En el No.2, agosto de 1889, de la revista La Edad de Oro, José Martí incluye un texto con el título de “La historia del hombre contada por sus casas”. Comienza desde las cuevas en la Era Paleolítica y hace un interesante recorrido a lo largo de los siglos y de los continentes. Y es que las casas, en su silencioso estar, cuentan muchas cosas, ya sea por la forma en que fueron construidas, como es el tema que aborda Martí, o por las historias que en ellas ocurrieron.
Las casas, así como los teatros, parques, iglesias, calles y cementerios, son testigos celosos y discretos que tienen mucho que decirnos, sucesos pasados y recientes, de mujeres y hombres que, por alguna razón, dejaron una huella en su época, y que están ahí, esperando solo por nosotros para renacer a través de nuestra mirada. Al recordar esas vidas y esas historias es como si por algún extraño encantamiento, pudiésemos traerlos del pasado para que vuelvan a estar, aunque sea solo por un breve instante, con nosotros.
Este año se celebrará el 500 Aniversario de la fundación de La Habana. Uno de los barrios de esta ciudad que más rápido se desarrolló fue, sin dudas, El Vedado (o, simplemente, Vedado).
La ciudad, como ocurre con frecuencia, comenzó a edificarse en los alrededores de su bahía. La actual Habana Vieja, Guanabacoa, Regla, fueron los primeros centros que se construyeron. Poco a poco, se fue extendiendo la ciudad en la medida que crecía la población y se desarrollaba el país. Pero más allá de lo que hoy conocemos como Centro Habana, todo estaba por hacer, por descubrirse, por poblarse pues, durante varios siglos, había sido una zona “vedada” en la que no se podían construir caminos ni asentamientos para, de esta forma, mantener protegida la parte oeste de la ciudad de las incursiones de los piratas y saqueadores.
Toda la zona del litoral habanero, desde el Torreón de San Lázaro hasta La Chorrera, en la desembocadura del río Almendares, así como toda su parte elevada, se mantuvo, durante mucho tiempo virgen, una zona impenetrable, cubierta de bosques, mangles y rocas. Pero a finales del siglo XIX, todo empezó a cambiar y se comenzó a autorizar la venta de parcelas.
Ya en 1890, Julián del Casal habla del “poético caserío del Vedado” y lo describe así:
La tarde expiraba poco a poco y la niebla envolvía las verdes cumbres de las montañas. El humo se elevaba en negras espirales del fondo de las chimeneas […]. Atravesando la ancha calzada polvorosa que se extiende, rodeada de verdes montículos a la izquierda y de rocas negruzcas a la derecha, a lo largo de las orillas del mar, donde apercibíanse las espaldas encorvadas de algunos pescadores que aguardaban pacientemente la caída del pez en las redes tendidas, llegamos al risueño pueblecillo, el más tranquilo, el más pintoresco y el más moderno de los que se encuentran en los alrededores de la capital.
Todo el que vive en La Habana lo ha visitado alguna vez. Tiene el brillo de una moneda nueva y la alegría silenciosa de las poblaciones (1).
¡Pueblecillo risueño, silencioso y tranquilo!, así se refiere Casal a una zona del naciente Vedado, en un paseo que hace camino al nuevo Hotel Trotcha, que él llama “salón”. Y continúa diciendo el poeta:
Dentro de este sitio encantador, se han levantado, en los últimos años, numerosos edificios, construidos a la moderna y de diversas proporciones. El más grande de todos es el salón Trotcha, nombre igual al de su propietario. En los primeros años ha sido el punto de reunión de los temporadistas, y se ha convertido en magnífico hotel, semejante a los de Niza, Cannes, San Sebastián y otras ciudades balnearias.
La escritora Renée Méndez Capote (La Habana, 1901-1989) también describe al Vedado, en su libro Memorias de una cubanita que nació con el siglo (2):
El Vedado de mi infancia era un peñón marino sobre el que volaban confiadas las gaviotas y en cuyas malezas crecía silvestre y abundante la uva caleta. Las cercas eran de tunas espinosas, el aire lo poblaban las auras tiñosas, los totíes, los gorriones, las bijiritas y los sinsontes, y en las furnias gigantescas de la orilla derecha del Almendares, de las que serían la calle 23 y la calle 15, anidaban las iguanas, los hurones y las ratas […]. Las únicas calles dignas de ese nombre, sin verse interrumpidas por las furnias, eran Línea y 17 y parte de Calzada. Todas las demás eran trillos abiertos entre la maleza, derriscaderos (sic.) y diente de perro […]. No había parques, pero la hacienda del conde de Pozos Dulces, que al parcelarse el Vedado contuvo las calles 11, 13, 15, C, D, E y F y posiblemente algunas más, estaba abierta para los niños, con su verja alta y su gran jardín lleno de flores y de árboles frutales en que abundaban los nidos (2).
