Quienes más saben, dicen que para conocer La Habana hay que visitar al menos una vez el Callejón de Hamel. Fundado en 1990 en el habanero Cayo Hueso, el barrio se ha convertido en un reservorio de cultura afrocubana y de las vertientes que reflejan su influencia en la Isla.
Nació gracias al escultor Salvador González Escalona, quien venía de cursar breves estudios en la Escuela de Dibujo, en Camagüey, y realizar investigaciones de antropología y etnología en la Casa de África, en La Habana.
Salvador recuerda que siempre lo animó la idea de hacer una obra que contribuyera a la transformación social y respetara nuestro acervo. “En principio no fue fácil por algunos cuestionamientos, pero nunca abandoné mi empeño de mostrar la valía de la cultura cubana”, dice a OnCuba Travel.
Este museo vivo es visitado diariamente por cubanos y turistas de muchas partes del mundo. Van de un lado a otro con el sonido del tambor en la cabeza, o clavan los ojos en las paredes atraídos por la multiplicidad de colores de la pintura con motivos religiosos africanos. Otros se adentran en las danzas africanas defendidas por grupos de bailarines que parecen trasplantados de África.
El Callejón de Hamel es un hervidero al amanecer del sábado. Un ómnibus acaba de llegar a la esquina, desde la cual se escucha el sonido libre de un tambor. Baja el hombre que sirve de guía. Le sigue una variopinta delegación de turistas. El conductor les presenta el lugar y ellos se enrumban con rapidez hacia la aventura. Uno, George Hula, se acerca a unos músicos que le dan duro a la percusión. En unos minutos, Hula es quien saca fuego al cuero y, para sorpresa de muchos, lo hace con una fuerza que, presumiblemente por su origen, no debería llevar en las venas.
“Hace varios años tomé clases de rumba en Dinamarca con un amigo que tiene una escuela de música y bailes cubanos. Fue un gran aprendizaje que me mostró la riqueza musical de los cubanos. Creo que ese fue uno de los motivos por los cuales viajé ahora a La Habana por primera vez”, comenta a OnCuba Travel en perfecto español este danés de 41 años.
Los turistas se desperdigan por la zona. El grupo en su mayoría se coloca frente una especie de galería a cielo abierto donde se exhiben pinturas cubanas. Luego disparan una batería de preguntas sobre religión a un negro de piel curtida –como Chano Pozo– que exhibe en el cuello varios collares representativos de las deidades del panteón yoruba. El hombre, de unos 70 años, responde cada interrogante con una sabiduría ancestral. Habla de la llegada de los africanos a Cuba, el significado de las prendas que carga sobre su piel y los despide con algunos consejos para la vida.
Salvador González Escalona, el escultor, comparte con los visitantes, les explica un poco el origen de este “callejón” y se marcha para seguir un proyecto que le está robando el tiempo en los últimos meses. Camina cerca de frases esculpidas en piedra y del calor que desprenden los bailes acompañados del incesante repiquetear de tambores. Un fotógrafo le hace algunos retratos y el artista le agradece con una reverencia con las manos.
Este espacio es reconocido nacional e internacionalmente. En Cuba, Salvador ha obtenido varios premios, pero asegura que el mayor reconocimiento es el de la gente, el de su pueblo. La obra del Callejón también ha proporcionado trabajo a varios de los habitantes de esta zona desde la cual se escucha en ocasiones la ardiente vida de las céntricas avenidas de San Lázaro e Infanta.
Katherine es otra de las turistas que llegó en la mañana. Ella viajó desde Canadá y conversa animadamente con Hula, quien ya parece un vecino de la comunidad. El danés le muestra algunos pasos de casino y le cuenta leyendas de rituales afrocubanos.
Todos desafían el abrasador calor del mediodía. Se secan como pueden las huellas del sol en la frente y prosiguen con el descubrimiento. En una esquina un artista talla en madera la representación de una deidad religiosa. A su lado, un hombre baila rumba mientras recuerda a este redactor que en el Callejón han tocado grupos como Los Muñequitos de Matanzas y Clave y Guaguancó. “Rumba de la buena”, dice mientras agita coloridos pañuelos.
El proyecto ha acercado el arte no solo a los habitantes de la zona, sino a una buena parte de la barriada. Hay talleres de pinturas y de música para niños y de otras manifestaciones. Uno de los estudiantes, cerca de romper la barrera de los 15 años, dice que desde que vio la película cubana Esteban (un filme que cuenta la historia de un niño de un barrio humilde con grandes aptitudes para el piano), quiere ser como Chucho Valdés. Otro, sin embargo, dice que solo sueña con estar detrás del tambor en los vaporosos días de este proyecto comunitario. Ambos viven con la certeza de que en el Callejón cualquier milagro puede suceder.