Quizás el único lugar del planeta donde el gran Ernest Hemingway podía llegar y que a nadie le importara un bledo era el poblado de Piggott. Quizás por eso, y porque ahí vivían sus suegros, al Papa le hacía poca gracia visitar aquel rincón olvidado por Dios en Arkansas, donde los pobladores lo veían como a un vagabundo…
Aún así, en aquel feudo conservador Hemingway escribió gran parte de su novela Adiós a las armas, y probablemente fragmentos de otros siete libros que concibió mientras estuvo casado con su segunda esposa, Pauline Pfeiffer, entre 1927 y 1940. Se dice que uno no llega a Piggott de casualidad, sino que va en busca de algo. Y ese algo es casi siempre el Museo Hemingway-Pfeiffer, cuyo director, Adam Long, vino a Cuba para el Coloquio Internacional sobre la vida y obra del mítico novelista, aventurero contumaz y personaje controvertido…
Encontrar a Adam en el Hotel Palacio O’Farrill no fue difícil, quizás porque es uno de los pocos invitados extranjeros que no se parece físicamente a Hemingway: media docena de imitadores del Papa participan en las conferencias y ponencias, como en una versión hemingwayana de la película “Siendo John Malkovic”.
“Para cualquiera que dedique su vida a preservar el legado de Hemingway, caminar La Habana o visitar el Floridita es genial”, dijo Adam a OnCuba. Además de la experiencia personal, aspira a crear un vínculo profesional con Finca Vigía, el museo de la barriada de San Francisco de Paula donde vivió el escritor sus últimos años en Cuba. El parecido estructural con la casona de los Pfeiffer da una idea de los ambientes donde el rudo novelista encontraba las ganas de escribir.
“Allá tenemos El granero rojo, una antigua cochera convertida en estudio, donde Hemingway escribía. Las instituciones que lo estudiamos tratamos de mantenernos en contacto, somos como una sociedad que admira a ese grande la literatura moderna que fue Hemingway. Además de haber establecido un estilo en la escritura contemporánea, su vida personal lo convirtió en una figura representativa de aquel período, aunque en Piggott lo miraban con reprobación. A nadie le importaban allá cosas como el Pulitzer o el Nobel”, comentó.
El hecho de que Hemingway fuera un intenso viajero hace que muchos rincones del mundo lo reclamen como patrimonio local, y entre ellos Piggott, que de no ser por el Papa quedaría condenado al más tedioso anonimato. Adam lo sabe, por eso le interesa tanto establecer vínculos con otros museos dedicados al autor de Por quién doblan las campanas y El viejo y el mar.
Al preguntarle sobre los estereotipos que persiguen a Hemingway, Adem estima que todos tienen sus raíces en la verdad, pero a veces son exagerados. “Quizás sí era machista, tenía un temperamento volátil, bebía demasiado, o se creía más grande que la vida misma, pero también fue un genio de la literatura, un hombre muy sensible y generoso. Tenía un gran carisma, y estereotiparlo no le hace justicia a su grandeza, porque deja fuera la cara más brillante de su moneda”, puntualizó.
Quizás los Pfeiffer y los demás habitantes de Piggott llegaron a percatarse de la dimensión artística de aquel personaje de barba tupida y vestimenta inconforme, que en su momento les pareció un vagabundo. Quizás. Pero fue muy tarde ya, y ahora viven de su memoria…