“No es una grabación profesional, pero la batería aquí suena [y da una palmada que reverbera]. Lo que te pasa un almendrón cada dos segundos o el vendedor del bocadito de helado o de aguacates. ¡Ay mijo!”. Suspira, pero sin hartazgo, como hacen los cubanos cuando extraen el humor de la adversidad, y mirando hacia el techo de la sala, sonríe, mientras por Aramburu, mágicamente, lo que pasa es el silencio para desmentir su pequeña agonía.
Solo tres tipos de persona se atreverían a construir un estudio de grabación en una casa con puerta de calle, sin trampa de ruido y en medio del bullicio endémico de Centro Habana: los ignorantes, los locos y los optimistas.
Andrés Levín (Caracas, 1968) no está entre los dos primeros; aunque, psicoanalizado, no sería un extraño entre los segundos. Dejando a un lado las permutaciones de la suspicacia, definitivamente estamos ante un hombre lleno de optimismo que se entrega a proyectos en Cuba que en espíritus prudentes serían cortésmente declinados. ¿La causa? Exigen un golpe de audacia.
TEDx para empujar una Cuba 2.0
Como todo hombre inteligente con iniciativa, a Levín le ocurren cosas de iluminados. Así que una mañana neoyorquina de 2010 despertó bajo el imperio de una pregunta: “¿Cómo hago algo con todas estas personas increíbles que he conocido?”.
En sus viajes a la isla, que comenzaron en 1998 como productor de Sony Music para hacer un disco en la vetusta Egrem con clásicos cubanos cantados en francés por un francés, Andrés Levín se dedicó a meter las narices en la sociedad cubana. No conocía mucho. En los 80 su conexión con el bastión socialista del Caribe era la música. Discos de vinilo, entre muchos otros los de Cachao López, uno de sus preferidos. Sus indagaciones fueron de arriba a abajo y viceversa. Con gregarismo, tacto, sencillez y, por supuesto, mucha curiosidad.
Así conoció a personalidades de la cultura y el sincretismo religioso, como Natalia Bolívar, o el artista de la plástica Stereo Segura, adquirido por el MoMA o habitué de la Bienal de Venecia; pero además gente de la calle, rumberos sin nombre, músicos de barrio, inmerecidos emprendedores sin fortuna, especuladores, bisneros. Entonces, en medio del primer Gobierno Obama, se hizo otra pregunta como quien deshoja una margarita: “¿Me dejarán; no me dejarán?”. Al fin y al cabo, TED, que significa Tecnología, Entretenimiento y Diseño, por sus siglas inglesas, es una plataforma estadounidense sin fines de lucro ideada hace casi cuarenta años por Richard Saul Wurman junto a Harry Marks y que ha desembarcado en unos 170 países.
“Me dije: va a ser imposible… pero lo logré”, suelta Levín recordando, satisfecho, las dos charlas TED en el Teatro Nacional de La Habana —InCUBAndo (2014 ) y Futurisla (2015 )— para lo cual tuvo que conseguir dineros de fundaciones estadounidenses y persuadir tanto al Departamento de Estado como al Ministerio de Cultura de que “todo entraba dentro de lo permitido y favorecía la agenda de los dos gobiernos; y me pareció fantástico colarme. Obviamente, hubo recomendaciones de… no metas a nadie que tenga algún ángulo político en la charla”.
Como un adelanto de lo que es el boom de Inteligencia Artificial, en Futurisla muchos quedaron boquiabiertos al ver y escuchar a Bina 48, a la sazón uno de los robots con mayor capacidad de socialización en el mundo, compuesto por información de numerosas personas. Para la ocasión fue programado en idioma español y por tanto pudo interactuar libremente con el auditorio cubano, unos 3 mil, en su mayoría jóvenes, que se apiñaron hasta en los pasillos de la sala Avellaneda para saborear una tajada de futuro.
Concierto por la paz, Pichi y un amor definitivo
En 2007 Andrés Levín había terminado de coproducir el disco Papito, un exitoso doble álbum de duetos de Miguel Bosé. Al salir del estudio de grabación, el cantautor español le comentó los preparativos de una edición en La Habana del Concierto por la Paz, iniciativa colombiana para ayudar a los esfuerzos pacificadores con las guerrillas y otros grupos armados. Dos años después, Levín aterrizaba en la capital cubana con la cantante Cucú Diamantes, entonces su compañera sentimental, dos coristas y la banda de Bosé.
