Alicia Ernestina llegó tarde a su primera clase de ballet. Desde las barras, las otras niñas la vieron cruzar corriendo el tabloncillo, pequeñita como una muñeca de ojos grandes y cabellos muy negros, vivaz como un animalillo escapado de un bosque. La llegada tarde le costó una nalgada al vuelo de su primer maestro de ballet. Como no tenía zapatillas, esas primeras clases las tomo calzada con tenis.
Las lecciones de ballet en la sociedad Pro Arte eran ideales para insuflarles donaire a las hijas de las familias adineradas, les alargaba las siluetas, hacían que las pequeñas burguesas se movieran como princesas. Pero para Alicia, aquellas horas iban más allá de posturas físicas para lucir en los salones; para ella el ballet era el grado mágico del danzar, lo que más le gustaba hacer desde siempre. Se esforzaba. Ir a clases era un regalo.
La primera vez que Alicia bailó en un escenario, se le trabó el abanico con el que debía hacer unas evoluciones dentro del conjunto de niñas. Pero resolvió con tal gracia el contratiempo que, a la salida, un músico de la orquesta se acercó a ella para que le firmara el programa: “Cuando crezcas vas a ser una gran artista”, le dijo.
Su entusiasmo llamó la atención. Algunas madres de las otras estudiantes no entendieron que aquella niña, hija de una costurera y de un veterinario del ejército, se empeñara con ánimo, alzara tanto las piernas durante las clases y presentaciones de la escuela. Las respetables damas se quejaron, la rodearon y regañaron por comportarse de manera tan poco decente. La niña llegó humillada a la casa. La madre supo de su pena y al día siguiente se presentó ante el maestro de ballet. Este le aclaró que en el arte de la danza las piernas se debían subir todo lo que se pudiera, quienes pudieran, las condiciones físicas debían explotarse al máximo.
“Ya lo oíste –la madre se volvió a su hija–… En las clases de ballet subes las piernas un poco, igual que las otras niñas. Pero si el día de la función no las subes todo lo que tú puedes, entonces tendrás problemas conmigo.” Y Alicia cumplió el trato. Las damas respetables siguieron comentando. Dijeron que la niña estaba flaca de tisis; era mejor que las otras estudiantes no se relacionaran con ella.
Las primeras zapatillas llegaron como traídas en el estuche de un hada clásica. A ninguna de las estudiantes de la clase le servían. Alicia pidió probárselas, y las zapatillas se ajustaron a sus pies perfectamente. Como premio, fueron suyas. Cuenta entre risas que nunca más se las quitó. Recorría su casa parada sobre las puntas de los pies. Así la recordaba Fernando Alonso: cuando iba a visitar a la que fue su novia histórica, ella lo recibía parada en las puntas.
Casada con Fernando, Alicia viajó a los Estados Unidos. En ese contexto, asumió el apellido de su esposo, y consiguió uno de los nombres más musicales y famosos de nuestra cultura: Alicia Alonso.
Luego de participar en espectáculos de variedades en Broadway, de impresionar con su pericia en los bailes españoles al mítico Leonide Massine, estuvo en la conformación de una de las compañías más importantes de Norteamérica, el Ballet Theatre. Así, se descubrió ubicada en la convergencia de varios caminos históricos de la danza. Los refinamientos románticos del ballet francés, las grandes maneras clásicas del ballet de los zares, se mezclaban con toda la modernidad trazada desde los Ballets Rusos de Diaghilev, pasando por Montecarlo, por la teatralidad inglesa. Ella supo beber de todas las aguas, y su personalidad escénica, su destreza técnica, creció, se refinó… Tenía un mundo a conquistar por delante a través del arte que la apasionaba. Fue entonces cuando se empezó a quedar ciega.
Luego de una delicada operación en los ojos, los médicos le advirtieron que no podía bailar nunca más si quería mantener la visión. Por delante quedaba un año entero de reposo absoluto. En Cuba, acostada en una cama, sin poder moverse, su mente no descansó. Revisaba ballets conocidos, bailaba los roles protagonistas en escenarios asombrosos, creaba nuevos ballets.
Con sus dedos sobre la sábana, marcaba los pasos que bailaba en su imaginación. No poder bailar nunca fue algo a considerar. Pasado un buen tiempo, y sin que nadie lo supiera, se escapó de su casa y fue a entrenarse a un salón conocido. Poco a poco los músculos volvieron a estar fuertes. Cuando se sintió de nuevo bien, quiso regresar a la escena. Acababa de hacerlo cuando, en los Estados Unidos, se le presentó una de las mayores oportunidades de su vida.
