Entre una y otra bocanada de humo de tabaco, José María Vitier hace caer una bomba de profundidad sobre el ego de sus padres y hablando en plata dice:
“Desgraciadamente —porque no se puede decir de otra forma—, tenían que no estar ellos en este mundo para que fuera posible hacer este proyecto de la casa Vitier García-Marruz. Ellos no iban a convivir de ninguna manera con ese tipo de honra institucional, porque contradecía completamente su manera de ser”.
Y por si quedan dudas, remata: “¡Pero es que ni hablarlo!”
Nacido en La Habana en 1954, José María es un compositor exuberante. Recorre desde una misa hasta un vals. También es un pianista igual de milagrero. Hace confluir aires barrocos con tambores sagrados africanos y nadie lo acusa de sacrílego, sino todo lo contrario.
“La música era lo más importante en nuestra casa cuando éramos niños mi hermano y yo; lo más importante de lejos”, recuerda apoltronado en una butaca, de espalda al lechoso esplendor de diciembre que entra por la puerta del balcón que da a los laureles de la avenida Paseo, en el barrio habanero de El Vedado. El mar está cerca; pero no se ve, ni se siente.
La conversación ocurre en el pequeño apartamento de Cintio y Fina, en los altos de El Potin. Aún puede verse la colección de long plays, debajo de un estéreo con altavoces en la pared. Entresacados al azar aparecen El retablo de Maese Pedro, de Falla, La bonne chanson, de Fauré y Come, ye sons of art, de Purcell, que hablan de sus gustos musicales. El propio Cintio tocaba el violín, muy a lo Ingres.
José María es hermano de Sergio, seis años mayor que él. Fallecido en La Habana en 2016, Sergio fue Premio Nacional de Música dos años antes, y célebre compositor y guitarrista de fuerte raigambre hispano-afrocubana. Legó un puñado de discos y bandas sonoras para cine, teatro, televisión y danza. En 1978, el coreógrafo Alberto Méndez elevó su pieza Ad libitum a la maestría de una Alicia Alonso y un Antonio Gades que serían ovacionados en el Metropolitan Opera House de Nueva York.
Sergio y José María son los hijos de Josefina García-Marruz Badía (La Habana, 1923-2022) y Cintio Vitier Bolaños (Key West, 1921-La Habana, 2009), tal vez la pareja intelectual más longeva, interesante y fecunda en la historia de la isla.
Católicos confesos; amigos de Juan Ramón Jiménez y María Zambrano durante su exilio isleño; eruditos en José Martí; nacionalistas con una obra que se trifurca en poesía, narrativa y ensayo. Atravesaron la vida republicanabdesde los años 40 (cuando formaron parte del grupo Orígenes, liderado por José Lezama Lima) hasta bien entrado el siglo XXI. En 1959 llegó la Revolución, que en sus primeros años los trató con reservas por su militancia religiosa y su desapego del marxismo.
Después, los asimilaron. Entendieron su prédica y su ética. Un libro, Fidel y la religión, del brasileño Frei Beto, hizo lo suyo en 1985 y marcó un cambio en la política hacia los creyentes en la isla. El matrimonio estuvo al frente del Centro de Estudios Martianos, ad honórem hasta la muerte de ambos, y Cintio, como diputado nacional, fue una de las escasísimas voces críticas que han pasado por el Parlamento.
A raíz de la crisis de los balseros de 1994, muchos aún recuerdan el artículo “Martí en la hora actual de Cuba”, en el que Cintio arremetió contra las visiones exculpatorias del fenómeno migratorio que hacían recaer toda la responsabilidad en la variable externa de aquella estampida colectiva.
“La Revolución no puede conformarse con decir de los que se lanzan al mar en embarcaciones frágiles y arriesgan las vidas de sus niños y ancianos: son delincuentes, son irresponsables, son antisociales. En todo caso son nuestros delincuentes, nuestros irresponsables, nuestros antisociales. La Revolución también se hizo y se hace para ellos, no puede admitir que sigan siendo subproductos suyos”, escribió el intelectual en favor de una lucidez moral que prevaleció sobre las narrativas oficiales.
Kilómetro cero de la Casa VGM
Siendo un veinteañero, José Adrián Vitier Rodríguez comenzó a trabajar con su abuelo Cintio en la edición de la revista La isla infinita y luego en la colección homónima de libros artesanales. Era 1998 y el nieto de la pareja ilustre apenas si se percataba de la trascendencia terrenal de sus abuelos.