Casal habla de los “temporadistas” y de balneario, y es que por aquellos años, en la zona del litoral que iba de la calle G hasta la calle 6, aproximadamente, los habaneros se bañaban en unas pocetas, algunas naturales, otras artificiales, que había en esa zona. Méndez Capote recuerda “el Palacio de Carneado, que estaba por el litoral, me parece que cerca de la calle J (3), y era un edificio de dos plantas […] y tenía baños de mar en ‘pocetas de ahogado’, como era la costumbre de la época”.
La actual calle E, durante mucho tiempo, se conoció como “Baños”, porque en su encuentro con el mar se construyó, a mediados de la década de 1860, el primero o uno de los primeros balnearios del Vedado, “El Progreso”. Recuerdo las cartas de mi abuela cuando nos mudamos para esa calle en 1969, con el remitente de “Baños 503”. Y así le llegaban las respuestas de los Estados Unidos, pues todas sus amistades y familiares que habían emigrado a ese país y que eran sus contemporáneos, seguían nombrándola de esa forma.
El Vedado siguió creciendo, se construyeron escuelas, hospitales, teatros, parques, cines, hoteles, avenidas, y en menos de un siglo, pasó de ser “un poético caserío”, a uno de los barrios residenciales más importantes de la capital. Ya a finales de la década de 1950, el Vedado era lo que vemos hoy. Los hoteles Capri, Riviera y Hilton (hoy Habana Libre) se construyeron en esos años. La calle 23 se convirtió en su arteria principal, con cines, cabarets, clubs, restaurantes.
Pero es en la calle E donde quiero detenerme. Por una extraña coincidencia del destino, en esa calle, cuyo nombre, casualmente, es la letra E, coincidieron y fueron vecinos, tres grandes escritores cubanos que obtuvieron, además, importantes premios literarios: Alejo Carpentier (1904-1980), Premio ‘Cervantes’, 1977; Dulce María Loynaz (1903-1997), Premio ‘Cervantes’, 1992; y Eliseo Diego (1920-1994), Premio ‘Juan Rulfo’, 1993 (4). Los tres se conocían, por supuesto, y fueron amigos. Si bien no fue una amistad “de todos los días”, sí existió cariño, respeto y admiración entre ellos.
El conocimiento y amistad entre estos tres autores se remonta a los años de la revista Orígenes (1944-1956). Como es sabido, mi padre fue fundador de la revista y miembro del Grupo Orígenes. Carpentier y Dulce María publicaron en esa revista. Una de las colaboraciones de Alejo fue con su antológico relato “Viaje a la semilla”, que apareció en el Número 3, Otoño, 1944. Dulce María publicó, en el Número 33, 1953, de sus Poemas sin nombre, “Poema VIII” y “Poema XXI”.
Carpentier, en una entrevista que le hizo el intelectual mexicano Emmanuel Carballo, al preguntarle sobre el movimiento literario cubano, dijo:
Quienes conocieron la revista Orígenes se habrán dado cuenta de la calidad del grupo que la animaba. José Lezama Lima, uno de sus directores, es muy estimable como poeta y ensayista. Su Expresión americana es la indagación más digna que he leído sobre el espíritu del continente. Analecta del reloj (libro de ensayos), es extraordinaria. Además de Lezama Lima, Eliseo Diego me interesa enormemente. Otros poetas que admiro son Cintio Vitier y Fina García Marruz (5).
Se ha escrito mucho sobre la amistad existente entre la familia Loynaz y Carpentier. Dulce María vivió en la calle E esquina a 19, y Carpentier en E No. 254, entre 11 y 13. Carpentier ―a quien solo conocí por los cuentos de mi padre y a través de aquella maravillosa entrevista que le hiciera el cineasta cubano Héctor Veitía― era, no solo un gran novelista, sino, también, un gran conversador. Era culto, simpático, ingenioso, ocurrente. Cada vez que mi padre se refería a él, lo hacía con gran admiración, pero, también, con una sonrisa, pues siempre recordaba alguna anécdota simpática que Carpentier le había contado.
Mi padre tenía todas las novelas de Carpentier en su biblioteca, y todos los libros que se publicaban con sus ensayos y crónicas. Admiraba, también, a Dulce María Loynaz. Su texto, “Acerca de una muchacha que supo muy bien lo que quería” (6), está dedicado a Dulce María y es un homenaje a su poema, “Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen”. Comienza así:
Ankh-es-en-Amen es un nombre de muchacha. Casi una niña. Cuando por primera vez nos encontramos con ella, apenas si pasa los quince años de edad.
Y sin embargo, ya es una Reina, y mujer del Señor del Alto y el Bajo Egipto, el Emperador, el Faraón, el Muy Magnífico Señor Tut- Ankh-Amen.
