El 22 de septiembre de 1994 Viengsay Valdés debutó en Majísimo en el Teatro Apolo, de Güira de Melena. Aquel día marcó el inicio de un intenso bregar escénico que llega, por estas fechas, a sus 30 años.
Hoy no es posible hablar del ballet cubano de este siglo sin mencionar a Viengsay. Por eso, a tres décadas del debut profesional de la actual directora general del Ballet Nacional de Cuba (BNC), homenajeamos su trayectoria en la danza.
El público que abarrotó la sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba el 14 de septiembre fue partícipe de esa celebración. En una gala protagonizada por ella misma, la primera bailarina quiso festejar bailando, apenas dos años después de que regresara a los escenarios al cabo de un retiro temporal por maternidad.
De aquella noche estremecedora de noviembre de 2022 en la que Viengsay se reencontró con el palco, entre otras tantas, todavía palpitan las paredes de la Avellaneda. En esa oportunidad, Valdés protagonizó la última jornada de una temporada ecléctica del clásico Giselle. La joven campesina fue encarnada en otras jornadas de la edición 27 del Festival Internacional de Ballet de La Habana Alicia Alonso por varias figuras internacionales: la rusa María Kochetkova, la italiana Susanna Silva y las cubanas Anette Delgado y Yolanda Correa.
Esa noche, como tantas veces, Viengsay salió a entregar su verdad, destreza técnica y talento interpretativo en punta de pies. “No es lo mismo representar un personaje que al revés, como hace ella: el personaje hace a Viengsay”, afirmó en una ocasión el maestro Fernando Alonso, uno de los fundadores, junto a Alicia y Alberto Alonso, del método de enseñanza que conocemos como escuela cubana de ballet.
Que Viengsay esté sobre la escena es garantía de entusiasmo y deleite para su audiencia. Sabe ser lo mismo una ingenua y desdichada Giselle, una dual Odette/Odile, una irreverente Carmen, una zalamera y enérgica Kitri en Don Quijote, una pícara Swanilda en Coppelia, o la diva cargada de enigmas que representa en Lucile, el más reciente estreno del BNC, firmado por Johan Kobborg.
Todas ellas, por mencionar algunas de las más familiares para el gran público, ha sido Viengsay Valdés y por todas ha cosechado loas y admiración en escenarios dentro y fuera de Cuba.
Los espectadores reconocen en esta artista un temperamento dual: “de acero y nube”, como remarca Carlos Tablada en una biografía de la bailarina publicada en 2014 por la editorial Letras Cubanas. La fuerza envuelta en dulzura es un rasgo consustancial del desempeño escénico de Viengsay.
Tras el debut de 1994, la alumna de Mirtha Hermida, Ramona de Saá, Adria Velázquez, Magaly Suárez, Valentina Fernández, Amparo Brito, René Cárdenas, Marina Villanueva, Josefina Méndez, Loipa Araújo, Aurora Bosch, Mirta Plá, Elena Madam, Svetlana Ballester, Félix Rodríguez y Alicia Alonso —por solo mencionar algunos de sus mentores— creció y se hizo grande, actuación tras actuación. Y el público fue testigo.
Una noche para contar una vida
Cuando fueron las 8:30p.m., en medio de la oscuridad una luz iluminó el lateral izquierdo de la sala. Del público salió ella, ataviada con un mantón de encaje blanco, provista con sus mallas, las zapatillas, un bolso: lo necesario para sus ensayos, como tantas veces a lo largo de 30 años de trabajo.
Pero este no era un ensayo. Entre aplausos cargados de emoción, Viengsay Valdés tomó el centro del escenario y empezó a hacer sus calentamientos con apoyo de la barra.
Así comenzó la velada que nos regalaría, bajo la dirección artística de la maestra Svetlana Ballester. De ella nació el concepto y la coreografía de la entrada de Viengsay, Mi vida… el Ballet, una forma de ilustrarnos la cotidianidad de la artista: los ensayos, la concepción, el vestuario –Giselle, Coppelia, Carmen, Lucía Jerez…—. La ubicación espacial la establecía la música: se escucharon “Mi ayer”, de Ñico Rojas, y Tchaikovsky, interpretados en arreglos de la maestra Idalgel Marquetti.
