Maribel Verdú camina, mezcal en mano, hacia la vitrola del bar playero. Pulsa una tecla y suena “Si no te hubieras ido”, de Marco Antonio Solís. Empieza a contonearse, da media vuelta y viene bailando hacia nosotros. Nosotros somos el público del cine Chaplin en La Habana. Nosotros nos sabemos la canción y la coreamos a viva voz mientras ella invita a los, por entonces, poco conocidos Diego Luna y Gael García Bernal a un ménage à trois danzario. Con esa escena, en el ocaso de una película en la que parecía escapar de un México lleno de conflictos sociales y políticos, Cuarón me invitó a esperar con interés cada nueva entrega suya.
Vino Harry Potter, y no iba a ir a verla porque fuera de él (ya sé que el del problema soy yo, que no conecto con los temas fantásticos). No la vi. No sé de qué trata. Luego me enfrenté a Children of Men, que me angustió mucho, y aunque la valoro, no la aprecio demasiado. De ahí a Gravity, la única película de las que conozco en la que el 3D tiene sentido. Y recién me enfrenté a una Roma sin emperadores ni gladiadores. Una película que parece el viaje de Cuarón de regreso a esa realidad de la que escapaba en aquel auto junto a los dos jóvenes compatriotas y la española, hace casi veinte años… Cantando a lo Marco Antonio (no el emperador Romano) : “No hay nada más difícil que vivir sin ti”.
¿Por qué me gustó Roma?
Lo primero que debo aclarar es que no tenía la menor idea de qué era la colonia Roma, ni cómo se vivía en ella y menos aún del entorno político y social de México en la época en la cual se desarrolla la trama. De tal modo que, todo a lo que me enfrenté —exceptuando ese blanco y negro que los fotógrafos mexicanos han patentado desde hace mucho como suyo— era nuevo para mí. Primer punto a su favor: la película me ha impulsado a conocer sobre todo eso.
Disfruto del cine en el que el autor sabe de lo que habla, más aún si es sensorial y apela a recursos visuales y sonoros (porque el sonido en esta película es tan exquisito como su visualidad), que solo el cine puede regalarte cuando eres su espectador. Justo por eso veo en Roma a un autor que sabe de lo que habla y además, maneja esos recursos estéticos que solo el cine tiene, con absoluta maestría. Roma es la sofisticación de una rutina que Cuarón conoce muy bien. Muchos detractores alegan que hay impostura en ello. Yo, sin embargo, lo veo —o lo quiero ver— como la idealización magna que todos hacemos de nuestra infancia; esos sucesos comunes sin importancia alguna para el resto de los que te rodearon, pero que en tu memoria, con el paso de los años, llegan a ser épicos.
Estoy convencido de que si yo pongo ese guión en la mesa de un productor, me dice que requiere trabajo; pero no por ello juzgaré a Cuarón. Él se ha ganado el privilegio de filmar un guión así, incluso, sin haberlo escrito aún, apenas haciendo un pitch de él.
Si los productores ven en un guión o una idea de esta naturaleza, la necesidad de laborarlo más es una manifestación más de lo que padece el cine hoy día. Y es a lo que voy y en lo que encuentro el gran beneficio de esta película. Roma parece película de una época en que los productores eran también autores.
En los 60, este film hubiera pertenecido, sin duda alguna, al club de los outsiders. Lo que ocurría entonces era que esos outsiders convivían con naturalidad en el entorno mainstream.
Bertolucci, Fellini y Truffaut caminaban por la alfombra roja de Cannes, pero también por la de los Oscar. Sus películas se programaban en salas comerciales, cierto que no al nivel de las de Hollywood, pero ahí estaban, mucho más presentes que ahora. Esa frontera se fue haciendo cada vez más impermeable y una película como Roma hasta hace unas semanas, estaría destinada únicamente a festivales de autor, a plataformas como Filmin, a las salas casi inexistentes de cine alterativo o a sesiones y ciclos de cinematecas.
El cine comercial, que hasta los 90 tenía una cuota notable de seriedad, se ha debilitado tanto, dependiendo de efectos, más que visuales, visibles… La audiencia de hoy está inclinada en fechas como estas a repetir Home Alone, The Grinch o White Christmas o buscar alguna película en la que Rachel McAdams y Jamie Dornan se tiren pelotas de nieve (no sé si existe, pero pudiera existir). Esa misma audiencia está necesitada de un zarandeo como Roma, en forma de cine nuevo (aunque no lo sea), llevada por Netflix hasta el sofá de su casa. Mucha gente, sorpresivamente, prefiere renunciar a la comodidad de su sofá para irse a la sala de cine a ver la película. Todo eso es aliento para un modo de expresión que ha estado condenado a muerte desde hace mucho, pero que siempre logra sobrevivir a sus potenciales victimarios.
No me detengo a hablar de las maravillosas actuaciones, tan bien ejecutadas, que parece que estamos ante un coro. Tampoco de las hermosas simetrías dramáticas o esos pequeños detalles que puedes perder mientras miras al cubo de palomitas o dejas de escuchar en el justo momento en que el que está sentado en la butaca de al lado tuyo absorbe la Coca-Cola que le queda debajo del hielo. Y es intencional porque Roma trasciende lo puramente fílmico. Roma es oxígeno para el cine.
Lo novedoso no puede ser hacer una película que parezca de los años 30. Muy buenos recursos técnicos, pero la historia no dice nada y creo que esa es la parte más importante del cine.
Ud., y perdóneme, se quedó dormido. Slds
Asere la partiste. Buáfata pa todos los críticos usted si suena.