El vitalismo opinante de Enrique Colina, que lo convirtió en uno de nuestros más populares documentalistas y críticos cinematográficos, se postulaba siempre a partir del criollísimo sentido del humor o del choteo, y el impecable regusto satírico a la hora de acercarse a las costumbres, al sentido de la belleza, y a la fenomenología ética del cubano promedio.
Como crítico de cine, una labor que ejerció no solo en su legendario espacio televisivo 24 x segundo desde 1970, sino en las páginas de la revista Cine Cubano, desde 1968, lo recuerdo lo mismo defenestrando el infantilismo rampante en decenas de superproducciones norteamericanas, que cuestionando las diversas irresoluciones dramatúrgicas de las películas cubanas, incluidas las de Tomás Gutiérrez Alea, a quien consideraba el líder indiscutido del cine nacional, y uno de los creadores más influyentes y capacitados de nuestro contexto cultural.
Respecto a sus documentales, si en un ciclo de exhibiciones se agruparan sus primeros cortos Estética y Yo también te haré llorar, ambos de 1984, junto con Vecinos (1985), y los siguientes Jau, Más vale tarde que nunca y Chapucerías, los tres realizados en 1986, en un ciclo que debiera cerrar con el docudrama El rey de la selva, de 1991, se pondría de manifiesto el hondo compromiso del autor con ciertas temáticas, tonos y personajes como la preocupación por diversas aristas de la ridiculez y la incivilidad, la perspectiva gozosa sobre seres humanos, pero con un hálito moralizante y constructivo, el cálido afecto por lo cubano, aunque se tratara de un apego mediado por la distancia reflexiva y criticismo constante.
En la década de los años ochenta, el ICAIC conseguía dinamizar la industria, bajo la dirección de Julio García Espinosa, a partir de la incorporación de una serie de nuevos cineastas a la ficción y al documental, siempre con la voluntad de reactivar el contacto con el público masivo a través de acercamientos múltiples a la realidad contemporánea. El mismo espectador que hizo colas para ver Se permuta (Juan Carlos Tabío, 1983) y Los pájaros tirándole a la escopeta (Rolando Díaz, 1984) aplaudió Estética y sus evidentes cuestionamiento al llamado arte popular y a la producción en serie. Porque los documentales ochenteros de Enrique Colina se apartan de la agenda épica o historicista, dominante en el documental cubano de los años setenta, y se acercan a la contemporaneidad desde una óptica sostenida por la interrogación o la duda respecto a nuestros errores y esquematismos.
En la ficción, realizó en 1988 el cortometraje El unicornio, sobre la ausencia de coherencia ética entre la vida pública y el criterio individual, un tema que también lo obsesionó a lo largo de toda su filmografía. Entre los años ochenta y el inicio del siglo XXI se registraron profundos cambios en la sociedad cubana: caída del campo socialista, doble moneda, auge del turismo, carestía y escasez, incremento de la marginalidad y la delincuencia, y entonces, el más popular documentalista de los años ochenta, el ilustrado y riguroso analista del séptimo arte, el cineasta que sabía comunicar como pocos los secretos y significados de una película, el comunicador capaz de animar un espacio televisivo de impresionante prestigio y popularidad realiza Entre ciclones.
No podía esperarse de Colina una película rosada, complaciente o ingenua. Entre ciclones es simpática, pero de regusto ácido, burlón, por momentos áspera y hasta sórdida, con ciertas escenas consagradas al grotesco o al humor negro. Casi todos los personajes son vistos con extrema distancia y poco afecto, incluido el protagonista, un joven débil de carácter, voluble, gozador e interesado, pero también víctima propicia de las circunstancias: se derrumba su casa en una de las primeras escenas, luego es enredado por los hábitos delincuenciales del hermano, y manipulado por las mujeres ordinarias y materialistas que lo utilizan, sin olvidar el jefe resabioso y mandón, representante de una generación completamente desvinculada de los anhelos de los jóvenes.
Aunque venía ofreciendo clases magistrales en numerosos países de Europa y América Latina, pues hablaba con fluidez en tres idiomas, Colina se refugió en la enseñanza cuando ya no existía 24 x segundo, ni conseguía materializar, en Cuba, sus incesantes ideas sobre nuevas películas. Esta es la etapa en que funda y dirige la Cátedra Documental, de la Escuela Internacional de Cine y TV, en San Antonio de los Baños, y luego ofrece su sabiduría en la asignatura de Puesta en escena, en la más humilde Facultad de Arte de los Medios de Comunicación Audiovisuales. Sus decenas de estudiantes lo acusarían de extremadamente riguroso, incluso recalcitrante, porque jamás evaluó sus trabajos desde la complacencia o el paternalismo.
Sin embargo, se las ingenió para encontrar productores en Francia, y desde allí se origina, mayormente, la última etapa de su obra, largometrajes documentales de tipo collage, y corte irónico para volver a narrar la historia reciente de Cuba. Polémicos y complejos, como la realidad que intentaban atrapar en imágenes, Los “bolos” en Cuba y una eterna amistad (2011), La vaca de mármol (2013) y Cuba, oferta especial: todo incluido (2015) se han visto muy poco en Cuba, e incluso resultaron tácitamente censurados en uno u otro medio.
En esta etapa final, Colina parece haber perdido toda atadura con la complacencia. Los “bolos” en Cuba y una eterna amistad rescata la memoria acumulada por los cubanos sobre la presencia soviética en la Isla; La vaca de mármol reconstruye pormenorizada el surrealismo tropical en torno a una res excepcional, Ubre Blanca, campeona de la productividad socialista, y Cuba, oferta especial: todo incluido caracterizaba las diferencias de estatus entre nativos y turistas, además de cuestionar la cultura normalizada, hecha al gusto de los visitantes extranjeros.
Los tres documentales constituyen el colofón de un periplo creativo indispensable para comprender lo que ha sido el cine cubano, por lo menos aquel que se realizó para sedimentar, a contracorriente, la posición inexpugnable y soberana de la crítica, que Enrique Colina entendía como parte inalienable de la existencia, ejercicio del intelecto que podía, y debía ser, agradable y complejo, consciente y voluntario.