Aún con la resaca del más de millón de cubanos reunidos en la Plaza de la Revolución vistiendo prendas blancas y coreando canciones (nunca más tal muchedumbre, típica en las primeras décadas de Fidel Castro, ha vuelto a congregarse en el histórico lugar), Levín selló su compromiso con la isla.
“Esa misma noche conocí a Pichi [Jorge Perugorría] y decidimos hacer una película [Amor crónico, 2012, con Cucú y el propio productor en el elenco] y de ahí hacia adelante mi interés por Cuba se ha ido multiplicando, siempre creando más y más vínculos y proyectos para traer para acá”.
Tribe Caribe
¿Qué valor tiene Cuba que justifique esa energía suya hacia nosotros?
Mira, es una buena pregunta. Primero, me sentí siempre en familia aquí, lo que no tuve en Nueva York. Al principio viví en Bahía, que me encanta, pero quedaba muy lejos de la gente que he conocido, los proyectos, la música y aquí, en Cayo Hueso, a unos pasos del parque Trillo, puedo hacer la diferencia en la comunidad, en la cultura, en la vida de la gente, no solo de quienes están aquí, sino los que vienen de allá [el extranjero] para acá.
Apuesta por la transformación social, al menos a nivel comunitario…
Tomé como una de mis misiones hacer una especie de proyecto de cambio social micro y macro. Micro en el sentido de mis amigos que desde allá vienen para acá y que son artistas que pasan 72 horas en La Habana, vuelven cambiados y dejan algo atrás; y los proyectos que he podido hacer aquí, como TED, y el más complejo y ambicioso de todos, Tribe Caribe, que es nuestra plataforma de contenidos, tanto para música, arte, pero también es un hostal y de cierta manera es este estudio de grabación y la intención es crear una voz del Caribe. Toda mi carrera he estado muy interesado en la fusión de la música afrocaribeña, y cómo incrementar la tan poca comunicación artística entre Cuba y Jamaica, Haití, Colombia, Puerto Rico.
Y Tribe Caribe es un facilitador de sus ambiciones…
Tribe Caribe en una base de exploración y de colaboración intercaribeña. Es como la tribu del Caribe, es un juego de palabras, la R, la I, la B, la E, están en los dos vocablos, pero más allá del sentido léxico, es afirmar que somos una tribu que tiene mucho más en común que no en común. Es zafar el nudo del por qué no hay más interacción en el Caribe, porque me parece que unidos vamos a hacer una gran voz para la cultura global.
Andrés Lavín, quien en 2016 trajo a La Habana a la reina del pop español, Martha Sánchez, para cantar en la Jornada contra la Homofobia y la Transfobia, está produciendo un disco con canciones que fusionan cada una, al menos, un par de culturas caribeñas. En el proyecto está implicada la banda cubana Osain del Monte, que se ocupa de reflotar géneros como el yambú, el guaguancó, la columbia, además de cantos y toques pertenecientes a las religiones afrocubanas.
Con no menos voluntad caribeña, otra de las iniciativas tuvo lugar durante el openning de una exposición del fotógrafo Juan Carlos Alom, (La Habana, 1964), cuya serie fotográfica Nacidos para ser libres ha sido adquirida por la prestigiosa colección del Museo Nacional Británico de Arte Moderno.
Un sábado en la tarde, Levín engatusó a la comunidad de Cayo Hueso con una sonoridad inédita: música contemporánea de Jamaica. Hizo venir, a los efectos, a una DJ de Kingston para “ver qué pasa”. ¿El resultado? “Fue increíble”. Recuerda que en principio las viejitas y los chicos del barrio se preguntaban qué género salía por los altavoces. No era reguetón, no era salsa, tampoco cubatón, ni timba; mucho menos música de cantautor. ¿Entonces? “Aquí el abanico de estilos musicales es amplio, pero específicamente lo que está sonando en Jamaica no se oye. Sin embargo, a la hora y media estaba todo el mundo gozando y guaracheando, ¡como si estuviéramos en Kingston!”.
¿Cómo se concibió la sostenibilidad del proyecto?
Yo trabajo afuera para poder hacer cosas aquí. En el caso del festival de jazz, nos prestan el parque Trillo, las luces, no se venden entradas, en mis discos no hay ningún sello detrás, todo totalmente independiente. Obvio, todos los músicos cobran, pero si no hay dinero, no hay, y tocan igual. Hay mucha más flexibilidad artística que en cualquier otra ciudad del mundo que conozca.
