Como si me preparara para un arduo recorrido, vi anoche las casi tres horas de Blonde, el filme de Andrew Dominik que retoma la novela homónima en cuyas páginas Joyce Carol Oates reinventa los pasajes principales de la vida de Marilyn Monroe. Se estrena, gracias a los 22 millones de dólares que Netflix destinó a su presupuesto, a solo un par de meses de Elvis, el biopic de Baz Luhrmann que se acerca a la biografía del otro gran icono de la cultura popular norteamericana de los años 50. Marilyn y Elvis, adorados aún por multitudes, encarnan en muchos sentidos las obsesiones de la fama y las contradicciones que detrás de la figura de una super estrella, Hollywood no puede ocultar. Los extremos luminosos y oscuros de vidas que, al convertirse en dominio público, levantan mitos, al tiempo que los pulverizan una y otra vez. En Blonde, Dominik ha querido asomarse al punto menos iluminado de Norma Jean Baker, esa joven eternizada sobre la parrilla del metro, cuya falda se eleva para dejarnos ver sus piernas, mientras ella sonríe eternamente ante las cámaras y bajo las luces más cegadoras.
Justo ahí comienza la película, que para decirlo de una vez me parece excesivamente larga, pretenciosa, y que se deja llevar en no pocas ocasiones por un afán metafórico que al tiempo que retarda la trama, induce una lectura de su protagonista que solo insiste en sus fragilidades. Ubicada en un territorio peligroso (como la novela, se anuncia a manera de fabulación manejando con muchas libertades detalles y anécdotas, mezclando rumores con hechos probados), Blonde al mismo tiempo maneja con cierto oportunismo su condición de espejo de alguien que, más allá de todo eso, es Marilyn Monroe, pasa de mano en mano a través de hombres conocidos también como seres reales, cita películas y acontecimientos que podemos encontrar en todas sus biografías, pero nos brinda un reflejo a ratos tendencioso de ese mismo ser humano. Si en la novela de Oates se eluden los nombres reales de muchos de esos hombres, acá lo biográfico, en ese sentido, no deja lugar a dudas. La película se llama Blonde, nos revela intimidades de una muchacha que asciende en su búsqueda del estrellato, y esa mujer, definitivamente, es Marilyn Monroe. O Norma Jeane Baker. Como Géminis, al fin y al cabo, la Monroe podía ser a la misma vez, dos seres distintos. Y de la lucha entre uno y otro proviene esta agonía, que la película nos ofrece como quien descubre un camino de santidad, así sea dudosa.
En una foto sorprendente, la Marilyn Monroe que acudió al Madison Square Garden a cantar el “Happy Birthday” a John F. Kennedy, sonríe junto a María Callas, durante la recepción de esa noche. En María by Callas, el excelente documental de Tom Volf, la diva explica a conciencia esa dicotomía, entre la mujer que ella quería ser y lo que le exigía su rol como reina de la ópera. Tanto para la actriz de Niagara como para la amante de Onassis, esa batalla resultó fatal. Y esa angustia ha marcado la manera en que aún hoy las celebramos y las discutimos. Marilyn Monroe era, según Hollywood, la expresión más rotunda de la bombshell, la rubia a la cual nadie podría negarse. Detrás de esa máscara, estaba Norma Jean, la joven que pasó su niñez en orfanatos, la que tuvo que lidiar con una madre que acabó perdiendo la razón, y que leía a Chéjov con el anhelo de algún día sorprender a Elia Kazan o a Strasberg interpretando a Natasha en Las tres hermanas. El suicidio de 1962 (todavía rodeado de muchas sospechas) acabó con todo ello. Desnuda, en su cama, con la mano sobre el teléfono, hallaron muerta a Norma Jeane. Marilyn Monroe, la diosa platinada, la sobrevivió. La sobrevive. Nos sobrevivirá a todos nosotros.
Con escenas en blanco y negro y color, según el acento dramático que el director quiere subrayar, secuencias que reconstruyen minuciosamente planos de los filmes de la Monroe, y un trabajo muy notable de sonido y excelente banda sonora (Nick Cave y Warren Ellis), el filme se acerca en cierto modo a una reconstrucción casi documental de la vida de la estrella, al elegir como sets de filmación la casa donde murió la Monroe y el apartamento donde ella viviera con su madre. Y todo ello da fe de un gran compromiso con lo que se nos muestra, sostenido con un empeño muy loable por Ana de Armas en el rol principal. No es la primera ni será la última que deba asumir el reto monumental de darle vida en pantalla, pero lo cierto es que ha salido airosa de tal desafío, por encima incluso de la visión lacrimógena y reduccionista que el guion le impone, en ese empeño por transformar a la figura ante la cual se rinde como una suerte de víctima casi absoluta, en un raro calvario hacia su propia y asfixiante gloria.
