Conocí a Charo Guerra (Limonar, 1962) cuando se desempeñaba como editora de La Gaceta de Cuba, en cuya sede nos vimos por primera vez. Al enfrentarla me pareció de aspecto afable, aunque escondía en su sonrisa una acechante severidad. Iba yo a proponerle un texto a Norberto Codina, director de la publicación y casualmente uno de los jurados del premio que recién ganó Charo: el “Julián del Casal”, al que cada año convoca la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC), y que en sus casi 60 años ha dignificado muchos autores, algunos ya convertidos en verdaderas bestias sagradas de nuestra mitología nacional, como es el caso de Heberto Padilla.
Saber que Charo estaba enlistada para el premio fue una noticia grata. El hecho me llevó a conversar otra vez y lamentablemente por correo electrónico con ella, periodista de formación con varios libros publicados como Vámonos a Icaria (Letras Cubanas, 1998) o Pasajes de la vida breve (Ediciones Unión, 2008). Por ese medio terminé leyendo también su poemario Limpieza de sangre, que integran 18 poemas presentados bajo el seudónimo de Diótima, la misteriosa sacerdotisa que susurraba a Sócrates sus concepciones sobre el bien, el mal, y el amor.
¿En qué contexto escribiste estos poemas?
Charo Guerra: En diferentes momentos de mi vida, incluso en medio de otros proyectos. Llevo tiempo escribiéndolos y sigo pensando en esos textos hasta el día en que esté listo el Arte. Ojalá sea pronto para ponerles punto final. Organicé el libro durante los primeros meses de la pandemia. La mayoría son poemas resentidos, un modo de liberar la rabia que sentí cuando de niña me dijeron que mi padre había muerto.
El contexto común es cotidiano; los asuntos prácticos de una madre/hija/esposa que programa tareas en acto de súper exigencia tirana para que no transcurran 24 horas sin ser útil, sin ganar batallas que, aunque califico de mediocres, son las indispensables para que la vida familiar transcurra del mejor modo posible. Me gustaría que fuera diferente, pero los asumo como deberes, por eso lo cuento sin pena ni sufrimiento. No puedo bordar o edulcorar mi imagen; cuando tropiezo a distancia con ese cúmulo de papeles donde enumero (con día, fecha y hora) las líneas de la sobrevivencia, cada una me aleja de mi yo ideal. Me reconforto pensado que se trata de un escenario provisional; soy consciente de que sin enfrentar tales contingencias estaría perdida y entonces sí que no tendría un minuto para la escritura. Aprendí que cuando los tiempos son difíciles puedo posponer mi espacio de contemplación y luego recuperarlo. En ese día a día convive en paralelo el acto de escribir (que con intensidad es también pensar, anotar, tachar, leer, revisar), aunque lo contenga y aplace más de lo que quisiera.
¿Qué importancia ha tenido en tu narrativa “la racialidad”; cuándo adquiriste “conciencia de ello”, para llamarle de alguna manera?
Charo Guerra: En Cuba se rechaza el racismo por ley. Sin embargo, desde niña percibí la duplicación de discursos en conductas hipócritas (hasta en muchas personas cercanas al poder); los prejuicios siguen ahí de muy diferentes formas, son sentimientos tóxicos. En 1959 se prohibieron espacios de exclusividad, yo imagino que mi padre (nacido en los primeros años del siglo xx) habrá respirado entonces con alivio, pues vivió literalmente “pasando por blanco” en los colegios religiosos que su padre procuró para él (era hijo único), y en otros sitios de reuniones sociales de la juventud de su época. Aquel bienestar “robado” del que disfrutó dependía de un sacrificio: que fuera discreta la unión interracial que mantuvieron sus padres. Y aunque de niña quizás yo no pude leer esas claves que se escondían detrás de la esmerada educación de que hacía gala en cada acto de su vida, más adelante lo supe y le reproché en este libro, a veces enfrentándolo, conversando lo que nos faltó.
He pasado mi vida aclarando a la gente imprudente que me pregunta si soy “rusa, checa, jabá” que mi abuela y las madres de mi abuela provienen de África y que otra parte de mí ya estaba mezclada, como creo sea para el resto. A veces he sentido que no se entendía bien mi posición en relación con episodios concretos de discriminación muy sutiles. Perdonen los eruditos: no creo en la palabra raza ni en relación con los animales. De ahí que, para el título del libro, me haya apropiado del nombre del procedimiento histórico de limpieza de sangre por la necesidad de hacer justicia en nombre de los ancestros que alguna vez, en mi familia, fueron solapados.
Hablando de importancias, ¿qué valor simbólico o espiritual le confieres a los trenes para que sean tan presentes en tu obra?