¿En qué consiste su trabajo en el exterior?
Hago publicidad en México o Estados Unidos. Con un comercial puedo costear un par de canciones, por ejemplo.
¿Gusta de hacerlos?
Sí. Me gustan. No hago muchos para no convertirme en una fábrica de pasta de dientes, pero por suerte me llaman para proyectos más culturales y me encantan. Por ejemplo, el año pasado realicé un cover de la canción “Gracias a la vida”, de Violeta Parra, para la campaña de Tequila Patrón. Lo hice con cantantes americanos de soul, con un arreglo mío totalmente a capella en inglés. No fue solo un jingle.
Otra cosa que hice fue la última campaña de la cerveza mexicana Victoria —que al igual que el tequila me encanta— y entonces trajimos a todo el equipo para hacer la postproducción aquí. Jon Batiste, por ejemplo, quiere venir y grabar aquí. Pienso que este humilde estudio puede servir para música de todas partes. Por aquí ya han pasado Cucurucho Valdés, Yaroldy Abreu, Alejandro Falcón y Oliver Valdés, entre otros.
Vintage, óleos, yoga y paisaje habanero de azotea
En la ecuación de sostenibilidad del proyecto hay una variable de lujo: el hostal Tribe Caribe Cayo Hueso. Concebido como un hotel boutique, el ecléctico edificio de cinco pisos construido en 1930 cuenta con once habitaciones y suites íntimas, balconería privada, techos abovedados, azulejos clásicos originales, lámparas de araña y ascensor de jaula. Cada habitación está decorada con piezas de época de origen local y obras de arte contemporáneas originales de artistas cubanos y pancaribeños. El bar, en la azotea, permite dominar la zonas antigua y moderna de la ciudad, con sus tonos grises, sus bandadas de palomas y sus crepúsculos a los pies del Golfo. Al despertar, un servicio de yoga puede reponer los equilibrios perdidos si fue una noche farragosa. Solo los más viejos recuerdan que en el lugar estuvo el bar Neptuno, que terminó siendo un refugio de mala muerte para los muchos corazones rotos de siempre.
¿A nivel comunitario, hay un derrame de estas ganancias hacia los pobladores, por ejemplo, o el barrio simplemente forma parte del decorado y el hostal es una suerte de perla en el pantano?
En el sentido de que hay treinta o cuarenta personas empleadas en el proyecto, sí hay beneficios palpables. No soy el único socio, por suerte. Esto no es una fundación, pero funciona como una especie de mentoría, para que las personas aprendan a hacer proyectos sustentables, y eso requiere mucha atención a los gastos, la puntualidad de los insumos, cambiar con los tiempos y sus dificultades, porque no hay suficiente gente viniendo, o no hay gasolina, o huevos para el desayuno, entonces hay que hacer otra cosa.
Lo importante es seguir generando proyectos para las personas del barrio y que sigan siendo gratis. No veo un momento en que vayamos a cobrar entradas en el parque Trillo. El día del concierto de Van Van obviamente fue gratis y vinieron 2 mil personas, que nunca habían visto a Van Van en su barrio. El costo de eso, comparado con el resultado, te da el valor del aporte que es la oportunidad de hacer más con menos.
“Manteca 2.0”
Memoria, sensualidad, historia, identidad, regocijo, legado, vitalismo, actualización del mito convergen en “Manteca 2.0”, un arrollador vídeo dirigido por Amén Perugorría, filmado en blanco y negro, con arreglos y letra de Alain Pérez —”uno de los mejores y más impresionantes músicos del mundo”— Gradelio Pérez y el propio Andrés Levín.
“La canción es un homenaje a este barrio, a sus valores, a través de uno de sus hijos, Chano Pozo, cuyo viaje vital de Cayo Hueso a Nueva York, donde se encuentra con Dizzy Gillespie y componen juntos “Manteca”, en el 47, cambió para siempre el jazz y su historia al entrar la percusión afrocubana”.
Traer de vuelta a Cayo Hueso a la potencia musical que es Luciano Chano Pozo González, muerto de seis tiros en Río Bar Grill, ubicado en la esquina de las calles 111 y Lennox, en Harlem, en 1948, también extiende el ejercicio de memoria y recuperación de las herencias dejadas por otras luminarias de la comunidad: Juan Formell, Omara Portuondo, Moraima Secada, Félix Chappottin, Carlos del Puerto, Los Zafiros, el historiador Eusebio Leal y Pedrito Martínez, quien se crió aquí y cuya familia aún vive en el barrio.