Tres mil trescientos años nos separan de su cada día. Cuando nació Jesús, ya hacía mil cuatrocientos años que la noche había caído sobre ella.
¿Cómo es posible entonces que la veamos sonreír, y aún esconder una lágrima entre su dignidad de pequeña Reina?
Cuando en 1992 Dulce María recibió el Premio Cervantes, mi padre fue a felicitarla, junto con otros intelectuales amigos de la escritora. El periódico Juventud Rebelde publicó entonces una bella foto de ese momento y reprodujo las palabras que le dijera Dulce María a mi padre, al agradecerle su visita: “Solo deseo que el ‘Cervantes’ del año próximo sea para usted”. No fue el “Cervantes”, pero sí el “Rulfo”, una de las alegrías más grandes que tuvo, ya muy cerca del final de su vida. Incluyo en este trabajo, una carta que Dulce María le escribió a mi padre con motivo de su cumpleaños 70.
Mi padre guardó siempre, en un lugar especial del librero donde protegía los títulos que más le interesaban, el ejemplar de El reino de este mundo, dedicado por Alejo: “Para Eliseo Diego, en débil testimonio de mi sincera admiración por su Calzada de Jesús del Monte. Afectuosamente, Alejo Carpentier, Caracas, 1949”. Sin dudas, una muy generosa dedicatoria de un autor que ya contaba con gran prestigio en el mundo de la literatura hispanoamericana a un joven que apenas se daba a conocer como poeta.
Estas tres casas, en una sola calle de El Vedado, podrían contarnos tantas cosas. Los hermanos Loynaz acostumbraban a celebrar tertulias literarias que, en muchas ocasiones, según testimonios del propio Carpentier, podían ser algo extravagantes. Mi casa de E No. 503, bajos, entre 21 y 23, donde vivimos más de veinte años ―todavía viven allí mi cuñada Roxana de los Ríos y su madre, Oneida Recio―, era visitada también por intelectuales y artistas, cubanos y extranjeros. Allí, en el comedor, bajo la agradable luz de una antigua lámpara art nouveau, nos leyó Gabriel García Márquez su discurso de aceptación del Premio Nobel, que pudimos grabar y conservo.
En la casa también nos reuníamos con frecuencia los jóvenes en el portal o en el patio del fondo y hacíamos fiestas memorables, en las que no faltaba la música, preferiblemente la trova vieja y nueva, cantada y tocada en la guitarra por nuestro querido primo José María Vitier, quien, casualmente, muchos años después compondría la bellísima música de la película de Humberto Solás, El siglo de las luces.
Tres grandes intelectuales coexistieron en una misma calle, a quienes los unió no solo el talento y el respeto por la obra del otro ―algo que escasea un poco en el mundo literario, propenso, en ocasiones, a envidias e intrigas―, sino también, una mirada atenta ―como pedía mi padre― amorosa y delicada a la ciudad en que vivieron. Sirva este trabajo como un homenaje más a La Habana y a su historia, a sus alegrías y a sus tristezas, una ciudad bañada por el mar y por una luz transparente y limpia, que nos acompaña y consuela.
NOTAS
1- Julián del Casal. Tomo II. “Un hotel francés”. Compilación, prólogo y notas de Emilio de Armas (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1979). Del Hotel Trotcha, ubicado en Calzada, entre Paseo y 2, solo quedan unas paredes.
2- Memorias de una cubanita que nació con el siglo, Renée Méndez Capote (Bolsilibros Unión, La Habana, 1963).
3-Se encontraba en Malecón y Paseo.
4-También en la calle E vive el ensayista, investigador e historiador Eusebio Leal quien fue amigo de mi padre. El nombre del premio conocido como “Juan Rulfo” fue, inicialmente, Premio Internacional de Literatura Latinoamericana y del Caribe “Juan Rulfo”. El otro premio “Cervantes” cubano fue Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), en 1997. Otros escritores cubanos que han obtenido importantes premios literarios son: Cintio Vitier, “el Rulfo”, como se le sigue diciendo, en 2002; Fina García Marruz (1923), el Premio “Reina Sofía” de Poesía Iberoamericana en 2011; y Leonardo Padura (1955), el Premio “Princesa de Asturias” en 2015.
5-No tengo los datos de esta entrevista, la encontré entre los papeles de mi abuela, que guardaba todas las noticias que se publicaban sobre mi padre pero no siempre anotaba fecha ni procedencia. La entrevista se titula “Ni del sarape ni del huarache saldrá nuestra verdadera literatura”, en la sección de un periódico llamada “México en la Cultura”. Pienso que la fecha puede ser finales de la década de 1950.
6-Revista Unión, No.72, Año 1, 2011, pp. 18-19.
pudiera llamarsele tambien la calle de los olvidados;
Que dulce leer este articulo