Lo que me incomoda de esta película tan innecesariamente extensa es esa visión de una Monroe que al parecer no tiene más sentido en su vida que buscar en cualquier hombre que se le atraviese una sombra del padre que nunca conoció. “Daddy, daddy, daddy”, repite hasta el cansancio en una y otra escena. Y llora, y llora, y llora, como si todo se redujera a ello en sus 36 años de vida. Y Norma Jeane no fue solo una muñeca fácilmente manejable. Cualquiera de sus biografías (sigo recomendando la de Donald Spoto, entre ellas), revela otros elementos de su carácter. No olvidemos que fundó su propia productora, que elegía sus papeles en discusiones tensas con los estudios, que desafió a George Cukor, en pleno rodaje de Somehing´s got to give, precisamente para irse a New York a celebrar a Kennedy, su amante en aquellos días de 1962. Sus diarios, sus escritos, dan fe de una mujer que en plena duda, también manejaba certezas y tenía determinaciones sobre su carrera. En esta variante freudiana in extremis de su vida, Monroe es una desvalida, rodeada por hombres que la maltratan, la manipulan, y abusan de ella sin mostrar demasiada piedad por su persona, como si todo el mundo masculino se hubiese reducido a ello. Y para colmo es Billy Wilder, acaso quien mejor la dirigió, quien lleva la peor parte en esas secuencias que reconstruyen el rodaje de Some like it hot, el mayor logro de la Monroe en la comedia, junto a su aparición en Bus stop.
Añádanse a ello momentos donde Dominik se las da de Terrence Malik o pretende hace cine más experimental (imágenes abstractas, el feto que habla con Marilyn, que parece sacado del final de 2001, a space odyssey, y las escenas de pesadilla con el bebé en la casa en llamas), lo que ha hecho decir a varios críticos que el director ha privilegiado la visualidad sobre el drama de su protagonista. Sacando partido de las libertades que se toma la novela, Dominik se propone indudablemente sacudir al espectador, desmontar el mito de Marilyn, sacar a flote los elementos más siniestros que el armiño, los diamantes y el glamour no podían ocular completamente, y para ello apela lo mismo a ese plano del aborto visto desde la perspectiva de la vagina, o a la escena de la felación que ella le hace a un Kennedy que al mismo tiempo habla sobre otras mujeres por teléfono y que eyacula viendo en la televisión escenas de catastrofismo de un filme de ciencia ficción clase B. De la sutileza a la brocha gorda, con pretensiones de alta estética, por ahí van los mejores y más flojos momentos de Blonde, entre cascadas de lágrimas de una mujer que al parecer rió poco, no supo sacar partido de lo mejor de su vida, y que vivió engañada leyendo cartas falsas de un padre que nunca le regaló un tigre de peluche.
Pero en medio de todo ello, insisto, está Ana de Armas. Y aunque alguna vez sus pelucas me recuerden a Penélope Cruz con melena platinada y postiza en Los abrazos rotos, y su acento y el manejo de su voz me exaspere al no pasar de los susurros que tantas veces han sido caricaturizados cuando de encarnar a la Monroe se trata, no me cuesta absolutamente nada reconocer la calidez de su desempeño. Este es uno de esos papeles que llegan muy de vez en vez a la carrera de una actriz, si es que llegan. Lo consiguió desbancando a Jessica Chastain y a Naomi Watts, tras acudir a tres audiciones. Y a sabiendas de que enfrentaría reparos por su carrera aún en formación, y hasta su origen latino. Más que eso, estaba el saber si podría medirse con las actrices que se han metido en la piel de Norma Jeane anteriormente, incluida la caracterización que prefiero de esa mujer deslumbrante, la de Michelle Williams en My week with Marilyn. Y sobrepasando el apasionamiento y hasta el chovinismo ramplón que hizo clamar a tantas y tantos por un Oscar para la cubana , sin que muchos hubiesen siquiera visto aún la película, me alegra decir que el salto al vacío que dio Ana de Armas ha valido la pena. Al fin es la protagonista absoluta en una pieza donde puede confirmar no solo su belleza (ya estaba espléndida en Blade Runner 2049), sino además la amplitud de su rango interpretativo. Gracias a ella las infinitas tres horas de Blonde pasan mucho más rápido, y ella va de una escena complicada a otra como quien atraviesa un campo de batalla. Habrá quien solo se incline ante los momentos en que replica a la Monroe cuando cantaba Diamonds are a girl´s best friends, o en esas numerosas escenas de llanto. Hay otras, como en su primer diálogo con Arthur Miller (esta vez la nariz de Adrien Brody no ayuda mucho a su caracterización), cuando expone sus ideas acerca de un personaje, que demuestran el compromiso de la joven actriz con ese rol larger than life, como se suele decir. Me importa poco la contienda por el Oscar (ya tiene fuertes rivales en Michelle Yeoh y en Cate Blanchett, ganadora en Venecia, donde Blonde tuvo su premier), y lo que vale destacar es su crecimiento, su entrega, y su pasión por este proyecto, que resulta sencillamente innegable.
Por encima de las incongruencias del filme, de su narrativa que no acaba de hallar un eje en momentos puntuales, Ana de Armas ha resultado ser una imagen posible de Norma Jeane, incluso cuando la cámara insiste en fotografiar crudamente su desnudez, sometiéndola a esas pruebas de fuego del verdadero calvario: el de ofrecerlo todo, absolutamente todo, a cambio de una respuesta. De alguna verdad a la que aferrarse. De algo que, desde el espejo, nos diga limpiamente lo que somos, y no lo que soñamos, por muy duro que esto sea.
* OnCuba reproduce este comentario con la autorización explícita de su autor.