Alina Sardiñas es un remolino. Sus pies golpean el piso como una baqueta, sus dedos siguen el compás de la música y su mirada se pierde entre las guitarras del escenario. Me le acerco para preguntarle sobre la cámara fotográfica que tiene sobre la mesa, al lado de dos cervezas Cristal. Le pido algunas fotos de la banda que tocaba aquel domingo en la Casa de la Amistad y comienza a hablar con una pasión desbordada sobre el rock and roll y la fotografía.
Mientras, suena “Satisfaction”, de los Rolling Stones. Ella se acerca a los pies del escenario y “congela” algunos momentos del concierto de La Vieja Escuela. Es domingo y la Casa de la Amistad es un oasis para los seguidores del rock and roll en La Habana, un oasis que ahora solo permanece en la memoria por una pandemia que se ha ensañado especialmente con la cultura, la música y los músicos.
Alina Sardiñas es una de las fotógrafas cubanas con trayectoria de alto relieve en las últimas décadas. A pesar de la probada calidad de su obra prefiere el silencio, las sombras y el alejamiento de los focos. Su fotografía contiene matices muy reconocibles. En su obra sobresale especialmente la sensibilidad, y la cara más noble de condición humana, aunque sus personajes se sometan a la cotidianidad más dura o respiren esos espacios límites a los que la ruleta de la vida nos lleva en ocasiones.
Para ella, tomar una foto es dotar a las personas de humanidad, de esperanza, de comprensión. Tiene un don muy característico para mirar al otro, para fijarse en esas expresiones que nos unen en nuestra condición humana y para someternos a un diálogo con nosotros mismos cuando vemos esas imágenes, en blanco y negro o a colores, sobre la cotidianidad en Cuba, es decir, sobre nuestro propio paso por la vida. Ya sea retratando a niños jugando pelota en los barrios marginales o a un señor muy mayor cargando sobre su espalda el peso que le permitirá ganar dinero o llevar algo de comida a su casa, Alina siempre es la misma. Una fotógrafa que sale a caminar con la cámara y la mochila al hombro, para reflejar el paso del tiempo, el trascurrir de las personas y la pulsión de un país del que también se hablará en un futuro por las imágenes de esta artista.
Durante los últimos años ha vivido entre La Habana y Madrid por diferentes contextos personales. Su hija adolescente estudia en Madrid y Alina quiere estar lo más cerca posible de ella para ver cómo avanza en sus estudios. La acompaña su esposo, un músico de rock and roll. En Madrid ha seguido indagando en los momentos íntimos de sus habitantes y en los espacios menos conocidos de la capital de España. Pero extraña. Y mucho. No puede estar tanto tiempo fuera de Cuba. Siente que necesita estar cerca de sus padres y seguir dando testimonio de una ciudad de la cual ya conoce la mayoría de sus entresijos.
Antes del encierro provocado por la COVID-19 finalizaba una serie sobre veteranos rockeros cubanos en su cotidianidad. Las fotos son impactantes. En ellas aparecen punks, seguidores del género, algunos fallecidos recientemente, así como mujeres que en un momento álgido dentro de la escena rockera fueron contagiadas de VIH y viven con la enfermedad, mientras ya otros murieron.
Le pregunto por ese conjunto de fotos al iniciar la entrevista. Pero Alina prefiere guardarlas para cuando tenga todo listo para una futura exposición post pandemia. Me propone luego otra conversación sobre este grupo de imágenes que ya considera uno de sus más grandes trabajos. Entre ellas me conmovió mucho la foto de Dyango, un rockero de la vieja escuela, a quien Alina retrató en su cuarto lleno de carteles de bandas y de recuerdos. “Dyango tiene más fotos de King Diamong que de cualquier otro grupo ahí”, me dice otra amiga a quien le enseñé la foto, violando un pacto secreto con Alina.
