No tengo dudas: los cubanos somos unos televidentes consuetudinarios, consagrados. Y lo somos, ante todo, por la costumbre, por un hábito y un gusto fundados en la práctica cotidiana de sentarnos frente al televisor varias veces al día. O, al menos, de encenderlo mientras se trajina en la casa —e, incluso, en la oficina—, como si fuese un radio, para seguir las noticias y las novelas, los deportes y hasta las promociones de los próximos espacios televisivos.
Esa práctica tiene su clímax cada noche, cuando no pocas familias siguen reuniéndose en torno al aparato a terminar el día, a “desconectar” de las rutinas y preocupaciones diarias con los dramatizados, musicales y películas de turno; a conversar de lo humano y lo divino con la banda sonora que emana del televisor; a hacer digestión y hasta cabecear frente a la pantalla, ya no tan pequeña como antes. Se trata de una especie de rito que, ciertamente, no es ya lo que fue otrora —¿acaso algo lo es?—, pero que sigue convocando todavía a muchos, aun en tiempos de internet y redes sociales, de videojuegos y el paquete de la semana.
Toda esta historia comenzó hace exactamente 70 años. El 24 de octubre de 1950 el locutor y empresario Gaspar Pumarejo lanzó al aire las primeras señales televisivas cubanas, las de su Canal 4 Unión Radio-TV. La inauguración oficial de las transmisiones la hizo a las 12:30 PM nada menos que el entonces Presidente de la República, Carlos Prío Socarrás, con un discurso a la nación desde su despacho en el Palacio Presidencial. Pero antes, según se cuenta, apareció en pantalla un comercial cantado —un jingle hecho por Ñico Saquito, el autor de guarachas tan célebres como “Cuidadito, compay gallo” y “María Cristina”— de la marca de cigarros Competidora Gaditana. Y después, ya en la noche, se transmitió una fiesta en la que participaron estrellas de la época como el mexicano Pedro Almendariz y las cubanas Carmen Montejo y Raquel Revuelta.
No fueron estas, sin embargo, las primeras imágenes de TV que pudieron ver los cubanos. Pumarejo, en su afán de “darle alante” a los hermanos Mestre, dueños de la poderosa CMQ y quienes planeaban iniciar las transmisiones televisivas en Cuba, se hizo de su propia planta y comenzó a realizar pruebas desde varios días antes del lanzamiento oficial del medio en la Isla. Preparó su estudio en casa de sus suegros, en la esquina habanera de Mazón y San Miguel —allí donde hoy se encuentra el Canal Habana—, y ya el día 12 de octubre probó los equipos en un circuito cerrado.
En las jornadas siguientes fue subiendo la parada, con transmisiones de voz, de vistas fijas y de actores declamando que, en teoría, pudo haber visto todo el que tuviera un aparato receptor en La Habana en aquel entonces. Finalmente, el 24 dio por comenzada la historia de la televisión en Cuba y, de paso, le robó la arrancada a los Mestre, los que, espoleados por Pumarejo, lanzaron su propio canal, el 6, unos meses más tarde.
Es difícil saber cuántas personas pudieron haber visto en verdad aquellas primeras pruebas y, luego, la apertura de las transmisiones oficiales, porque, a fin de cuentas, no debían abundar los televisores en un país en el que —aunque sería pionero del medio en Latinoamérica— hasta entonces apenas se conocía la televisión. De lo que sí no quedan dudas es de que, a partir de ese momento esta calaría profundo entre los cubanos hasta ocupar un sitio privilegiado en sus existencias, en su día a día. Así, hasta hoy.
En siete décadas, lógicamente, hay mucha historia contenida; muchas figuras y programas que marcaron una época, que han quedado en la memoria de millones, y muchos otros que han pasado sin penas ni glorias, que, con más o menos justicia, se han perdido para siempre en el tiempo. Cada generación de los nacidos en Cuba —aun los que han emigrado después— lleva grabado ese rectángulo luminoso en sus neuronas y ha construido con él una parte de su identidad y de sus referentes culturales. Esos que nos distinguen como cubanos lo mismo en Jatibonico que en Miami, en La Habana que en Katmandú.
Mi generación, la de los nacidos a fines de los años 70, creció viendo los vilipendiados —muchas veces injustamente— “muñequitos rusos” y también los japoneses, españoles, norteamericanos y cubanos con Elpidio Valdés a la cabeza; las aventuras de capa y espada y las inspiradas en la historia de Cuba, fatalmente extinguidas; la época de oro de las telenovelas cubanas, con Sol de Batey y Tierra Brava como estandartes indiscutibles; y la irrupción clamorosa de las telenovelas brasileñas, en una competencia cada vez más desleal. Y también los noticieros y las películas del sábado, los policíacos y humorísticos de casa y los extranjeros, los mil y un shows musicales, tan parecidos entre sí que cuesta diferenciarlos, y algunos programas sempiternos, tan imbatibles como las pirámides de Egipto, al estilo de Escriba y Lea o De la Gran Escena, Historia del Cine y Vale la pena.
Muchos de estos programas permanecen de seguro en el recuerdo de tantísimos cubanos, de mi generación y de otras, previas y posteriores, porque la televisión en la Isla es, por demás, como una noria. Un carrusel que, cada cierto tiempo, repite sus imágenes ante nuestros imperturbables ojos, un déjà vu que pone a prueba nuestra memoria y nuestra paciencia con la retransmisión de telenovelas y filmes, de animados y series juveniles. Pero, aun así, y a pesar de la lógica evolución de los gustos y los códigos televisivos, no pocos repiten la experiencia y vuelven a ver por enésima ocasión Hermanos y Los mosqueperros, El brigadista y Las huérfanas de la Obra Pía, y hasta llegan a disfrutarlos tanto o más que la primera vez.
Y es que, a pesar de las carencias y las quejas, de las críticas constantes —pocas cosas han sido más criticadas en Cuba que la televisión—, los cubanos siguen, seguimos, conectadas a ella, a su peculiar encantamiento. Todavía hoy, setenta años después, basta un capítulo de Vivir del cuento o una nueva telenovela —los que, incluso, son seguidos por internet por no pocos que hoy viven fuera del país—, o la retransmisión de algún clásico o programa memorable —¿cuántos no volverían a ver hoy, de ser posible, El Capitán Tormenta o San Nicolás del Peladero? —, para despabilar las emociones y el debate, para llevarnos, una vez más, a apretar el botón de encendido y clavar los ojos en la pequeña pantalla, esa que, con todos sus logros y desaciertos, ha marcado, como el pan y las guaguas, la pelota y las colas, el acontecer cotidiano de esta Isla.