Alicia Markova, primera bailarina de prestigio internacional, debía bailar el ballet Giselle, pero había enfermado y no podía asumirlo. La taquilla estaba vendida y los directores de la compañía fueron en urgente búsqueda de una bailarina que supliera a la Markova. Asustadas por el reto de sustituir a la diva inglesa, por el poco tiempo que quedaba para prepararse en la obra, todas las apeladas dijeron que no.
Alicia Alonso dijo que sí. Cuenta que salió a escena y no pensó en lo comprometida de su situación, solo quería bailar lo mejor posible y disfrutarlo. Al terminar la función, desvanecida por el esfuerzo en el camerino, vio llegar a un conocido coleccionista de arte. Este le quitó las zapatillas. Los pies estaban llenos de sangre. El hombre recogió las zapatillas y se las llevó. “Para la historia” —dijo.
Años después, ya convertida en bailarina en ascenso, los empresarios quisieron cambiarle su nombre por uno de resonancias rusas –una moda en aquella época–. Ella defendió su origen: ser latino no era un descrédito en la danza; los latinos tenían mucho que aportar al ballet. Cualquier otra idea era mediocre. Así, Alicia Alonso, la bailarina cubana, latinoamericana, encabezó el elenco del Ballet Theatre. Y así bailó por todo el mundo.
Sus éxitos internacionales no la hicieron olvidar su país. Regresaba a Cuba una y otra vez, nunca dejó de bailar en la isla. Más que eso, junto a Fernando fundó la primera compañía profesional de ballet clásico. Actuaron para la aristocracia en teatros y salones, pero también lo hicieron gratis para el pueblo, en estadios y plazas. Así, Alicia Alonso se convirtió en un nombre popular. “La mejor bailarina del mundo”, la nombraban los cubanos orgullosos.
No claudicó cuando la dictadura batistiana la chantajeó económicamente para que apoyara su gobierno sangriento. Sin respaldo estatal, recibió el amparo moral de toda Cuba que se unió en protesta a su favor. En un acto de desagravio organizado en el estadio universitario de La Habana, Alicia Alonso se despidió escénicamente de los cubanos. Bailó La muerte del cisne y miles de personas la ovacionaron de pie. La bailarina lloraba en los saludos, mientras que el escenario se llenaba de flores.
Cuando luego del 59, la compañía se reorganizó y con ella se creó un sistema nacional de enseñanza del ballet, Alicia Alonso tuvo que elegir si continuar siendo una de las artistas mejor pagadas de la danza internacional o la sembradora de la cultura danzaria en su país bloqueado. La gloria de las marquesinas quedó relegada. Qué podían importar los beneficios personales ante la posibilidad de desarrollar en grande un arte para todos. A partir de ese momento su nombre no se desvincularía nunca del Ballet Nacional de Cuba. Una gloria compartida.
La lista de éxitos de logros y reconocimientos en todas partes del mundo es inmensa. Su tesón de acero la hizo bailar más allá de los años, más allá de la falta de visión. Cuando sus ojos se fueron apagando, la danza se hizo más concentrada, precisa, el gesto en ella alcanzó un vuelo emocional sin precedentes. En ese milagro secreto del arte, la bailarina bailó durante años.
“Toda la vida me dijeron que no podía bailar, pero yo bailé”, dijo en una entrevista. Ha luchado toda su vida contra cualquier negación, contra la imposibilidad. Nada la ha detenido, ni los abandonos, ni las pérdidas. Las enfermedades no han podido mellarla y ha sido resistente a todo tipo de ataque. ¿Alguien la ha visto rendirse? ¿Alguien no la ha visto encarar cada día con buen humor, siempre dispuesta a reírse, a que rían con ella?
Los sueños se conquistan por encima de cualquier obstáculo. Sentada en la salita de su casa, rodeada de amigos, Alicia Alonso sigue marcando el ritmo de la música con los amplios movimientos de sus brazos, con la expresión precisa de sus largas manos. “Uno no se despide mientras tiene algo que ofrecer”. Y la bailarina se eterniza. Los grandes sueños se comparten hasta el final.
Algunas veces le asalta un deseo imposible: sentarse en el muro del malecón y contemplar el mar.