Yuma: mi no lugar de distancias y afectos

Insisto en preguntarme qué parte del filme nos perdimos cuando el sinónimo de éxito y movilidad social, profesional, sigue con el GPS indicando al Norte.

Foto: Kaloian.

Hoy mi hijo me ha dejado sin palabras. Me ha llamado, con ese afecto y honestidad que solo puedes encontrar en un niño de 9 años, para que refute a sus amiguitos la idea de que “no estoy en la Yuma” que solo “estoy en Brasil”. Mi experiencia pedagógica, doctorado y otros títulos, han servido de nada para formular una respuesta. Finalmente, he optado por sonreírles y preguntar, con la misma inocencia: ¿y cuál es la Yuma?, para luego decirle a mi pequeño: ¡Olvida eso papito!, mientras su conexión defectuosa interrumpía el abrazo que le quería dejar al despedirnos.

Sigo en mi ómnibus brasileño, no en el tren de las 3:10 pm que me lleva a Yuma, y voy pensando cuánto del imaginario consciente y cotidiano se articula en aquel cuestionamiento infantil. Imagino mi chama intentando colocarme como papá de éxito porque estoy afuera y sus colegas pa’ arriba de él con el choteo (que hoy llaman bullying): ¡Uhuu, tú papá no está en la Yumaa, uhuu! Sonrío, pensando en la cara de incredulidad y ofensa de mi pequeñuelo, intentando demostrar que algo tiene que ver su papá con la yuma, o con ser yuma, para ellos lo yuma tiene un significado especial en sus construcciones mentales que reflejan en los juegos de socialización.

Y la verdad, quizás para desilusión de mi niño y de no pocos adultos, Brasil no tiene nada que ver geográficamente con Yuma, ciudad localizada en el estado de Arizona. Estoy a casi 9mil kilómetros de aquel lugar donde se inmortalizaron varios filmes del viejo western. La última peli que recuerdo es 3:10 to Yuma del 2007 protagonizada por Russell Crowe y Christian Bale, un remake del famoso filme homónimo de 1957. Pero a qué niño cubano de 9 años, viviendo en una zona semi-rural, le puede hacer algún sentido para sus relaciones infantiles saber dónde está Yuma o cuántas películas del oeste se filmaron allí.

Para algunos la Yuma, el Yuma, hace mucho tiempo tiene una connotación casi mística, porque implica la aspiración de tener algo que no se tiene. Puedo recordar la leyenda de ir para la Yuma hace más de 30 años, cuando tenía la edad de mi hijo, y aún existían Muro de Berlín, carne en lata y muñequitos rusos. La atracción por el Norte revuelto y brutal ha sido tan constante en la historia social cubana, que hasta el mismo joven Martí se sintió tentado a establecer como parangón civilizatorio la sociedad estadounidense.

Intereses altruistas en el intercambio con la yuma llevan a Federico Fernández Cavada a combatir en los ejércitos del Norte antiesclavista y luego traen a Enrique Reeve “El Inglesito” a Cuba en 1868. En unas tabaquerías yumáticas se recaudaron los fondos para la Guerra del 95 y casi dos millones de cubanos hoy viven, sufren y salen adelante como pueden en la Yuma prometida.

Mi tío A murió queriendo ir para la yuma, y mi tío P ya vivió en las frías calles de la yuma. Casi la mitad de mi familia por parte de padre anda por la yuma. De mi familia por parte de madre son menos, quizás porque son más negros, siempre fueron más pobres y con menos capital cultural. Ahora sé que eso influye para emigrar a la yuma, con excepción de los “marielitos” de los 80 porque la higienización social del momento incentivó a negros, locos, gays, marginales, inadaptados y gusanos a buscar “oro” en el lejano oeste, lejos del paraíso socialista de los panes y los peces. Buena parte de ese contingente tuvo serios tropiezos en el yuma y siguieron siendo los inadaptados.

Pero, para qué explicarle todo eso a mi hijo, voy escribiendo y ya las historias se me enredan, ganan lógica y pierden importancia. Ya sé que el raciocinio ni siempre es lo más importante, y menos cuando pensar puede ser un desafío cotidiano. Pero insisto en preguntarme qué parte del filme nos perdimos cuando el sinónimo de éxito y movilidad social, profesional, sigue con el GPS indicando al Norte. La verdad, esa teoría sociológica de centro-periferia de la que tanto hablan los académicos está muy bien internalizada en la realidad social y política cubana. Los enemigos están al Norte, los jóvenes quieren emigrar al Norte, las remesas vienen del Norte, los emigrantes cubanos están al Norte.

“La política no cabe en la azucarera”, diría Carlos Varela; tampoco cabe en los juegos infantiles, en el choteo extraescolar y extracurricular que construye la identidad, los intereses, las expectativas y motivaciones futuras. La expectativa de verme y que me vean en la yuma de Miami, en Madrid o en Brasilia sigue siendo para mi intrascendente, la única diferencia —para muchos sustancial—, es que allá pagan en dólar, acullá en euros y aquí, donde estoy, en reales, que valen cinco veces menos. Pero sigo siendo un arcaico inadaptado social, lo he sido en Cuba y lo sigo siendo en la diáspora, en este no lugar que hoy tengo.

Por eso, quisiera decirle a mi hijo que no hay dinero, ni éxito, ni bien que me(nos) cure la añoranza de estar lejos de él ya hace tres años, que cambiaría un lugar en cualquier tierra prometida por tenerlo a él al alcance de mis brazos, de mis besos y de mis cuidados. Que el tren de mis más profundos deseos, sigue orientado a creer en la posibilidad de una Cuba inclusiva, de oportunidades, donde migrar para él sea una elección y no el imperativo del presente y el futuro. Donde su juego infantil tenga temas más agradables que el de discernir cuál es el mejor lugar donde deben estar los papás, alejados de sus hijos, y de otros(as) que los aman.

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