Aunque para el historiador de la Habana, Eusebio Leal (1942-2020), aquella empresa resultaba digna de elogio, sugirió la creación de un proyecto más ambicioso: un taller familiar que irradiara cultura bajo el sello magnificente de los dos apellidos.
¿Cuándo es que tus abuelos dejan de ser tus abuelos para convertirse en los personajes que admiras?
Nunca dejan de ser mis abuelos, pero adquieren esta otra dimensión.
¿Cuándo te percatas de ello, en la adolescencia?
Tardíamente, te confieso. De hecho, no fui un niño al que le gustara sobremanera la poesía. Recuerdo que la primera que me gustó fue gracias a mi abuela. Yo estaba ya en la Lenin. El poema era de Garcilaso de la Vega. Después descubrí la poesía inglesa, también gracias a ella, que por cierto traducía a los poetas ingleses con un diccionario, pues no sabía el idioma. Cuando lo comparo con el trabajo de mi tío abuelo, Eliseo Diego, todo un experto en la materia, los dos están ahí-ahí, cada uno a su manera.
Hijo de José María Vitier y de Silvia Rodríguez Rivero (economista, compositora y artista de la plástica), José Adrián (La Habana, 1974) es licenciado en Lengua y literatura inglesas, además de poeta, editor, traductor, ilustrador y creador audiovisual. Está al frente del proyecto Casa VGM, dentro del cual se ocupa de la colección libresca La isla infinita, nombre tomado de la imaginación aborigen como narró en su día el cura e historiador español Andrés Bernal.
El primer texto de la colección fue el Tao Te Ching, del cual, con la ayuda del colaborador Gustavo Pita y de un diccionario, José Adrián hizo la primera traducción cubana del chino clásico antiguo al español.
La política de La isla… no es publicar libros raros, ni extravagantes, sino aquellos que “te hayan movido el piso” y la colección “tiene ese pudor editorial”, afirma el director, al citar títulos como El Napoleón de Notting Hill, de Chesterton, Las cartas de Martí y Mitos y leyendas de los celtas, entre otros.
Caos y cosmos
“El problema aquí es se trata de una mina infinita y aunque estamos enamorados del trabajo, no nos va a alcanzar la vida para abarcar todo el archivo, porque incluye a varios personajes, cada uno de los cuales es un cosmos”, evalúa José Adrián y enumera los fondos a gestionar:
Todo el archivo perteneciente a Medardo Vitier (1886-1960), ensayista, poeta, polígrafo y pedagogo, cuya producción, en su mayoría, está en manuscrito; el correspondiente a Fina García-Marruz, “que nos dejó un caos cósmico, aunque eso sea un oxímoron”; el de Cintio Vitier, el más ordenado y publicado hasta el presente, gracias al crítico, ya fallecido, Enrique Saínz; y la producción musical y anotada de los músicos José María y Sergio Vitier, y Felipe Dulzaides (1917-1991), hermano de Fina y “el tío perfecto, inolvidable”, además de la obra pedagógica de la pianista Josefina Badía 1895-1962, madre de los dos últimos.
Ese es el núcleo primigenio de la galaxia. Luego, habrá extensiones.
“Mi madre decía que Orígenes no era un grupo, sino una familia, mayoritariamente bien llevada, y la casa VGM también aspira a tener ese aire de familia”, adelanta José María, y José Adrián certifica detrás: “La familia más importante es la familia del espíritu, no la de la sangre. El caso es que no vamos a ver como nada ajeno a figuras que no sean de nuestra familia sanguínea, pero sí de la familia espiritual, como Feijóo o Lezama”.
El primer sitio para albergar el patrimonio inmaterial acumulado en más de un siglo por la familia Vitier García-Marruz fue localizado en la calle Tejadillo; pero el local resultó a la postre inadecuado. El definitivo se ubica en la intersección de San Ignacio y O’Reilly, a unos pasos y al fondo del colegio universitario de San Jerónimo.
Se trata de un imponente edificio, la otrora casa corredora de azúcar más importante del siglo XIX, la Galván-Lobo, de La Habana Vieja. El espíritu de un par de sacarócratas acogerá el inmueble VGM, cuya fachada dará a O’Reilly, dentro de una residencia universitaria, que por ahora es un cascarón vacío.
En su memoria descriptiva, que no ha pasado de ser una entelequia en un disco duro, la institución cuenta con dos niveles y un mezanine, que cobijará el salón multipropósito, el taller de grabado y otras áreas necesarias, zonas de estanterías, biblioteca, cocina, oficinas y el área destinada a los talleres temáticos, entre otros espacios. Y dominando el paisaje interior, como un tótem, un piano.
