1.
Yo soy el monstruo, el desalmado, el nuevo enemigo número uno, la némesis de la justicia social.
Yo, que trafico con las necesidades de los demás; yo, que me escurro por las rejillas pestilentes del sistema; yo, que desgarro mis vestiduras morales y taponeo mis oídos con insensibilidad y avaricia; no soy la caricatura que muchos ven en mí, el escudero del mal. Soy (también) un espejo.
2.
“Déjame decirte algo: no soy tan diferente de ti, de los demás”. El hombre me mira buscando alguna reacción en mi rostro, algún gesto que delate que ha dado en el blanco, que ha mellado mis defensas impolutas de periodista, de cuestionador de la realidad: su realidad.
No sé si lo ha logrado, pero es muy posible. Tengo un sabor extraño, como a mueca rancia, en la boca. El hombre sonríe complacido, triunfante; no disimula su satisfacción por la bala que acaba de lanzarme a boca de jarro, como respuesta a mi pregunta, a mi petición.
Le he preguntado si quería narrarme su historia, su experiencia como “colero”. Si, en unos minutos, podía hablarme de sus motivos, de sus tácticas, de su modus operandi. Le he aclarado que no tiene que decirme su nombre, ni ningún otro dato, ni “chivatear” a nadie; que no soy policía; que solo quiero conocer, comprender, lo que hace, para luego contarlo en internet si me autoriza. A fin de cuentas, le digo, es su historia.
No le digo, en cambio, que he venido observándolo desde hace varios días; que lo he visto, a prudente distancia, organizar su “negocio”; repartir turnos; cuadrar con otros sus rotaciones en la cola; llamar a alguien aparte, a media cuadra del lugar, sin preocuparse demasiado por los policías y el portero de la tienda, y proponerle un sitio entre los primeros, vigilado de cerca por un escolta. Tampoco le confieso que me he atrevido a hablarle porque me ha parecido menos feroz que sus compinches, más razonable, no fuese a creer que veo en ello un signo de debilidad. O que, por ello, fuera yo a denunciarle.
“Si no quiere hablar ―le aclaro―, no pasa nada”, y él asiente y me dispara a quemarropa lo de que no somos tan diferentes. Luego sonríe.
3.
Manuel ―pongamos que se llama Manuel― lleva “en esto de las colas” varios años. No es su única “ocupación”, me explica mientras expulsa el humo de su cigarro, el segundo que enciende desde que me llevó aparte pensando que quería comprarle un turno y terminé preguntándole por su “trabajo”.
Es, podríamos decir, un buscavidas profesional ―“un luchador” se llama a sí mismo, echando mano a un término ciertamente manido y polisémico del argot popular, pero no por ello menos ilustrativo― que vende “esto y aquello” y hasta hace sus trabajos de pintura y albañilería “cuando valen la pena” o “la jugada está apretá’”. No obstante, prefiere no dar más detalles ni responder si está “fichado” por la policía. Se limita a lanzar otra bocanada de humo ―el nasobuco atado por debajo de su barbilla― y a advertirme, siempre sonriente, que no desea arrepentirse por haber dejado la cola con “unos socios” para satisfacer mi curiosidad.
Aunque me esté cobrando. Sí, porque lo está: 5 CUC, el mismo precio al que vende los turnos “para no apretar demasiado la mano”. A veces, incluso, los propone más baratos, a 3 CUC, cuando no hay tanta gente o los productos no son de los más demandados. “Pero hoy te pusiste de suerte: hay pollo. Si te cuadra, por otros 5 cucos te pongo alante y te vas con tu paquete de pechuga”.
Sus inicios como colero no fueron, digamos, me dice, por vocación.
“Una vez que estaba escacha’o un socio me propuso hacer cola de madrugada en una agencia de pasajes y vender los turnos por la mañana a los que llegaran a última hora, y funcionó”. Desde entonces, afirma, ha estado haciéndolo, solo o acompañado, en diferentes lugares de La Habana, cambiando de municipios “para no quemarse”, evitando el “gardeo” de las autoridades, “refrescando” de tanto en tanto, pasando días, noches y madrugadas en agencias de pasaje, notarías, oficinas de trámites, tiendas.
