En el último film ganador del Óscar a mejor película, ninguna de las pseudo conciencias que creemos tener bien instaladas quedará intacta o libre de juicio. Green Book: una amistad sin fronteras (Peter Farrelly, 2018), es una historia triste, solitaria, por momentos dolorosa, pero al mismo tiempo tierna, divertida y brillante.
Su argumento es certero y sabe mostrar con refrendada suspicacia una realidad que, aunque parece anacrónica, en pleno siglo XXI no termina de haber sido completamente superada.
Por una parte, sus 130 minutos representan las reputadas e inagotables estampas norteamericanas de violencia racista y xenófoba, además de dejar bien sentada la identidad de un país megadiverso y próspero, donde aparentemente hay espacio para todos, pero que no puede escapar de la enfermedad del clasismo.
La historia está inspirada en hechos reales y transcurre en el otoño de 1962: dos hombres que jamás en sus vidas habrían podido coincidir en nada, son puestos frente a frente por obra y gracia del azar: uno, Tony Lip (interpretado magistralmente por Viggo Mortensen) busca trabajo de cualquier cosa para sacar a su familia inmigrante adelante y, el otro, Don Shirley (delicadamente trabajado por Mahershala Ali) busca un empleado que lo transporte por el sur de Estados Unidos para desarrollar una gira musical. El primero es un blanco rudo, italoamericano, habitante del Bronx neoyorquino, y el segundo es un hombre de color, genio de la música y millonario.
Así sucede la primera inversión de las representaciones: el negro es jefe, rico y refinado, mientras el blanco es subalterno, pobre y ordinario.
En un principio el anonimato y la desconfianza entre ambos personajes es terminante. Ninguno sabe nada del otro, más allá de lo que ramplonamente dicta un color de piel y es de esta manera que los prejuicios comienzan a florecer y a navegar en un ambiente enrarecido e hilarante.
El viaje empieza y así, también, la segunda inversión: descubrimos dos seres marginados de un mismo contexto nacional (el uno por inmigrante, el otro por negro), pero perfectamente aceitados en sus propias lógicas y condiciones individuales y sociales. Por ejemplo, el blanco sabe todo lo que hay que saber sobre los negros (música, comida, costumbres) y el negro sabe todo a propósito de la cultura blanca (las maneras, la sensibilidad, el uso del lenguaje). Así, la historia entabla un diálogo de sospecha con el espectador: ninguno de los personajes se conoce tanto a sí mismo como cree conocerse.
Ahora bien, cada uno, a su manera, empieza a estructurar modelos pedagógicos para exponerlos al otro con la esperanza de que entienda –y atienda– las latentes diferencias que los separan. Pero las intenciones van mutando en una suerte de cofradía mediada en un principio por el dinero, y después por el surgimiento de una entrañable empatía.
Cada kilómetro, cada situación del largo viaje es una tensión en sí misma, más que nada porque revela el espejismo al que cada uno está abocado cuando se somete a la mirada ajena y más cuando esa mirada proviene de una “raza” supuestamente opuesta: es el choque de una convivencia indeseada la que los desafía a vivir el drama del racismo en una escala mucho mayor que, naturalmente, pormenoriza sus contrariedades personales.
Y es así como aparece la tercera y última inversión: son ellos dos, los disímiles, los incompatibles, ahora pertenecientes a un mismo bando, los que terminan abanderando una pequeña y anónima lucha en contra de la maquinaria blanca, tan exclusivista como discriminatoria.
La película nunca muestra la crudeza histórica de la segregación, pero no por eso deja de aterrizar –una y otra vez– en la hipocresía de una sociedad utilitarista que no tiene complejos a la hora de disponer de determinado tipo de personas para su divertimento y, después, tratarlos como basura.
El guion fue escrito por el director Peter Farrelly, por Brian Hayes Currie y por Nick Vallelonga, el hijo de Tony Lip. La participación de Nick en la construcción argumental del film no pasa inadvertida, más si nos detenemos en el hecho de que el protagonista de la historia, por el cual pasan todas las intensas contradicciones de una época, no es el virtuoso pianista Don Shirley, sino el “ligero” chofer y salvaguardia Lip.
Así las cosas, se justifica que por momentos las circunstancias ponen a Tony Lip como el salvador, y a Don Shirley como el rescatado, pero esto no supone ningún tipo de insinuación a la superioridad, sino que, por el contrario y en términos estrictamente ficcionales, forja el terso contraste de la transformación sufrida por los personajes, tanto en el desplazamiento físico como en el viaje interior que ambos viven.
Para terminar, hay que remarcar la enorme labor que se llevó a cabo en cuanto a arte, música y diseño de producción se refiere, ya que éstas, juntas, con pequeños y exquisitos detalles, logran recrear con una verosimilitud meritoria todo un contexto y sumergen al espectador en los Estados Unidos de los años 60.
Green Book no tardará en convertirse en un auténtico clásico. Una película que será recordada no solo por su equilibrio y consistencia (que fusiona elegantemente drama con comedia), sino también porque sabe tocar el corazón.