Acordamos conversar a su regreso de Madrid mientras reímos con los recuerdos de aquella tarde en Casa de La Amistad. “Entonces, periodista, cuando quieras comenzamos formalmente la entrevista”, me dice mientras me enseña vía Facebook alguna de esas fotos que hablan mejor de la hondura de su obra que cualquier reseña al uso. Empezamos pues.
¿Cuándo comenzaste en el ejercicio de la fotografía?
Todavía conservo la impresión que me causó la foto del niño con las dos botellas y las demás fotos que encontré en un libro de Henri Cartier-Bresson. A mis 18 años me enamoré de un fotógrafo argentino que trabajó en Cuba por un año haciendo fotos en la calle y luego vivimos juntos por mucho tiempo en México. Allí conocí de cerca a la flor y nata de la fotografía mexicana. Durante ese tiempo sólo me dediqué a estar enamorada y a añorar Cuba. Pero, claramente, fue mi primera escuela. Cuando regresé a La Habana eran los primeros años de los noventa, mi mamá me compró una cámara Zenit y me fui a la UPEC a aprender fotografía. Ya sabía que había un lugar al cual mirar y una manera de hacerlo.
¿Por qué elegiste ese modo de expresión artística?
Simplemente fluyó así, aunque no sé si es porque llevo mucho tiempo haciendo fotos que tengo la sensación de haber estado “mirando” siempre. También puedo responder que lo elegí porque no sé pintar. En mi adolescencia usé mucho el tiempo de la escuela para irme a caminar por La Habana Vieja, me encantaba pasar las mañanas por ahí, meterme en La Moderna Poesía y hojear los libros de pintura que vendían. Los que más me gustaban eran los de los impresionistas franceses. Eran preciosos, Cézanne, Édouard Manet, Gauguin…Y ahora que te cuento esto me doy cuenta que ya no voy a La Moderna Poesía, pero sigo haciendo lo mismo: caminar por ahí, ahora con una cámara.
En tu obra hay un interés marcado en darle relieve a las dimensiones más humanas de las personas en su cotidianidad ¿Recuerdas el momento que te llevó a asumir ese perfil en tu trabajo?
Creo que cuando elegimos un camino, sobre todo el que te lleva al reino de la creación, el punto de partida es casi siempre desconocido, no digo que así sea para todos, algunos suertudos son capaces de desgranar sus sedimentos. Ahora bien, yo empecé a hacer fotos en los años noventa, en aquel rostro desencajado, en un país en carne viva. Cada día era el asombro de ver nuestra propia miseria y a la vez un sentir de humanidad, de solidaridad hacia el otro porque todos estábamos juntos en caída libre. Creo que si tenía una cámara era imposible mirar hacia otro lado que no fuera el ser humano.
¿Has pensado cuáles son las características que definen a la fotografía cubana respecto al trabajo de fotógrafos de otros países?
El trabajo está condicionado por el contexto y las diferencias y similitudes; supongo que tienen que ver con las estéticas individuales. Cada cultura tiene su propia mirada, aunque pienso que la fotografía en Cuba mantiene un fuerte sentido de identidad cultural y social.
¿Qué te interesa más en la fotografía como método de expresión artística?
La fotografía te permite expresarte a través del otro o de lo otro y también te hace portavoz. Otra cosa es la nostalgia, está completamente ligada a ella, son uña y carne. Roland Barthes apunta en su libro La cámara lúcida que “lo que la fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez: La fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”.
¿Hay alguna imagen que hayas tomado que te haya marcado especialmente?
Me gusta mucho esta pregunta. Algunas de mis fotos me acompañan, están en mi cabeza. Por ejemplo “Ella” es una foto que pienso mucho, casi todos los días, los rostros de esos niños de verdad me acompañan. También puede ser que la marca te la deje no la foto sino el momento en el que la foto fue tomada, como “Serpiente de Luz” . Yo amo esa foto, el momento de mi vida en que fue tomada y el lugar de ese destello.
