Cuando Ernest Hemingway llegó a Finca Vigía ya era bien conocido en La Habana. El Hotel Ambos Mundos, el bar El Floridita y La Bodeguita del Medio, formaban parte de su itinerario habitual cada vez que recalaba en la Isla.
La finca, situada en una colina de San Francisco de Paula, en las afueras de la ciudad, la encontró su tercera esposa, la periodista Martha Gellhorn, y a Hemingway le pareció ideal para la vida que deseaba.
El escritor justificaría su encantamiento: “porque para ir a la ciudad no hace falta más que ponerse los zapatos, porque se puede tapar con papel el timbre del teléfono para evitar cualquier llamada, y porque en el fresco de la mañana se trabaja mejor y con más comodidad que en cualquier otro sitio”.
La pareja alquiló Finca Vigía en 1939 y un año después compró la propiedad. Hemingway, que no había ganado aún el Premio Pulitzer ni había publicado varias de sus obras más reconocidas, convertiría el lugar en un santuario para su escritura.
Cada mañana, mientras toda la casa se sumía en el silencio, golpeaba las teclas de su máquina, de pie y descalzo sobre la piel de un kudú cazado en un safari por África. Allí nacerían, parcial o completamente, obras como Por quién doblan las campanas, París era una fiesta, Islas en el Golfo, El Viejo y el mar…
Hasta allí llegarían también sus hijos y amistades, celebridades como Errol Flynn, Gary Cooper, Spencer Tracy y Marlene Dietrich, y desde allí partiría al cercano pueblo de Cojímar, a compartir con sus viejos amigos los pescadores, y a pescar en la corriente del Golfo, “el Gran Río Azul”, en su célebre yate Pilar.
En los veinte años siguientes a su llegada a Finca Vigía, Hemingway cambiaría de esposa, viajaría por el mundo, participaría en la Segunda Guerra Mundial y ganaría el Nobel de Literatura. Pero no se marcharía de su paraíso habanero.
Y aunque se fue definitivamente de Cuba en 1960 y murió un año después, en Idaho, de un disparo de su propia escopeta, Papa –como le llamaban en la Isla– no tuvo en su vida residencia más estable que la casona de San Francisco de Paula.
En las afueras de La Habana
Donde se encuentra hoy Finca Vigía, a unos 15 kilómetros del centro de La Habana, estuvo emplazado un puesto de vigilancia del ejército español hasta finales del siglo xix. De esta función, le quedaría el nombre.
En 1887 el sitio pasó a manos del arquitecto catalán Miguel Pascual Baguer, quien construyó allí la espaciosa vivienda. Luego, tendría varios dueños hasta llegar al francés Joseph D’Orn Duchamp, a quien Hemingway y Martha Gellhorn la alquilaron primero y compraron después, en 1940.
Tras la muerte del escritor, el sitio fue convertido en museo. Cumpliendo la voluntad de Hemingway, su cuarta esposa, Mary Welsh, regresó a la Isla para recoger los manuscritos y las obras de arte, y donó al gobierno cubano el lugar con el resto de sus pertenencias, entre ellas los muebles, libros y trofeos de caza.
El museo, que lleva el nombre del célebre novelista, pero al que todos siguen llamando Finca Vigía, abrió sus puertas en julio de 1962, apenas un año después del suicidio de Hemingway.
Con 4,3 hectáreas, la finca tiene mucho que mostrar al visitante. La casona, rodeada de terrazas que facilitan la comunicación con las habitaciones, es la principal atracción.
Asomarse a sus puertas y ventanas es como viajar en el tiempo. Todo se conserva como lo dejó el escritor, como esperando su regreso. En ella están sus más de 9,000 libros y revistas, su entrañable máquina de escribir, sus cuadros con motivos taurinos, las cabezas de búfalos y antílopes que él mismo cazara, su colección de cuchillos.
En el baño continúa estando la pesa en la que se pesaba diariamente; en el comedor, sus jarras y adornos venecianos; y en la sala, un gramófono con el disco de Glenn Miller que tanto le gustaba escuchar.
A un lado de la casa está el bungalow que Mary Welsh decorara para los hijos de su esposo y que ahora espera por una restauración. Del otro, la torre de 12 metros de altura, construida en 1947 y en la que Hemingway nunca llegó a escribir porque lo distraía la vista de La Habana en el horizonte.
Más allá de la casa
Palmas, árboles frutales y otras plantas rodean la vivienda y hacen aún más agradable la visita. El sitio sufrió el golpe del huracán Irma en septiembre de 2017 pero, aunque todavía se ven las huellas en la vegetación, pudo ser reabierto en solo dos meses.
Bajando desde la casa, enclavada en lo más alto de la colina, un sendero conduce hasta la piscina, hoy vacía, en la que Hemingway acostumbraba a nadar media milla cuando terminaba de escribir. En ella, según se cuenta, se bañó desnuda la escultural Ava Gardner.
Muy cerca, en lo que en su momento fuera una cancha de tenis, reposa el yate Pilar con las banderas de Cuba y Estados Unidos. Construido con roble negro americano, en él Hemingway realizó sus legendarias pesquerías y persiguió submarinos alemanes alrededor de la Isla.
También allí descansan para la eternidad cuatro de los perros que tuvo el novelista en la finca, un amor heredado por los trabajadores del museo, que mantienen varios canes como mascotas. No quedan, sin embargo, descendientes de los más de cincuenta gatos que llegaron a vivir en la casa al amparo del escritor y su esposa.
Cada día, cientos de visitantes llegan a Finca Vigía, muchos de ellos extranjeros. Para los estadounidenses que viajan a la Isla a pesar de los impedimentos legales de Washington, resulta una visita casi obligatoria y los cruceros incluyen el lugar entre sus itinerarios en La Habana.
Allí son atendidos por veladoras, como la experimentada María Elena Otero, con más de dos décadas en el museo, quienes les explican sobre la vida de Hemingway y cuidan del tesoro que legara a Cuba el Nobel estadounidense. Un tesoro que Finca Vigía exhibe con orgullo en medio del paisaje paradisíaco que encantara al escritor hace ya más de medio siglo.