Aquella fue una forma verosímil de entrar en situación y de calentar el cuerpo de la intérprete. También las miradas de los espectadores para lo que vendría a continuación.
Un telón cae y el ensayo se transforma en puesta. Viengsay hace una declaración de intenciones en toda regla mientras se escucha Non, je ne regrette rien, y con un solo de Ben van Cauwenbergh, la bailarina traduce en movimiento la voz de Edith Piaf. “No, no me arrepiento de nada” —versa la canción—, mientras Viengsay lo reafirma con la fuerza de sus gestos.
“La expresión corporal de esta bailarina recorre las gamas de una técnica más que depurada, porque se va filtrando entre los matices de una sensibilidad nuestra, a prueba de balas, que confirma su transparencia entre las dos orillas del océano”, puntualizaba Nancy Morejón en sus palabras de salutación a la homenajeada. Seguidamente, una escena del primer acto de La bella durmiente del bosque venía a confirmar esas ideas, a esa altura casi proféticas.
Con Aurora vivió el despliegue técnico en Adagio de la rosa, arropada por el primer bailarín Dani Hernández, así como de los jóvenes Alejandro Alderete, Ixán Ferrer, Bertho Rivero y parte del cuerpo de baile.
Lo que siguió, Después del diluvio, de Alberto Méndez, fue un momento para los más jóvenes componentes de la agrupación. Era una pieza abstracta, joya exclusiva del repertorio del Ballet Nacional de Cuba, rescatada después de 13 años de su última representación.
Después de ese momento, Viengsay y Ányelo Montero aparecieron en escena con un pas de deux fenomenal. Loss, de la pieza Love Fear Loss, de Ricardo Amarante, fue un derroche de sintonía y genio entre ambos intérpretes, con una carga dramática estremecedora.
Se trata de una las piezas que la compañía encargara en años recientes a diversos creadores para enriquecer su repertorio. Entre ellas destacan Concerto DSCH, de Alexei Ratmansky, Séptima sinfonía, de Uwe Scholz, creaciones variadas del británico Ben Stevenson, La hora novena, de Gemma Bond, Apparatus, de Raúl Reinoso y, más recientemente, Lucille, de Johan Kobborg, entre muchas otras.
Viviendo la pérdida en ese gran amor, de Love Fear Loss, sobre las tablas, quedamos con la promesa de un segundo momento en la velada, en el que veríamos uno de los papeles en cuya piel más se ha consagrado la intérprete en sus tres décadas de labor: Kitri.
Con Don Quijote —escenas de los actos primero y tercero de este clásico, recreadas por la maestra Svetlana Ballester, a partir de la versión de Alicia Alonso, Marta García y María Elena Llorente— la noche de tributo y regocijo compartido llegaba a su fin. La Kitri de Viengsay —acompañada en esta ocasión por el primer bailarín Dani Hernández—, una vez más puso de pie al auditorio.
Sin que los aplausos cesaran, Viengsay apareció sola en escena. Fue sumándosele el resto de los miembros del Ballet Nacional de Cuba, porque la historia de Viengsay es indisoluble de la compañía que fundaron, hace 75 años, Alicia, Fernando y Alberto Alonso.
De la prima ballerina assoluta recibió el encargo de continuar la obra y seguir el empeño de convocar, armar y edificar la ruta inabarcable de lo que conocemos como “el milagro del ballet cubano”. Desde que asumió la dirección del BNC en 2020, Viengsay Valdés ha sumado a su impronta como bailarina la ardua labor de la gestión, la guía y la defensa de un legado.
Ha cumplido su rol con la valentía de quien sabe transformar para buscar evolución artística, a pesar de una cotidianidad nacional compleja que afecta, también, el desarrollo de las artes.
El trayecto es largo. Hay que tener mucho valor para sostener los remos con ambas manos y seguir adelante, pese al temporal. Viengsay Valdés lo tiene; afronta el desafío. Es grato saber que no ha estado sola, que a su lado labran decenas de paladines, bailarines, administrativos, técnicos y que a su llamado responden creadores y artistas cubanos que hoy brillan en otras compañías y en otras tierras.
Como público, reconforta saber que Viengsay, con su temple de acero y nube, sigue remando con la lozanía de su tercera década en el arte, para que el ballet cubano siga siendo una realidad que disfrutar y celebrar juntos.