Cuando comenzó la pandemia, me cuenta, estaba reparando una casa con una brigada, pero “todo se paró y tuve que ponerme a inventar”. Su mujer, que “es una fiera” y “vende mercancías por la calle”, le dijo que en la tienda que está cerca de donde ella se apostaba con unas amigas se estaban haciendo tremendas colas y aquello era “el acabose”, río revuelto para pescar. Y pescó.
Al principio, no le cayó bien a otros coleros de la zona, más que nada por no ser del barrio, por “caer de fly” y meterse en el bolsillo a gente de la tienda con “dos o tres trucos que uno aprende en esto”, pero terminaron por tolerarse, por acomodarse, por “pinchar” juntos. Alguno, incluso, lo siguió hasta otra tienda, en otro barrio, cuando “metieron” policías y organizadores oficiales “de esos que usan brazalete”, “explotaron” varios empleados y “se pusieron” para él: lo alertaron par de veces. “Pero nunca me cogieron en nada”.
4.
“Esa es la clave: que no te cojan en el brinco ―sentencia Manuel―. Y si te cogen, lo niegas y lo vuelves a negar. Tratas de darle la vuelta a la tortilla, crear dudas, confundirlos, pero sin fajarte con nadie, y menos con la policía”. Me lo dice tras encender el tercer cigarro y dar un rápido vistazo hacia la cola, que sigue adormecida en la otra cuadra. Si tiene alguna preocupación, alguna inquietud, no lo trasluce. Su rostro es la imagen de la serenidad.
“Si te vas a dedicar a esto, no puedes ponerte nervioso ―me responde―, porque metes la pata. El nerviosismo se nota y la gente se da cuenta; no solo los policías y los organizadores del gobierno, también los otros coleros, los compradores, y te cogen la baja. Eso es fatal.”
“Tampoco es bueno ser demasiado apretador ni abarcar demasiado ―agrega―. Yo marco para cuatro o cinco, y trato de no quemarme mucho en la misma cola: marco dos o tres veces si la cosa está tranquila, o me desaparezco si se revuelve, aunque no caiga nada en el jamo. A veces, incluso, compro para mí y no lo revendo ni nada, porque yo también tengo que comer. Y si no queda otra, me pierdo unos días, o me cambio de tienda y vuelvo a empezar. Eso no me preocupa. Pero a mucha gente se le va la mano, marcan para veinte o treinta, separan turnos muy pegados, suben los precios de un día para otro, y así nos embarcan a todos. Ya he tenido mis discusiones con varios, pero no entienden. Por eso ahora nos tienen el ojo echa’o”*.
Le hago notar que él, como sus compinches de turno, no son invisibles. Que muchos en la zona los conocen. Que no fue difícil dar con ellos y hacerme pasar por un posible comprador. No se inmuta. No parece molesto ni sorprendido. Mi tiro ha dado limpiamente en su yelmo, pero el metal no acusa ni la más mínima abolladura.
“Para estar en esto ―me aclara―, no te puedes regalar, pero tampoco puedes sentarte a esperar que todo el mundo venga hasta ti. Los clientes ―dice “clientes” con la mayor naturalidad del mundo― tienen que conocerte porque si no, ¿quién te va a comprar los turnos? Eso sí, tienes que tener mucha vista, mucho olfato, para no equivocarte con las personas, para no proponerle un turno al tipo equivocado ni decirle que sí al primero que viene a verte con el cuento de que lo mandó fulano o de que necesita que le vendas un ticket porque tiene tal o más cual problema. Tú, por ejemplo, no me vas a embarcar, yo sé que no ―me mira otra vez con detenimiento, calculando el efecto de sus palabras―, pero cualquier otro podría hacerlo. Cualquiera puede joderte con la mejor de las intenciones o mandarte a matar, y tienes que estar a la viva.”
5.
“Yo no revendo cosas ―asegura Manuel―, a menos que me avisen de algo a lo que se le puede sacar una buena lasca, o que algún cliente me haga una propuesta interesante; y si lo hago, trato de que no sea enseguida, ni cerca de la tienda, porque si te están velando, te agarran con las manos en la masa. Es verdad que así se puede ganar más dinero, y que si cuadras bien con la gente adecuada te puedes quitar la madrugadera de arriba, pero también es mayor el riesgo: si te cogen, el planazo es grande, más ahora que están arriba de eso. Y yo he librado ya mucho tiempo para venir a entregarme como mansa paloma.”