Fotógrafos internacionales dicen que La Habana es una de las ciudades más interesantes para fotografiar en el mundo. ¿Crees que esa opinión puede estar determinada por estereotipos o clichés?
Me gustaría decirte que creo que no existe algo que sea “lo más en el mundo” pero sería una traición a las luces y sombras de La Habana, a los rostros risueños, sensuales o amargados, a los niños que sobrevuelan el Malecón, a la textura de la ciudad, a su impudicia, a esa que también nos hace sufrir, por cierto, no a los fotógrafos internacionales. Este país, además, tiene algo muy cómodo para los fotógrafos y es que la gente se deja fotografiar.
A pesar de tener una carrera notable te has mantenido en cierta forma en los márgenes del circuito fotográfico más conocido ¿Fue una decisión personal o se debió a otro tipo de circunstancias?
Sí, en primer lugar es una decisión propia que no sólo tiene que ver con el hecho de ser muy tímida a la hora de desplegar mi obra ante un montón de personas, o hablar ante una cámara, peripecias necesarias cuando quieres que te miren. Me gusta mi vida sencilla y la libertad de enrollarme la cámara en la muñeca y salir a la calle a hacer mis series, las que yo quiera, ubicarlas dónde yo quiera, si quiero. Yo soy una fotógrafa callejera, social, que atraviesa lo marginal y de alguna manera quiero también mantenerme en esa marginalidad. Al principio empecé a publicar en medios nacionales y algunas fotos entonces fueron mal vistas o, mejor dicho, no fueron ni vistas, porque directamente me dijeron que “esas no” y ahí comprendí que “no gracias”, mejor en libertad.
Trabajas en un proyecto fotográfico relacionado con el rock cubano ¿En qué se basa ese proyecto?
Son fotos hechas a frikis de mi generación, retratos de ellos en sus cuartos, hoy con cincuenta años siguen viviendo ese sueño. Lamentablemente la pandemia ralentizó el proyecto pero ya tengo unas cuantas imágenes entrañables. Es un homenaje a su libertad y resistencia. Quiero hacer una exposición y llevarla además a una buena publicación. Es un trabajo para ellos.
¿Cuáles son las dificultades o ventajas a las que se enfrenta un fotógrafo en Cuba?
La fotografía es cara y, además, los fotógrafos la encarecemos más porque somos cautivos de lo nuevo que sale al mercado. Esto es una dificultad pues lo que percibes por tu trabajo no es suficiente. Desde la perspectiva de un fotorreportero hay mucha polarización en los medios y eso es complicado a la hora de elegir dónde publicas.
Para una fotografía que se quiere exponer pues está la pared de los espacios secuestrados por la “piña”. Conseguir materiales, sobre todo para la fotografía analógica, siempre ha sido una dificultad pero no un impedimento para seguir trabajando y, con ayuda de la inventiva, lograr bellos resultados. Esto es una gran virtud de los fotógrafos en Cuba.
¿Qué rama de la fotografía te interesa más?
La fotografía documental.
¿Cómo imaginas el futuro de la fotografía en Cuba?
No puedo responder esta pregunta pero sí decirte que me gustaría que hubieran más espacios lejos de las instituciones, que si alguien quiere mostrar lo que hace no tenga que esperar a que un funcionario le abra las puertas de una galería o se las cierre de un portazo. Ser artista no es una profesión, es una condición. Cuba sería un lugar menos hostil si los artistas pudieran fluir.
¿Crees que las necesidades económicas han influido en que los fotógrafos hayan dejado a un lado la creación artística para hacer otro tipo de trabajos más comerciales dentro de esa disciplina?
Por supuesto, justamente por las necesidades que tenemos ahora mismo, por la situación. También creo que haciendo un poco de equilibrio se puede lidiar con las dos cosas, hacer lo que te da de comer y lo que te mata de hambre pero, igual, estoy siendo superficial. Cada uno tiene su parcela de realidad y ahí, pues bueno, se hace lo que se puede.
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