La Habana en una noche de julio. Las hojas de los árboles permanecen inmóviles. Del asfalto sube el vapor acumulado durante el día, presagio de las próximas jornadas caniculares que deben destrozar este año récords de altas temperaturas. Es fin de semana. A pesar de lo diezmado del servicio de transporte urbano, de la galopante alza de precios de los taxis particulares, de la indetenible inflación, de la insuficiente generación eléctrica para garantizar, al menos, el alumbrado público de la ciudad, una sala de espectáculos de El Vedado está desbordada de público, mayoritariamente joven.
Es el Centro Cultural Bertolt Brecht. Es el espectáculo Los Transformers. Son Osvaldo Doimeadiós y Rigoberto Ferrera. Es el humor. Es nuestra necesidad de reír aun a costa de nosotros mismos.
Venimos a escuchar lo que ya sabemos: que hubo un tiempo de crisis, allá por los tempranos 90 del pasado siglo, cuando estuvimos particularmente mal, y que ahora, en los tempranos 20, pero de otro siglo, estamos particularmente peor. Entonces reíamos. Ahora, igual. Así que, ¡adelante la función!
Como se va a la iglesia a creer, uno asiste a los espectáculos de stand up a desintoxicar la psiquis, a airear nuestras frustraciones, a señalar el lado ridículo de la existencia, a ventilar rencores; pero también, a hermanarse en el gozo, la carcajada unánime, la sonrisa que reconoce el giro inteligente de lenguaje, la alusión irónica a las diferentes instancias del poder.
Un actor, Doime, dispara ingenio a ráfagas; otro, Rigo, con gran capacidad de expresión corporal, parodia, hace partícipe al público de un diálogo que se funda en los sobreentendidos, las expresiones a medias, el gesto farsesco.
Los comediantes se citan. Toman fragmentos de monólogos anteriores. No son descartes, sino unidades dramáticas y de sentido que han probado su eficacia frente al público.
Feliciano, el memorable personaje creado por Doimeadiós, se presenta con su rosario de calamidades. Se mantiene vigente, como las circunstancias que dieron origen a su creación. Es tipo entrañable, autoparódico, que disparata con sabiduría. Otro momento brillante del actor es su caricatura del trovador “consciente”, el mismo que se cuestiona de cara al público cuántos niños en el mundo necesitarán el platanito que está a punto de comerse, y luego cena en un restaurante de lujo, fuera de las miradas indiscretas y las luces.
Momento grande de Ferrera es su imitación de Bobby Carcassés, sus extensos rubateos, gestos ampulosos y salidas de rumbero bueno: quiebros, gallardías, patadas al aire, medios giros con “aguaje” y sonrisa pícara; como quien dice “me la comí”.
Definitivamente el humor es una actividad que demanda inteligencia, tanto del emisor como del receptor. Y más si se trata, como en este caso, no de burlarse de deformidades físicas ni de situaciones soeces, sino de caminar por la frontera porosa que separa lo solemne de lo ridículo. Desde siempre, pasto del humor es el poder, desde el que se ejerce en el seno de la familia hasta el que dicta mandatos en las organizaciones internacionales. Y, claro, es lógico que levante ronchas, roce sensibilidades y ponga el dedo y la mirada sobre la llaga de nuestras insuficiencias. Un carpintero que hace mal su trabajo puede fabricar una silla coja. Un economista a la cabeza de un gobierno puede llevar al país a la bancarrota. Y de ahí las dimensiones, también, del chiste, su alcance y su natural efecto urticante.
Ninguna sociedad puede prescindir de los humoristas, seres aguerridos y sensibles. El humor estuvo, está y estará ahí para recordarnos la futilidad del gesto hueco, la frase vacía, la retórica de almidón. Vienen a cuento unas palabras de Milan Kundera recogidas en entrevista de Philip Roth, el narrador estadounidense. Ahí el escritor checo recientemente desaparecido deja esta perla:
Aprendí a valorar el humor durante la época del terror estalinista. Tenía yo veinte años. Para identificar a alguien que no fuera estalinista, al que no hubiera que tener miedo, bastaba con fijarse en su sonrisa. El sentido del humor era una señal de identificación muy fiable. Desde aquella época, me aterroriza la idea de que el mundo está perdiendo su sentido del humor. [El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras, Seis Barral, 1980].
Como el humor nos traspasa a todos por igual, como la carcajada afirma, es aquiescente, otorga, hay quien teme reír, y más en público, porque puede resquebrajársele el empaque. De esa gimnasia intelectual nadie debería privarse. Lo dicen los médicos, que también ríen a mandíbula batiente.
Nuevamente Los Transformers subirán a escena este viernes y el próximo. Luego, no se sabe. Quizá el apoyo fervoroso del público logre que se extienda el espectáculo todo agosto. Sería de desear. Tanta falta nos hace la disparatada, certera sabiduría de los cómicos.
Dónde: Café Teatro Bertolt Bretcht. Calle 13 esquina a I, El Vedado, Plaza de la Revolución
Cuándo: Viernes 21 y 28 de julio, 11:00 p.m.
Cuánto: 250 CUP
¿Por qué solo los viernes y a esta hora tan incómoda para buena parte del público?
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