En el siglo XIV andaba por los caminos de Dios un clérigo amigo del vino y el buen yantar. Se llamaba Juan Ruiz, pero se le conoce más en la historia de literatura española como el Arcipestre de Hita no solo por su cargo eclesiástico, sino sobre todo por haber escrito el Libro del Buen Amor, poema de impresionante actualidad donde la barraganía es un dedo índice contra los poderes del alto clero y un úkase contra el celibato.
Era un fraile de esos que trotaban el mundo a lo goliardo medieval, “a Dios rogando y con el mazo dando”, es decir, con la devoción mariana a un lado y una mujer bien carnal al otro, a la que reservaba un inconfundible deber ser, limitado como es natural por el imaginario de entonces: “en la cama muy loca, en la casa muy cuerda”.
Su conocimiento de la sexualidad, si bien se inspira en el Arte de Amar de Ovidio y otras fuentes como las árabes, obviamente queda reforzado por una experiencia vital que se palpa en el libro por simple inspección, aunque su socarronería lo lleve a echar mano al criterio de autoridad clásico de la escolástica:
Aristóteles dijo, y es cosa verdadera,
que el hombre por dos cosas trabaja: la primera,
por el sustentamiento, y la segunda era
por conseguir unión con hembra placentera.
Si lo dijera yo, se podría tachar,
mas lo dice un filósofo, no se me ha de culpar.
De lo que dice el sabio no debemos dudar,
pues con hechos se prueba su sabio razonar.
Y porque “humanal cosa es el pecar”, confiesa en primera persona y sin tapujos:
Yo, como soy humano y, por tal, pecador,
sentí por las mujeres, a veces, gran amor.
Que probemos las cosas no siempre es lo peor;
el bien y el mal sabed y escoged lo mejor.
Siete siglos después, pero en Polonia, el cura franciscano Ksawery Knotz sacó a la luz su Sexo santo, más conocido como el Kama Sutra católico, un manual de técnicas amatorias para la pareja católica donde se ofrecen distintas variantes de interacción entre “el pipino” y “la pipina”, dos maneras de nombrar a los órganos sexuales masculino y femenino, respectivamente. Al primero lo define como “un clítoris aumentado”; y al segundo como “un pequeño pipino atrofiado”.
A diferencia del Arcipestre, para tratar de mantenerse dentro de lo teológica y políticamente correcto, el polaco Knotz limita el sexo a las parejas casadas y rechaza incluso el empleo del condón, pero establece una “teología del orgasmo” –así, con todas su letras– que debe haber sonado a reguetón en los oídos vaticanos, razón por la cual su libro fue rápidamente considerado “no oficial”, al margen de tener el beneplácito de la iglesia local.
“Algunas personas, cuando hablan de las relaciones sexuales dentro del matrimonio católico, piensan que están privadas de alegría, pasión y fantasía. Creen que el sexo tiene que ser como un himno tradicional de la Iglesia. Son personas que no entienden que Dios quiere que tengan una vida sexual feliz”, dijo el buen cura allá en su monasterio de Cracovia.
El sexo oral, sin embargo, está también excluido, pero con todo la alternativa constituye un pasito de avance respecto a la posición vaticana sobre la masturbación: en su lugar, la mujer “puede usar su mano para apretar el pipino de su esposo y confirmarlo en su virilidad”. “El buen sexo es como la felicidad en el cielo”, afirma con todas sus letras. Y eso, obviamente, repiquetea fuerte en la jerarquía católica, presa del pesado fardo gnóstico: el cuerpo mismo es corruptible y, a la larga, fuente de pecado.
El polaco, que sabe el terreno que pisa, se apresura sin embargo a declarar que su conocimiento de estos menesteres es “de segunda mano” y se origina en las confesiones de los fieles: “No se requiere tener una insuficiencia cardíaca para ser cardiólogo, ni ser alcohólico para trabajar como terapeuta”, dice, pero es difícil aceptar la idea de que toda esa experiencia empírica solo se origine en los creyentes arrodillados y no haya pasado por la prueba de las sábanas blancas o el humilde heno de las abadías. Es que el celibato es una institución humana, no un mandato de Dios ni de su Hijo, cuyos apóstoles procedían de los estratos sociales más humildes de la sociedad, como los pescadores. Y pescador sin mujer era como huevo sin sal.
Lo escribió Juan Ruiz hace setecientos años:
Que dice verdad el sabio claramente se prueba;
hombres, aves y bestias, todo animal de cueva
desea, por natura, siempre compaña
y mucho más el hombre que otro ser que se mueva.
Digo que más el hombre, pues otras criaturas
tan solo en una época se juntan, por natura;
el hombre, en todo tiempo, sin seso y sin mesura,
siempre que quiere y puede hacer esa locura.