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Se asegura que la verdadera biografía de los artistas es su obra. Aunque la frase suena bien, sabemos que no es así. O, para no pecar de absolutos, no siempre es de ese modo. Entre el autor y su obra existe la misma relación que entre la abeja y la miel. Ambos se condicionan, pero no son lo mismo. Ello nos facilita que amemos una novela y, al mismo tiempo, detestemos a su autor. Y lo contrario.
Sin embargo, hay artistas cuya obra resulta una extensión de su naturaleza contradictoria, y tanto, que puestos a observar a una y otro con detenimiento, tenemos la ilusión de hallarnos ante dos espejos que se reflejan mutuamente. Es el caso de Ángel Rivero, Andy en el panorama cultural de La Habana.

Es un hombre repleto de historias, sucesos descacharrantes o trágicos que ha vivido con la intensidad que lo asume todo. Parece que la mitad de las “cosas” se las inventara. Pero pienso que no, que lo que sucede es que él está dotado para ver, y allí donde cualquiera de nosotros no hallaría nada relevante, detecta el suceso extraordinario, que cuenta a sus amigos de viva voz o a través de Facebook.
Pero resulta que Andy no es narrador, sino artista visual, y que su obra no es figurativa, sino abstracta, lo que dicho así podría hacer parecer un sinsentido todo lo que hasta aquí vengo exponiendo. El pintor abstracto no aspira a otra cosa que no sea emocionar, pero no por la vía del intelecto, sino de las sensaciones que se niegan a ser puestas en palabras.

Pintura de la pintura, el abstraccionismo informal o lírico rehuye la alusión, el parecido con los objetos del mundo material, es en sí mismo (ensimismado) y se acepta o no sin transacciones de sentido: no es bueno por la mayor fidelidad que alcance con respecto al modelo, que en este caso es ninguno, sino por su capacidad de barajar con eficacia emociones primarias, de tensar nuestras percepciones al máximo.

De vuelta es la más reciente muestra pictórica de Andy, que tuvo como escenario la sala de exhibiciones del Taller Experimental de Gráfica de La Habana, la mítica institución enclavada en El Callejón del Chorro, a un costado de la Plaza de la Catedral, durante todo abril. Y sí, Andy viene de vuelta: luego de un plazo —que a él le pareció eterno— intentando instalarse fuera del país, ahora regresa a ser el tipo risueño y curioso de siempre —aunque distinto— que desanda su escenario natural, un ámbito del cual, ahora sabe, no se fue nunca.
Lo que hay detrás de cada pieza, el espectador no lo conoce. Y, en realidad, no necesita esos datos para apreciarlas. Quizá el título de algunas de las obras lo empujen hacia preguntas extrartísticas, la curiosidad natural que todos necesitamos satisfacer, pero solo hasta ahí: “Sentimiento del emigrante”, “Volver a casa”. “Elección de la Loynaz”, “Rostro social”…

Andy rehuye el recurso, tan frecuente ente abstractos, de catalogar sus obras con el socorrido S/t (sin título). Hace algunos años le pregunté sobre esto y me dijo que trataba de dejarle una pista al espectador, pero tengo para mí que esas líneas a veces enigmáticas que acompañan sus cuadros están dirigidas a él mismo, para encontrar el camino de regreso al punto seminal cuando quiera rememorar bajo cuál estado emocional fue creando cada una de ellas.
Aun así, “Volver a casa” incurre en la literalidad. Es la única pieza del conjunto en la que se introducen elementos geométricos, una casita al modo en que la dibujan los niños. En uno de los tantos bucles que tiene la vida, hay un momento en que la infancia deja de ser parque temático para convertirse en real asidero, anclaje de las esencias, espacio mítico por perdido. Y el pintor nos habla de eso sin ruborizarse.
De una exposición a otra, Andy introduce cambios sutiles. Ha conseguido a esta altura una marca, y sobre ella, desde ella, trabaja. Los trazos que se derraman de los márgenes del cuadro, la paleta ceñida, donde el rojo y el negro ponen en concierto al resto de los pigmentos, esa pincelada como al descuido, goteos, aparentes accidentes, estallidos de color, cierto grafismo subterráneo…

Celebro encontrar esta muestra de buena pintura en el corazón de La Habana Vieja, un espacio que, como toda la ciudad, empieza a ser ganado por la desidia. Celebro tropezarme con Andy en un café, a la salida de un cine, de un teatro, en la exposición de un amigo común, perdernos hablando de lo que fue, de lo que creemos que fue y de lo que nos habría gustado que fuera. Me contagio de su energía, que es la energía de la ciudad, la que se niega a claudicar, que no escucha las consignas cansadas y vacías, y en cambio se nutre del sonido del mar y del viento silbando entre las farolas de la Avenida del Puerto.
Bienvenido a casa, artista. Regresar es renacer. Las puertas del mundo siguen abiertas para ti, en ese oficio impenitente de cada día reinventarte y reinventarnos.