Charo Guerra: No sé ahora mismo si es tan reiterado, quizás en un cuento (“Delirios en el viaje”, del libro Pasajes de la vida breve) y en un poema (“Holograma del trópico”), porque mi niñez transcurrió en un pueblo de campo: Limonar. Escaparse de la casa para ver el paso de los trenes podía ser un entretenimiento, una manera de soñar con los viajes que realizarás algún día o apropiarte del recuerdo de otros que te cuentan cómo es el mundo y estimulan el deseo de conocerlo e inventarlo. Y luego, si la capital se convierte en la ciudad de tus sueños mientras continúas viviendo en tu pueblo, el viaje se vuelve rutina, obligación y obstinación por los históricos problemas de transporte que conocemos. Llegas a repudiar el tren, te montas a disgusto, pero son varias las horas que vas a convivir allí con desconocidos a una edad en que todo causa asombro, por eso nunca he olvidado ni incidentes ni imágenes que siguen pasando por mis ojos como postales. En este libro, el poema “Holograma…” prácticamente continúa desde otra perspectiva las historias del cuento “Delirios…”.
Los autores de cabecera, de alguna manera, siempre inciden sobre uno: ¿cuáles son los poetas que te acompañaron, si se puede decir así, en la escritura de este libro?
Charo Guerra: Autores y lecturas habituales donde, más allá de género, tema y tono, hay un mundo que se abre y puede punzar el lenguaje, y eso es lo que me importa. Las ciencias, por ejemplo, propician un trasfondo de mucha intensidad, un escenario novedoso. Me gusta el pensamiento racional que aportan las Matemáticas, siento no haber decidido su estudio y ya no estoy a tiempo. Todo texto, objeto, idea, suceso y representación arrastra un mundo de resonancias que, en mi caso, no pienso ni identifico con precisión a menos que lo cite. En este libro hay muy pocas referencias literarias, hay sobre todo experiencia de vida, vueltas constantes al pasado. Presente está Luis Lorente, pues a partir de un verso suyo (“Cuando asan el pescado llega César Vallejo”, de su libro Café nocturno, que él ha desechado injustamente) intento crear la atmósfera de una estancia soñada del núcleo que formamos junto a María, en una escena de mucha paz
“Mi certeza es la similitud de los fragmentos”, escribes. ¿Cuál es la certeza menos poética de la poeta, editora y periodista Charo Guerra?
Charo Guerra: La realidad. Desgastarnos en el intento de vivir del modo que se parezca a lo que aspiramos, a lo que soñamos. Todo, absolutamente todo, debería fluir sin contratiempos absurdos. A estas alturas nuestro camino debería estar mejor iluminado, más despejado, sin pesados obstáculos, y cada quien ofreciendo lo mejor de sí al universo. Estoy hablando del montón de levedad que nos merecemos para poder abrir puertas bien anchas y altas a la espiritualidad.
Ese verso que citas está centrado en el recuerdo de mi casa y expresa lo que pienso en relación con el ser humano. Somos apenas fragmentos; nuestro cuerpo lo siente y lo sabe más allá de la conciencia que tengamos de esa circunstancia. Nunca podremos prever cuántas imágenes, incluso fugaces, serán parte nuestra y volverán a juntarse en el futuro, cuántas palabras, gestos que aparecen en el momento menos esperado se organizan y dejan ver y se instalan como si hubieran nacido con nosotros. Cada persona es un lienzo en blanco de un futuro paisaje, sin considerar sangre ni predestinaciones. La obra final depende de nuestras elecciones. Vivir requiere coraje.
¿Qué valores y significados encierra ser una poeta en El Vedado?
Charo Guerra: Escribo y me gustaría no tener cargos de conciencia cuando me llaman poeta. Si compartes la vida con un poeta lo ves cada día sentarse a escribir con disciplina férrea y sientes que esa es su misión más importante…Es lo que me pasa cuando veo a Luis (Lorente) tan entregado a un verso mientras salgo y entro y llevo en mi bolso de mano el famoso listado de tareas mediocres del que ya te hablé.
El Vedado fue el amor a primera vista de una guajirita deslumbrada por el ritmo moderno de esta ciudad, durante una visita que le hice un mediodía veraniego de los años 70. Lo recuerdo con exactitud. Aquel día perdí el miedo que sentía de caminar por sus calles. Supe que había encontrado el lugar donde quería vivir para siempre y empecé a soñar con esa ciudad desde la cual ahora (al revés) sueño con mi pueblo y mis amigos, mi casa y la de mis abuelos Estrella y Andrés en el Central Limones, andando despacio y con disimulo para dejarme rociar con las gotas del enfriadero; pasar las vacaciones escuchando las improvisaciones de mi abuelo (repentista y tremendo personaje) junto a mis primas y primos de camino a los ríos, bañándonos en la Playita de Gumersindo que era como charco (y el artista Ángel Ramírez no me dejará mentir), o en viajes más largos, a una playa de verdad: Varadero. Y sueño con los perros y los gatos que tuve de niña bautizados por mi padre con nombres estrambóticos, y con una finca que no conocí – llamada La Arcadia – que mi abuelo paterno José María le regaló a mi abuela Charito. Esas sensaciones las he podido volver a sentir y experimentar no en cualquier parte de El Vedado donde haya estado antes, sino ahora donde vivo desde hace unos años (a pesar de que estoy condenada al polvo de las construcciones propias y aledañas que parecen no terminar nunca). Siento que aquí vivo entre la ciudad y el campo, rodeada de plantas, de gatos, viendo zunzunes, cotorras…Zona privilegiada por los árboles de El Vedado histórico. Guajira al fin, cuando le llamo mi barrio, el posesivo es de corazón.
