No era precisamente el tercer círculo recreado por Dante, aunque sí había que descender unas largas escaleras eléctricas para llegar al tercer subsuelo. El Centro San Martín es un amplio y renovado complejo cultural, situado en la famosa calle Corrientes. Hasta allí llegué para ver el filme Corazón azul, de Miguel Coyula (La Habana, 1977). Era la segunda de tres proyecciones programadas en el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici).
Encuentro al cineasta junto a la escalera. Mucho pelo, algo de barba. Más canas. Lo saludo. Me alegra saber que ambos hemos sobrevivido. Los dos a la pandemia y, en su caso, a la grave crisis que en Cuba ha hecho que muchos decidan el camino de la emigración. “Casi todos los realizadores de cine independientes de mi generación se han ido. Solo quedamos Molina y yo”, dijo acabada la proyección, en una sala llena.
Llegaban personas solitarias y en grupo. Algunos iban colocándose en una pequeña fila frente a la sala número uno, a la que pronto los dejaron acceder. Cuando lo hice yo encontré un espacio dominado por lunetas rojas. Mucho público. La gente no solo ha evidenciado que su interés por los festivales sigue intacto en Buenos Aires, también reitera que se conecta con estas obras que reflejan mundos alternativos y apocalípticos, aunque tengan como centro la isla de Cuba, de la cual se suele saber aquí más por sus playas, su música bailable y la política asumida como epopeya histórica.
Parecía que eso podía jugar en contra, pero no. “Película voraz”, la había definido la persona que realizó la breve presentación junto a Coyula. “Fragmentación”. “Elipsis”. Material “osado y monumental” fueron otras maneras con las que los asistentes resumieron esta sátira posmoderna y distópica que, por los niveles enfermizos de adoración, no podría haberse filmado de otra manera que como fue hecha, fuera de autorización o auspicios estatales.
Coyula dijo que se propuso filmar durante la “hora mágica”, ese momento del día cuando los colores parecen difuminarse por las sombras de la noche. Es el ambiente perfecto para la ciudad apocalíptica que construye magistralmente con trozos de varios lados: calles de La Habana, el edificio Riomar protagonizando escenas, destrucción de aquí y de allá, pozos petroleros que no sé de dónde sacó y la cúpula de la arruinada central termonuclear de Cienfuegos. “Uf, qué lugar es este”.
Pues es ahí donde tiene lugar la historia. Un sitio en el cual desalmadas criaturas en las que han terminado siendo los niños con quienes el Gobierno de Cuba experimentó, mucho antes de que lo hiciera un científico en los Estados Unidos, se disponen a cobrar venganza.
Dos señoras mayores dicen que volverán y felicitan al director, a quien le ha tomado diez años acabar esta obra que trata sobre los riesgos de manipular los sentimientos y las conductas, algo que, pese a una primera lectura dirigida lógicamente a la sociedad cubana, reitera el peligro de intervenir sobre cuestiones como la naturaleza humana y el peligroso juego de la genética. “Lo que no teníamos en presupuesto lo invertimos en tiempo”, dijo Coyula alguna vez.
Entre los actores, destaca por su papel protagónico Lynn Cruz, también productora y diseñadora de arte (“Éramos nosotros dos filmando”, advierte el director sobre la actriz, que también es su esposa); de igual manera disfrutamos, con Carlos Gronlier y Aramís Delgado, Hector Noas, Mariana Alom y un Fernando Pérez que parece haberse tomado el personaje como algo personal, y en vez de hablar de mutantes peligros que acosan por toda la ciudad parece reflexionar sobre la propia realidad en la que se desempeña como uno de los mejores directores de cine de todos los tiempos.
Confieso que como un fluir de interferencias se me contraponen las lecturas. Me llevará tiempo procesarlas. Reparo en que los personajes, políticos reales (Fidel y Raúl Castro, Obama y Trump) asumen muy bien su objetivo argumental, esa otra personalidad que deben cumplir en esta realidad alterna, y para la cual la mayoría de las imágenes han sido filmadas o concebidas originalmente por su director.
Una de las primeras aristas que atrae mi atención es que Coyula bautizara como David a uno de los protagonistas. Con este pequeño dato pareciera cerrarse en el cine cubano el ciclo de recurrencias a semejante personaje bíblico. Del casto y correcto David de Orlando Rojas (Una novia para David) al decente revolucionario amistado con un homosexual de Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío (Fresa y Chocolate).
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Ahora este David es muy distinto. Pertenece a una secta de jóvenes malogrados por la extraña descomposición genética que les lleva a materializar una venganza mundial de destrucción y muerte. Y “esto está malo y creo que se va a poner peor”, dice uno de los investigadores que analizan el caso, encarnado por Félix Beaton. Coyula ha estado proyectando este filme en su casa desde hace un año. Todos los domingos a las dos de la tarde.
Jóvenes y personas, incluso de avanzada edad, fueron capaces de descender hasta la sala número uno de este centro San Martín, situado en el corazón de las profundidades luminosas de Buenos Aires, para saber de qué iba la producción de Miguel Coyula, actor también en esta obra suya, más barbudo y cubierto siempre como por una capa. “Quién es el Drácula ese”, exclama otra vez Beatón en una de las escenas.
No es precisamente azul la luz que predomina en los predios próximos a la sala. “El azul es algo muy personal”, dijo. El resultado del filme, para mí, es perturbador y excelente.