Filmado en un cuadro de ocho cuadras, “Manteca 2.0” posee el extra de la autenticidad: un espejo en el que se miran y se reconocen unas cuarenta personas de Cayo Hueso. El relojero, los chicos que boxean o juegan fútbol (jamás aparece una escena de béisbol), los palomeros, aquellos que trabajan en el escombreo de las construcciones o reconstrucciones de la comunidad, los vendedores ambulantes, los tomadores de ron y otras yerbas aromáticas, los bicitaxistas, los practicantes de tai chi y vecinos variopintos; cuyas miradas hacia la lente de la cámara documentan su propia —y muchas veces precaria— existencia. Y, en medio del desfile, descubrimos a un sonriente Andrés Levín que se quita la careta de soldador en una metáfora de un aquiescente empastador de voluntades.
“Cayo Hueso como epicentro cultural y musical de La Habana y de Cuba es un tema que me interesa mucho”, insiste Levín, cuyo vídeo “Manteca 2.0”, el que intervienen Los Van Van, Alain Pérez, Pedrito Martínez, Yissy García, Gonzalo Rubalcaba, Rashawn Ross y Ron Blake, será lanzado en plataformas internacionales este 15 de septiembre, siendo acompañado en el bar Manteca, del hostal Tribe Caribe, con dos tragos de ingredientes bajo absoluto secreto: el Dizzie y el Chano.
Conversación en el sofá de las celebrities
Usted tiene un apellido judío y nació en Caracas. ¿Algo rocambolesco detrás?
La versión corta es que mis padres argentinos fueron exiliados políticos en Caracas a finales de los 60 y allí nací yo. Mi ascendencia judía viene de Alemania, tengo pasaporte alemán. En el 37 mis abuelos exiliados judíos salen huyendo de Berlín, vía Londres, a Buenos Aires. Realmente soy alemán, argentino, venezolano, americano, queriendo ser cubano.
Babélico…
Exactamente. De todos los pasaportes, el que realmente sirve es el alemán.
Dicho por un judío es algo… curiosamente irónico.
Sí, yo fui a la embajada alemana en Caracas diciendo que aunque mis padres no son alemanes, sino argentinos, tuve que saltar una generación y les dije: “Si no fuera por Hitler yo sería un niño berlinés, entonces mírame aquí en Venezuela, tengo que recibir algo a cambio, ¿no?”.
¿Sus padres eran militantes de izquierda?
Eran estudiantes de izquierda, argentinos, hippies, no muy religiosos, por tanto no me crié en el rito judío. Mis abuelos sí eran tradicionales.
¿No tiene aquí ningún menorá o la kipá para cuando sale a la calle?
No. Pero lo he usado cuando he trabajado en la industria del cine y de la música. Mis amigos de esos sectores son todos judíos, así que después que me hice un profesional empecé a practicar más, pero más bien por razones sociales; aunque tengo alma de judío. Sin embargo, no soy muy buen negociante.
¿Es joyero o conoce de joyería, es acaso matemático, para no dejar afuera ningún tópico?
Bueno, soy músico y me da para vivir. También tengo un sentido del humor súper seco.
¿A lo Woody Allen?
A lo Woody Allen. That’s jokes, como dicen.
En su perfil biográfico se afirma que es un filántropo. ¿Es merecido o exagerado?
En principio tengo quince o veinte proyectos sociales que he hecho con fundaciones, pero no soy una persona millonaria que está donando los restos de la fortuna de su familia judía a la cultura cubana (Risas).
Leí que estudió en las academias de Berklee y Juilliard. ¿Son tan reputadas como dicen que son?
Obviamente no, porque a mí me dejaron entrar…
No pierde el humor…
Casi nunca. Cuando estuve en Berklee lo bueno era que te daba la oportunidad de trabajar muy duro, y tenías las herramientas, pero también había niños que solo iban a estudiar para saber cómo hacer arreglos de rock y del otro lado estaba Keith Jarrett y otros grandes jazzistas. Juilliard es mucho más estricto, y obviamente enfocado en la música clásica, a diferencia de Berklee; pero a mí me dieron una beca completa allí, me lo pagaron todo. Nunca supe si fue mi talento o porque tenían que tener una cuota de algún latinoamericano y salté yo.
¿Sus comienzos musicales se remontan a la infancia?