Saludo Familiar
Por: Charo Guerra
Porque José María siga, cada mañana, dialogando con el sol.
Levante su brazo, como un militar ceremonioso y obediente,
y sonría sabiéndose en la gracia de todos los permisos.
Porque reciba su claridad los lunes,
a la hora en que comienza el mundo,
y la sucesión y el resto de las cosas
que irán haciéndose mortales.
El lunes, por ejemplo,
para cortar las uñas
y retocar las barbas.
Día destinado a romper,
en el patio del fondo,
las estampas de santos preferidos,
quemarlas en la hoguera
excepto san Juan Bosco
y san Judas Tadeo, milagroso,
que trajo la descendencia cuando
ya habíamos perdido la esperanza
de perpetuar los nombres y la sangre.
Día de lentejas cocidas a fuego de carbón
rematadas con plátano maduro, albahaca, calabaza.
Porque A. nos acompañe,
junto a algún hermano,
y en cualquier extraño territorio,
valiéndose de unas palabras misteriosas aleje la soledad
y los escalofríos que, a veces,
son la llamada cómplice del tiempo detenido.
Y que por fin Rosario confiese
legítimos cognados
de la lengua afrosanta que hablamos todavía
y A. rompa el pacto y nos cuente
acerca de la llave de los rosacruces
los códigos de aquel anillo misterioso
que impedía perderse en un punto cualquiera,
inesperado, del planeta.
Porque vengan de su voz las rimas súbitas
del parque donde bailan
los esqueletos abrazados.
Porque el primer José,
reencarnado en un dios,
o en el hijo de dios,
siga diciéndome al oído del otro lado del teléfono:
“volveremos a entrar al vientre de la misma madre,
falta poco; no avisen del milagro a los hombres,
no pueden entenderlo, pero comienza aquí,
en un barrio llamado Nueva York
y terminará en otro territorio
cuyo nombre habrá de ser cambiado
para no recordarnos que la muerte existe”.
Y en tono bajo
dicte otra clave
que tendré la vida para descifrar:
“Cuatro ruedas. Arkansas. Mosquitos. Mariel”.
Porque las aguas verdiazules corrían
por los ojos profundos del segundo José,
hermoso y deseado por mujeres de todas las edades y las razas.
José buscaba tesoros en el mar.
Hallaba fantasmas infernales sentados en la barra de un barco,
compartía con ellos los vinos añejados de la cava
y luego el pesaje de las joyas
de la Atlántida guardadas en los cofres.
Y por Estrella, por Julia y por Rosario
y por todas las madres
y por todos los padres de sus padres,
que desbrozaron los montes
y labraron la tierra doblados sobre ella,
y acopiaron maíz para tamales,
frituras, majaretes y jugos amarillos y rojos, deliciosos,
y cortaron cabezas de gallinas moñudas
e hicieron sopas nutritivas
y abrieron los gansos en mitades
y filtraron las aguas con minerales de la tierra
y guardaron las carnes y las grasas de los cerdos
en latas de aceite Girasol
para enterrar el hambre
y romper el silencio de las pupilas dilatadas.
Y por los que vinieron de Nigeria y de Galicia
y de tierras donde habitan los bárbaros
y caminan sin prisa las tribus de gitanos
y los menesterosos seguidos por sus cortes
mugrientas de reyes y princesas.
Y por los muertos que ríen
y ponen el traspié para advertirnos
que este mundo es redondo.
Vulgarmente redondo como cualquier pelota de billar,
lo que es decir,
que todos volveremos a vernos a la vuelta,
aun sin el secreto de los rosacruces.
No importa que digan sin prudencia
que es lineal o plano
como una calle que nace en un bohío
y muere al pie de un piélago de aguas albañales.
Y por nosotros que juramos estar vivos
y seguiremos vivos
siendo apenas la sombra de la sombra
que, para colmo,
vive engañada y, vanidosa,
cree que existe.
Charito, tan buena poeta y hermosa persona, muy contenta de leer la entrevista y su poema, gracias.
Ah, Charo, su poesía. Una experiencia intelectual inesperada, un sentido de la precisión con ese desgarro suave, profundo q tan poco se ve…