“¿Y cómo te enteras de que habrá algo a lo que se puede sacar una buena lasca? ―lo provoco― ¿Cómo sabías que en esta tienda hoy iban a vender pollo?” “Tengo mis contactos” ―me responde y hace una pausa breve, estudiada―, pero no sigas por ahí que no te voy a soltar prenda. Uno tiene que cuidar a su gente.” “¿En la tienda? ¿En la empresa?”, insisto, pero no me hace swing. Se encoje de hombros y mira hacia la otra cuadra, hacia la cola. “¿Y la policía?”, contraataco. “La policía, ¿qué?”. “¿No te sofoca? ¿O también tienes tus contactos?” Se ríe, no sé si divertido o para disimular una sorpresiva turbación. “Puede que alguien los tenga, no sé, pero no yo. Eso es como meterse en la boca del león, y al león es mejor dejarlo tranquilo.”
“¿Y no vendes nada por internet, por las redes sociales?”, le cambio el rumbo, no vaya a acomplejarse y dejarme con la palabra en la boca. O a querer cobrarme más dinero. “Qué va, eso no es lo mío ―me contesta―: yo soy de la vieja escuela, me gusta mirarle los ojos a la gente, calcular lo que dan. Si veo que puedo, hasta subo un poco el precio, pero si no me convencen les digo redondamente que no, que ya no vendo turnos, que estoy ahí para comprar para mi casa o a una tía enferma. Bien que decía mi madre que perdiendo se gana. Además, en eso de los datos también se gasta dinero y, para colmo, ahora mismo están puestos para esa jugada. Dos amigas de mi mujer empezaron a proponer cosas por Whatsaap y por Facebook: champú, detergente, pasta, jabón, y ahora andan acobardadas con los reportajes que han sacado en el noticiero. Creo que hasta se quitaron y todo.”
Manuel lanza otra mirada a la cola, que parece haberse despertado, que se estira y contorsiona mientras dos policías gesticulan, separan entre sí a los aspirantes a compradores, organizan un pequeño grupo y lo envían hasta la otra cuadra, hasta la esquina de la tienda. “Ahora vuelvo”, me dice y camina hasta allá, con rapidez, pero sin sobresalto, pasa por el lado de los policías y sigue hasta donde está uno de sus socios, casi en el extremo delantero. Habla con él, le hace señas a otro, no sé si socio o cliente, que estaba mucho más atrás y lo pone en el lugar que él ocupaba. Nadie parece protestar, al menos no como para que se note desde donde estoy. Los policías organizan un segundo grupo, con los socios de Manuel incluidos, y también lo mandan hasta la esquina, con ellos detrás. La cola vuelve a adormilarse. Manuel regresa.
Trae otro cigarro en los labios. “¿Dónde nos quedamos?”, me pregunta. Le recuerdo que hablando de internet. “Pues sí ―se reconecta―, yo prefiero no enredarme con eso. ¿Pa’ qué ponerme a escribir mensajes que sabe Dios quién los lee ni si después te los pueden sacar como evidencia? Mejor me quedo en lo mío, con mis turnos y mis cuadres en las colas, y si el pica’o se pone más malo, que ya lo está con toda esta campañita en la televisión, ya veré qué invento. A lo mejor me meto en la agricultura o me pongo a trabajar para el Estado”, me dice con ensayada seriedad antes de soltar una carcajada.
6.
Allá, en la otra cuadra, la cola sigue inalterable, pero Manuel luce repentinamente apurado. Tal vez ha visto algo que le preocupa, o es su manera de insinuar que debo apelar nuevamente a mi billetera, reservar más minutos con un estrujado retrato de Maceo. Me señala el reloj. Lanza tu último golpe, parece decirme. Lo complazco: “¿No sientes nada por lo que haces, por sacar ventaja de la escasez, por aprovecharte de las necesidades de la gente?” Manuel pone cara de franca decepción. Vuelve a mirar el reloj y luego a mí y luego a la cola y otra vez a mí. Cruza los brazos, ligeramente desafiante.
“Yo no tengo la culpa de la escasez, ni del bloqueo. Yo no los inventé ―me rebate―. Ojalá se acabaran mañana y podamos vivir en el país de las maravillas. Pero personalmente, no me parece. Eso no se lo cree ni Serrano el del noticiero. Y mientras tanto, tengo que vivir, ¿no?, que comer, que comprarme mis cigarros y mi ron, que atender a mis hijos, a mi mujer, que no es fácil y si no le doy un gusto de vez en cuando me meto en candela ―exhala el último humo del cigarro y dispara la colilla con los dedos―. Además, yo no obligo a nadie a comprarme un turno, ni reservo toda la cola para mí. El que quiera comprar primero que yo, que marque antes y duerma la madrugada aquí. Que se lo gane. Y el que quiera venir fresquito al otro día, sin pasar mala noche, pues que pague y punto. Así de sencillo”.