Sí. Mi padre hacía música experimental, y con 7 u 8 años tengo fotos en que estoy con audífonos haciendo efectos de sonido y arte sonoro básicamente y después me meto en el rocanrol, toco en cincuenta bandas de chamo y como había un estudio en mi casa hice grabaciones tocando todos los instrumentos, y eso fue lo que mandé a Berklee, por lo cual me invitan a estudiar allí. Al año me fui.
¿Por qué?
Porque descubrí Nueva York. Allí comencé a estudiar en Juilliard y hacer part time en estudios. Apliqué a treinta y cinco y solo dos me admitieron. En uno caí de casualidad donde trabajaba Lou Reed, Laurie Anderson, y en la otra sala, Nile Rodgers. Yo era muy bueno programando sintetizadores. Entonces en vez de hacer café y limpiar baños por tres años, que es lo que hacen los muchachos, a las tres o cuatro semanas estaba en el estudio programando un sistema que valía un millón de dólares, que lo tenía Stevie Wonders, el propio Rodgers, que era mi mentor, y Trevor Charles Horn. Había como cuatro o cinco en el mundo, porque eran carísimos y complicadísimos y yo sabía usarlo. Eso fue un trampolín para poder estar en el estudio con 18 años con Diana Ross, Chic, The Vaughan Brothers.
En los primeros cuatro o cinco meses estuve envuelto en discos de esa estatura como programador y en algunos casos componiendo. Trabajaba 20 horas al día. No tenía vida, no tenía novia, no tenía nada, ni amigos, nada. El otro estudio estaba en la avenida 47 y Broadway. Se grababa hip hop y los cantantes andaban todos con pistola.
Todo eso fue como dos o tres años y después me llama Misha, una cantante inglesa de soul, al escuchar un par de mis maquetas. Hice su segundo disco, y eso me puso en el mapa como productor musical en el mundo del soul y del rythm and blues. El disco fue muy ecléctico y muy interesante, y cuando salió me llamaron Chaka Khan, Tina Turner, Gladys Knight, que se sentaron a hablar conmigo en este sofá donde estamos ahora, y entonces hice mucho rythm and blues, y empecé a indagar en la música brasileña. Tuve un hit antes con Martha Sánchez y Olé Olé. El tema se llamó “Soldados del amor”. Termino mudándome a Brasil por varios años, y es entonces cuando trabajo con Caetano Veloso, Carlinhos Brown, Marisa Monte, Arto Lindsay, compositor y guitarrista brasileño-estadounidense de la escena underground y avant-garde de Nueva York. Después voy a Nigeria para hacer un tributo a Fela Kuti, y en medio de todo eso, hice la mitad de un disco de David Byrne.
Con el rock latinoamericano tiene también una historia…
Hice los primeros discos icónicos del rock en español de las bandas El Gran Silencio, Aterciopelados y Los amigos invisibles. También trabajé con La Portuaria, hice dos discos con ellos, pero eran más los caribeños.
¿Y Yerbabuena, cuándo aparece en su vida creativa?
En medio de todo esa vorágine. Estuvimos casi diez años. Discos, giras. Yerbabuena fue la mezcla musical de todo: África con jazz, R&B, cumbia, la fusión de todas esas cosas que me encantaban, y en vivo esa banda era un tren, catorce músicos en escena.
El hecho de que haya escogido a Cuba no es puro capricho. ¿Qué valores detecta en la sociedad cubana, aun en medio de esta crisis irresoluta que sufrimos? ¿Le parece que la cultura salva y nos salva?
Una pregunta muy difícil de responder. Es como… lo que nos queda es la cultura. También el gran éxodo de personas lo estoy viendo desde aquí. Obviamente con la posibilidad de ir y venir, pero sí siento que hay una generación nueva que yo desconocía y que son excelentes creadores. O sea, yo también soy muy optimista en general, tengo gente que me dice: “Pero a ti te encanta todo el mundo”. Yo no vivo sin saber la realidad, no la obvio; pero siempre trato de ayudar en la mayoría de las veces y los proyectos tienen esa parte de comunidad, creo que lo que puedo hacer es que vengan más recursos para hacer más proyectos aquí. Esa es la parte que me toca. Sí, en ese sentido la cultura puede salvar. Hay proyectos interesantísimos que le van a cambiar la vida tanto a los de acá como a los de allá. Veo mi función como una especie de puente y es lo que llevo haciendo una pila de años. ¿Respondí tu pregunta?