El piano
“¿Un piano de cola, vertical, eléctrico?” José María abrillanta la mirada ante la pregunta y sonríe al tener un as bajo la manga.
“José Adrián tiene localizado uno en el mercado que es todo un ingenio de la técnica. Es digital y acústico a la vez con un precio adecuado para lo bueno que es. El piano es como un gran promotor cultural en un país donde hay más pianistas que pianos. Cuando pongamos el piano, la cola de pianistas de gran nivel va a ser interminable”, jaranea y señala el viejo piano de Josefina Badía, en su recogido silencio, “en el que posiblemente se tocó por primera vez la Guantanamera con los versos de Martí, gracias al español Julián Orbón, la más inteligente de todas las personas que conoció mi madre, según me dijo un día”.
Amenazada por el streaming, cuando no herida de muerte, la industria discográfica urge de reinventarse si pretende sobrevivir a la masificación de su consumo exprés en las redes. “No sé el futuro de la expresión ‘sello discográfico’”, suelta José María debatiendo sobre el asunto y contrapone: “Pero la música sí tiene futuro dentro de la casa. Y seguramente grabaremos lo que hagamos ahí. Quedará registrado”, barrunta.
El piano ha sido una presencia solar en ambas familias. En la casa quinta de Eliseo Diego, en Arroyo Naranjo, donde se reunían los domingos, existía uno. Luego, al mudarse para E y 21, en el Vedado, había otro, vertical, donde a veces tocaba José María y otro miembro de la familia, que lo hacía siempre en secreto. “Mi primo Eliseo Alberto, Lichi, que era un pianista clandestino”, revela el autor de la misa a la Virgen de la Caridad, patrona de Cuba.
Duda cartesiana, respuesta salomónica
Uno de los afluentes más caudalosos de la obra de Cintio y Fina son sus epistolarios; en ambos casos, aún por ordenarse y clasificarse. Son cientos de cartas, entre ellas las escritas a Los cinco. Con ellos sostuvieron una prolongada correspondencia, “desde su humanidad y seguramente desde la compasión cristiana, sin ningún tipo de instrumentalización pública o política”, acota Gretchen Lima, directora de Comunicaciones del proyecto.
En Cintio, el tesoro de su epistolario también provocaba dudas de corte moral, un juego de tensiones reactivas entre lo privado y lo público. Cuenta José María que una vez le pidieron donar un puñado de cartas con personalidades de la generación del 27 —Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, entre otros— y el autor de Epifanías se planteó el siguiente dilema antes de la entrega: Jurídicamente hablando, ¿las cartas son de quien las escribe, o de quién las recibe?
“Encontró una solución bastante salomónica. `Yo creo, dijo, que el contenido de la carta es de quien la escribe, pero la carta es de quien la recibe. Entonces cuando estoy dando un epistolario, qué derechos estoy ejerciendo y qué derechos invadiendo?’ Nosotros debemos mantener ese espíritu. Habrá que ser discrecional, además de discreto, para hacer lo que hubiera tenido su aprobación”, dice el pianista y asegura que la inmensa mayoría de la papelería de sus padres estará disponible en la Casa VGM para los estudiosos y todos los interesados.
Incluso, más allá de toda esa papelería, la joya de la corona serían los testimonios autobiográficos filmados del propio Cintio, nunca expuestos a la luz pública porque el pensador no halló en vida una circunstancia propicia para hacerlo.
“Nosotros sí tenemos la prerrogativa de considerar que es el momento de hacerlo. Es más, diría que tenemos la obligación y el deber de publicar esas zonas de su pensamiento, que no estuvo exento de polémicas, incluso de contratiempos e incomprensiones a veces”, aseguró José María.
Cartas efímeras: la posteridad que nunca encontró un buzón
Fina era una escritora compulsiva, que además escribía cartas, compulsivamente, para después olvidarlas, convirtiendo el gesto en un arma de exterminio contra toda vanidad, entre los pecados más aborrecidos en la comunidad católica.
“Ahí volvemos al tema de la necesidad de escribir y de desentenderse de lo escrito. Hay cosas escritas con máquina de escribir, sin cinta, lo que nadie puede leer, ni siquiera la autora lo podía leer”, revela José María.
¿Por qué lo hacía?
Porque necesitaba escribir. Mi madre tiene un volumen de cartas impresionante, sobre todo algunas con una extensión desmesurada, con su hermana Bella. Hay cartas de docenas de páginas, como si vivieran en países diferentes.
