzas Eslavas… Prohibiste, también, las óperas de Smetana… Después de todo, música. Pero le tenías miedo, Fritz; tanto miedo como a los poemas de Heine.
Calló unos instantes, sumergiéndose en los ecos y luego continuó, siempre como para sus oídos:
― Odiabas la música, los libros, tanto como a los hombres. Echabas, en verdad, mano a la pistola, cuando oías hablar de cultura. Por eso no podrías triunfar, Fritz. ¿Cómo pensaste que el mundo podía retroceder mil años? Era colocarse no frente a nosotros sino frente a la Historia, contra la vida misma; y el resultado inevitable era éste: tú en el banquillo de los acusados; yo aquí, teniendo que juzgarte.
― ¡Son tantos los crímenes, Fritz! Tú mismo tiemblas ahora, cierras los ojos y llevas a la nariz el pañuelo cuando te hago desfilar ante las montañas de cadáveres. Tú, Gran Sepulturero, retrocedes y te acobardas. Salen espectros de los campos de concentración, hombres que reviven la antropofagia gracias al hambre que les impusiste por años; pasan cortejos de esclavos traídos desde Ucrania, de Bolonia, de Francia; criaturas heridas, mutiladas, se presentan para acusarte; campos arrasados, casas incendiadas, niños ensartados en la punta de tu bayoneta… Y muertos, muertos, millones y millones de muertos…
― Y ahora, Fritz, tú ahí. Y yo pensando lo que hay que hacer contigo.
Los ojos claros, tranquilos, irremediablemente tristes, contemplaron largamente la figura vencida. Luego la voz continuó queda, infranqueablemente bañada de serenidad.
― Tú piensas que ahora vendrá la venganza. Pero será mucho peor. El hombre enceguecido por su dolor, por su odio, el que se lanza contra el adversario con pasión, puede aniquilar o compadecerse. Perdonar, Fritz, es renunciar a la revancha. Pero aquí no habrá revancha, sino justicia.
― No sé si entenderás la diferencia. Cortar una mano puede ser un acto vengativo; pero puede ser, también, deber de cirujano. Y todo tú, Fritz, de pies a cabeza estás enfermo, llagado, purulento, necesitado de bisturí. Será preciso hacerte sufrir para salvarte; sufrir como un condenado, como sufren algunos enfermos en los hospitales bajo dedos sin cólera y sin piedad de sus médicos.
― Solo que, además, tú eres responsable de tu dolencia. Y tendrás que responder de ello ante toda la Humanidad. ¿Cuántas mujeres violadas, Fritz? ¿Cuántos niños asesinados? ¿Cuántas gargantas de hombres pendientes de la horca? ¿Cuántas escuelas destruidas, cuántos sembrados, cuántos hospitales?
Avanzó hacia él aproximándole sus interrogaciones apasionadas que sacaban a flote el amargo producto de cinco años durante los cuales la tierra había parecido un infierno:
― ¿Cuánto dolor, Fritz? ¿Puedes tú tener idea? ¿La tuviste, realmente, cuando tu paso de ganso recorría Europa? ¿Lo aprendiste en Colonia, en Frankfurt, en Berlín? ¿Lo sabes ahora?
Calló y sonrió, luego vagamente, ante la respuesta que no sobrevino.
― Lo sabes, Fritz, perfectamente. Lo supiste desde el primer día, desde le primer jolgorio cervecero en Munich. Solo que entonces y durante mucho tiempo no conociste más que una de las caras de la medalla. Cuando esta se dio vuelta, en Stalingrado, ya era demasiado tarde para retirar la apuesta. Tuviste que continuar, aunque de buena gana habrías cambiado el rumbo.
― Y en eso, en cambiar el rumbo, en protegerte con un nuevo camuflaje, estás pensando ahora, a pesar de estar aterrorizado. Eres paciente, Fritz, y hábil. Eres capaz de extenderte fondos cobrables dentro de veinte años, dentro de treinta, de cincuenta… Puedes pensar no para ti ni para tus hijos, sino para tus nietos. Pero esos nietos, Fritz, habrían sido educados por nosotros, vacunados por nosotros contra tu mala herencia. Sería un gran fracaso este Día de la Victoria si no sirviera para arrebatarte esa esperanza que estás acariciando: la de regresar mañana en los de tu sangre para reeditar con otro desenlace este quinquenio que nos has obligado a vivir.
― Pero eso, Fritz, es lo que se va a evitar a toda costa. Porque esta vez no se ha luchado para ganarte la guerra, sino para ganarte la paz; arrebatándote el presente como un medio de salvaguardar contra tu amenaza el porvenir. Porque tu rendición incondicional es la entrega de tus armas, pero más que eso es la entrega de ese oscuro espíritu de barbarie del que podría nacer en cualquier otra coyuntura propicia un nuevo Herr Hitler.
― Es así que lo esencial, lo más profundo de esta guerra contra ti comienza hoy. Será el fusilamiento y será el presidio; serán los forzados trabajos de reconstrucción. Morirás cuando sea justo que mueras; pero vivirás también, Fritz. De un modo, y de otro, pagarás tus deudas. Y aunque haremos los cobros sin crueldades inútiles, como cabe a los que no son fascistas, por ser como son esas deudas, créeme, Fritz, que te va a ser duro aprendizaje saldarlas.
Un abrazo. De los que sólo contagian tinta… negra, añeja.
Tu exprofe