En una de las tantas incursiones que hizo Dizzy Gillespie a La Habana, desde el 77, visitó el barrio de Cayo Hueso y preguntó dónde estaba una estatua o un busto o una placa de Chano Pozo, aunque en realidad Pozo nació en La Timba, barrio habanero colindante con el cementerio Colón, donde está enterrado el percusionista. ¿Entre sus planes estaría saldar esa deuda de otros?
Sería un buen proyecto. La idea es hacer un grafiti gigante en la fachada de un edificio de Cayo Hueso con la imagen de Chano y de Juan Formell. El problema con esas cosas es que pones a uno y excluyes a los demás. La gente que lleva menos de treinta años aquí no sabe quién fue Chano Pozo, pero creo que con tres conciertos cambiamos eso.
¿Y le parece que a nivel del jazz, esta nueva generación de cubanos está tributando tanto como lo hicieron los pioneros en los años 30 y 40 en Estados Unidos? Machito, Bauzá, Camero y otros tantos…
Diría que sí, aunque son diferentes. Cualquier percusionista americano, senegalés, brasileño que ve a Pedrito Martínez tocar va a decir “waooo”, lo mismo con Dafnis Prieto, con Horacio el Negro, o con Gonzalo [Rubalcaba]. Todos ellos tienen una singularidad —no solo en talento, sino en visión— que los hace únicos. Pero el jazz peligra mucho de ser repetitivo, y creo que el jazz en La Habana necesita una inyección de conceptos. Posee un nivel de virtuosismo musical impresionante, pero no florecen ideas originales cada dos semanas. Creo que no tener Internet por tantos años quizá limitó un poco el acceso a lo que es la música alternativa. En Nueva York o en Bahía, la brasileña, hay mucha más experimentación que genera ideas y muchas más posibilidades de lugares donde tocar. Aquí vivir de la música es prácticamente imposible, a menos que viajes.
Y a un nivel más elitista, si cabe el término, ¿ha encontrado aquí la posibilidad de hacer un proyecto de música de mayor elaboración técnica?
Aquí, elitista, sí, no hay problema. Mírame a mí, judío, alemán, Juilliard, tengo un perro chino, ni siquiera le hago la comida yo; tengo un entrenador privado de boxeo, es un amigo mío y gracias a él recuperé la cartera que hace un par de días en el agro por descuidado me robaron. Fue comiquísimo, porque querían una recompensa por entregar la cartera y él les dijo: “Yo trabajo con él y dile al que se robó la cartera que la recompensa soy yo”. Y al día siguiente ya tenía la cartera, sin el dinero, claro. Aquí todo el mundo es multiuso. Hasta yo.
¿Y el trabajo con los batás?
Estoy nuevamente cocinando algo con los batás. Y he hecho varias piezas en las Bienales de La Habana con batás. Hice una pieza que se llamó “Abatar”, interactiva con treinta batás en la calle, y luego en Fábrica de Arte una coreografía con Claudia Hilda, escribí como una suite para nueve batás, pero totalmente dodecafónico, contemporáneo.
A lo Schönberg.
Sí. Más o menos. Me encanta la sonoridad del batá.
Me llama la atención que usted puede conectar con música de barrio y con música, digamos, sofisticada, sin ruborizarse. La música es una sola.
De niño estaba expuesto a la música experimental, que es lo mejor que te puede pasar porque si empiezas con ruido, lo que aprendes, de una forma u otra, es una variación organizada de ese ruido. Así que me encanta la música electrónica, la clásica, la improvisada, el jazz, y creo que a diferencia de mis contemporáneos (esta es la entrevista más larga de mi carrera), que se hicieron grandes productores de rock, grandes productores de jazz, solo hacen música para cine, o publicidad, yo siempre estoy cambiando de estilo y trabajando mucho diversos universos musicales a la vez y eso es lo que yo busco y me mantiene más alerta. Cuando mi padre me invitaba a tocar la guitarra, un blues, por ejemplo, me regañaba si yo imitaba a Hendrix. Me obligaba a desafinar la guitarra y buscarle algo raro en la sonoridad. Siempre tuve esa escuela de experimentación que si tuviera hijos y fueran músicos sería igual que mi padre.
¿Qué evita que se duerma en los laureles?
La curiosidad. Creo.
Suerte de no ser un gato.
Coda
Algunos de sus muchos amigos en Estados Unidos han visto a Andrés Levín como un salmón que nada a contracorriente para desovar en La Habana. Sabiendo cuatro cosas de aquí e ignorando otras tantas, la frase común que masticaron sus bocas fue: What the fuck, man?