Que nunca fue el caso.
Puede habérsele roto el teléfono, por ejemplo. ¡Pero es que hablaban todos los días muchísimo rato! Eran unas hermanas realmente inseparables y que ya de adultas siempre vivieron separadas…
Las cartas de mi madre tenían destinatarios a veces muy importantes, o era siempre muy importante la carta en cuestión; pero decidía con muchísima frecuencia no enviarlas.
Jamás llegaban al buzón
No, porque no quedaba completamente satisfecha o porque le parecía que era inútil o le daba pena, a veces, invadir la atención de otras personas o recabarla, por su carácter. Así que muchas veces escribía cartas y las botaba.
Hace poco me enteré por un amigo de ella de una anécdota que la retrata muy bien.
Una noche, ella escribió una carta y la botó en el cesto de papeles, como solía hacer, y al otro día se levantó con la preocupación de la carta que había escrito, y buscó el papel arrugado en el cesto, lo revisó de nuevo, le hizo algunas correcciones y… lo volvió a botar.
¿Nunca le interesó la posteridad?
Nunca lo sabremos. Yo creo que todos los creyentes les interesa la posteridad y ella lo era.
La edición 31 de la Feria Internacional del Libro de La Habana, prevista para febrero de 2023, celebrará el centenario de la poeta con la publicación de tres libros suyos: Las palabras perdidas (poesía), que se editó en 1951 gracias al micromecenazgo de amigos, El orden del homenaje, una selección de ensayos, y Pequeñas memorias, un texto que la autora no llegó a terminar, pero que jamás pensó publicar en vida.
Memoria del mundo
A partir del año del centenario de Cintio, en 2021, y a instancias de la propia oficina de la Unesco en La Habana, la casa VGM comenzó el proceso de inscribir los fondos relacionados con José Martí escritos por la pareja como memoria nacional, para luego declararla regional y finalmente internacional. Este último estatus únicamente lo ostentan en Cuba los manuscritos de José Martí, el Noticiero Icaic Latinoamericano y los archivos personales de Ernesto Che Guevara.
Según explica José Adrián, la argumentación defiende que “la obra de Cintio y Fina, sobre todo la que está relacionada con Martí, más que un comentario es una inesperada continuación de la obra del Apóstol, porque arroja tanta luz, la actualiza tanto, abre unos caminos interesantísimos y la sitúa completamente en la sensibilidad actual”.
Creado en 1992, el programa Memoria del Mundo promueve el reconocimiento de documentos o conjuntos documentales de gran valor para la identidad y la cultura de grupos humanos como parte de su memoria.
“En lo que el proceso de la Unesco fructifica, con distintos cooperantes internacionales estamos tratando de conseguir los medios mínimos para la conservación y aprendiendo sus rudimentos, también con la asesoría de la Oficina del Historiador”, declara José Adrián, capitán de un equipo de cuatro miembros que tejen la telaraña del proyecto.
Gretchen Lima, publicista, Fidel Hechavarría, quien se ocupa de la conservación de los archivos, Maya Pomares, gestora de la web, que crece y crece en estado off line, y Osmany Cuevas, el hacedor de libros artesanales.
Un orfebre con serendipia
Con el libro maquetado, Osmany comienza su labor. Primero confecciona los cuadernillos, que son los pliegos doblados (hojas A3) para luego coserlos a mano. Los tipos de cosido pueden ser francés o con cuerdas, y dependen del lomo, si es curvo o recto.
El siguiente paso es cortar y pegar las tapas, a su vez cubiertas con telas previamente decoradas mediante la técnica de grabado en xilografía o colografía.
El proceso continúa con la realización de las guardas, el elemento que une las tapas a la tripa del libro (cuadernillos cosidos). Esas guardas suelen ser decoradas mediante la técnica de papel al engrudo (pegamento obtenido de la metilcelulosa con acrílico) y siempre son diferentes unas de otras. También se puede emplear la técnica del marmolado para decorar el papel.
Lo que sigue es el encuadernamiento. También hay que colocar las cabezadas en la parte inferior y superior del ejemplar, que tienen carácter decorativo, y una cinta marcadora.
Por último, se pegan los paratextos (el título y el logo de la editorial) con goma de ph neutro para evitar la huella amarillenta del tiempo. Se estampa una obra pictórica de algún artista sobre la tapa.
Un golpe de prensa, de unas ocho horas, y listo.