“Pero hay gente que no puede ―le acoto―, que trabaja todo el día, que tiene niños chiquitos, que está enferma”. “Pues es verdad ―me responde, ya menos calmado―, pero eso tampoco es mi culpa, y siempre que puedo trato de no apretarlos mucho. Lo que no puedo es ir regalando turnos por ahí a todo el que tenga un problema, porque yo también tengo que vivir, y la calle, brother, está muy dura: el pez más grande siempre se come al más chiquito y no te puedes aflojar si quieres echar pa’lante. ¿Tú no harías lo que fuera, fíjate, lo que fuera, para sobrevivir, para mejorar la vida de tu familia? ¿No lo haría la mitad de la gente que está en esa cola?”
Hace una pausa para prender otro cigarro, y darme una última mirada de reconocimiento. Aspira el humo. Exhala. Dudo si responderle negativamente terminaría de una vez por todas con la entrevista, si tiene sentido echar más gasolina en la hoguera. Opto por el silencio expectante. Él da el paso.
“Mira, yo sé que no soy ningún santo ―reconoce―, que lo hago no es legal y si me cogen me van a hacer flecos. Pero, al final, yo solo estoy luchando lo mío, como una pila de gente en este país, y no le pongo a nadie un cuchillo en el cuello ni estoy defalcando los almacenes del Estado, como otros que andan por ahí a la cara, hasta en carros con aire acondicionado. Pero esa es su lucha, su jugada, y supongo que saben lo que hacen. Y, para que veas, yo también tengo que morir con otra gente para conseguir cosas, para comprar medicinas que están perdidas, para comprar materiales y hacer arreglos en la casa, o ¿tú te crees que a mí todo me cae del cielo?, ¿qué por negociar unos turnos en una cola o revender un par de cosas el dinero me entra por tubería?”. Aquí todo el mundo tiene lo suyo, y entre cielo y tierra, todo se sabe.”
En la distancia, la cola vuele a desperezarse, a sacudirse como una fiera azuzada por el domador, los policías. Manuel calcula rápidamente y se adelanta unos pasos, supongo que para despedirse. Pero en lugar de tenderme la mano, o mejor, el puño, da una fumada larga y dispara una pregunta final: “¿por fin vas a comprar o no el pollo? Mira que ya casi le toca a mi otro turno y no me han hecho señas de que alguien lo quiera. Dime para saber, que si tú no lo compras lo compro yo mismo y voy tumbando, que ya por hoy he hablado demasiado.”
***
Nota:
* Los testimonios de este texto fueron tomados días atrás, en momentos en que comenzaban a publicarse en la prensa oficial cubana trabajos críticos sobre los “coleros” y su impacto social, pero aún no habían sido anunciadas por el gobierno y entidades comerciales de la Isla un grupo de medidas para combatirlos, junto a los revendedores y acaparadores, las cuales fueron enunciadas el pasado martes en el programa radiotelevisivo Mesa Redonda.
EXCELENTE
Este artículo me hizo recordar Habana Babilonia
Todos esos personajes y quienes los justifican son AURAS TIÑOSAS, males aberrantes de una sociedad mucho más equitativa que sobrevive con una rodilla imperial en el cuello.
Fíjate si esa sociedad es equitativa, que La Princesa Mariela, Tony el Golfista y otros elementos destacados de la cúpula de la dictadura jamás han hecho una cola ni han sentido hambre.
En mi opinion esa persona no es mas que El producto del fracasado sistema cubano.No existiria si esta crisis no existiera.Alguien podria decirme ” El cruel bloqueo imperial”l y si existe,pero el conveniente empecimiento de la clase en el poder de no tomar medidas economicas que pongan en peligro su status emperoran El bien social.Ya estan Al borde del desastre y ahora se apuran a intentar lo que antes castigaban.Esa clase es igual que ese personaje.
Las personas piensan como viven, no viven como piensan. Esto es ABC del marxismo. Usted vive jodío, piensa jodío, hablando en cubano.