Osmany prefiere trabajar varios libros a la vez. Una decena le acomodan para no aburrirse. El primero que hizo fue el Tao Te Ching, de Lao Tzu. El más reciente, Las palabras perdidas, de Fina García-Marruz.
Cada un par de días sale un tomo terminado de sus manos, porque hay que respetar los tiempos de secado. La materia prima para los ejemplares se busca entre los emprendedores privados o, en su defecto, en el socorrido estraperlo.
El artista calcula que sus piezas, bien cuidadas, pueden durar más de treinta años. En cuanto al estilo, se declara ecléctico, con una deriva hacia lo minimalista y cree que el error puede ser mágico al descubrir lo menos pensado. Para él, la serendipia funciona.
Eusebio, los plazos y el futuro
En 2019 la Oficina del Historiador planificó para 2021, año del centenario de Cintio, tener a punto una inauguración parcial de la Casa VGM. La pandemia descarriló los planes. Luego eventos catastróficos en la ciudad ralentizaron aún más el avance, hasta que la obra llegó a un punto muerto.
Después está el hecho de que el proyecto se insertará “en un panorama administrativo institucional donde ningún origenista tuvo nunca que verse. Hace falta lidiar con muchos factores para llevar a fruición una cosa”, responde José Adrán a la pregunta sobre las trampas de la burocracia y cómo manejarse con ellas dentro de un contexto de supeditación presupuestada, como es el caso del proyecto.
La directiva se opone, al menos en principio, a que en el futuro las actividades de la entidad sean lucrativas para asegurar su sostenibilidad y convertirla en una suerte de mipyme cultural.
“Este proyecto fue uno de los últimos sueños de Eusebio. Tenía muchas esperanzas en verlo terminado. Muy poco antes de fallecer, hablamos de esto. Creo que las personas que tienen ahora la dificilísima tarea de continuar su obra saben esto: que están cumpliendo un deber con un legado intelectual y ciudadano de mis padres, pero también con el legado de Eusebio. Creo que eso prevalecerá y esas obras lleguen a buen término”, deseó José María, para quien, pese a las calamidades cotidianas, no existe el momento mejor para reemprenderlas.
“El momento mejor es cuando las cosas son necesarias y cuando son sinceras y honestas. El arte siempre ha sido una batalla y siempre ha enfrentado bandos. Siempre. Suponiendo que no fuera el momento mejor, no tenemos otro”, sentenció el compositor.
“¿La muerte de Leal es un golpe al proyecto?”, le pregunto a José Adrián.
“Es un golpe a la cultura cubana. Eusebio simultáneamente es el cubano que más ha hecho por la cultura cubana y, a la vez, el que más ha dejado de hacer por la cultura cubana. Es un golpe para el proyecto de nación… devastador”.
El silencio del que pendió esa última frase fue breve. “De esas grandes catástrofes, surgen nuevas posibilidades”, retrucó inmediatamente José Adrián y con aires de optimismo dibujó castillos en el aire: “Ahora la colección son libros, pero en algún momento serán audiovisuales, objetos de arte. Cuando tengamos un taller como Dios manda, quien sabe cuántas cosas podremos hacer… Lezama decía que Orígenes era como un taller renacentista. Nosotros, creo, lo somos un poquito más, literalmente, no solo porque tenemos encargos de libros artesanales”, establece el artista y menciona la colección de diez títulos de La isla infinita compradas por Silvio Rodríguez como regalo a Andrés Manuel López Obrador, con motivo de su investidura como el septuagésimo sexto presidente de México.
Post Scriptum
Tan futurista como se presienta y todavía más, se padezca, lo que será la casa VGM tiene por fachada, ahora mismo, un apuntalamiento que es la delicia de gatos maromeros, amantes furtivos y muladares que triunfan con la desidia, a la imagen y semejanza de los lugares abandonados que esperan por una segunda oportunidad o un par de llamadas de gente importante que administran el porvenir.
¿Cuánto durará la demora? José Adrián Vitier Rodríguez no lo sabe. Tampoco le quita el sueño. Como asegura, él y su equipo no están en modo de espera. Trabajan todos los días. Así que ante tales incógnitas prospectivas, presenta batalla, blandiendo una de sus frases favoritas, no ya de Petrarca, ni Chesterton, autores de su predilección, sino propia, que bien podría ser grabada en piedra en una hipotética heráldica familiar.
“Para intentar cosas imposibles, estamos en el lugar correcto”. Que así sea.
Hay un detalle que no aclara el reportaje: ¿qué inmueble en La Habana acogerá la Casa VGM, dónde está? Por lo demás, un magnífico trabajo.