Existe una larga tradición de relatos sobre la Navidad, esa fiesta del mundo cristiano que celebra la mejor de todas las noticias posibles: el nacimiento de un niño.
A Charles Dickens se le atribuye, si no la invención de la Navidad, al menos la de ese subgénero que luego frecuentarían, con grandísimos aciertos, escritores de las tallas de Fiódor Dostoievski, Guy de Maupassant y Antón Chéjov. Son relatos por lo regular de corte piadoso e intención moralizante, que se centran en la niñez desvalida, la desigual fortuna de los seres humanos y en el efecto balsámico de la conmiseración.
La Navidad, seamos creyentes o no, en el mundo occidental es una fiesta que congrega a la familia en comunión y recogimiento en torno a la mesa de la cena del día 24 de diciembre, que para la ocasión se sirve con lo mejores platos y licores que cada cual se pueda proveer.
La historia de la celebración de la Navidad en Cuba en estas últimas seis décadas ha sido, cuando menos, zigzagueante. Tradición heredada de los colonizadores españoles, entre 1959 y 1969, víspera de la fracasada epopeya de los 10 Millones, se mantuvieron los festejos, aún cuando muchos de los platillos asociados a la efemérides comenzaron a escasear al ritmo en que se iba depauperando la economía del país. Con el argumento de que las Navidades entorpecían el desarrollo de la zafra azucarera, el gobierno tachó el 25 de diciembre del calendario festivo. De modo que si no prohibidas, las Navidades, en las familias que aún observaban el festejo, quedaron como un ritual modesto en extremo, íntimo. En 1997, antecediendo a la visita a Cuba del Papa Juan Pablo II, el polaco Karol Wojtyla, el Estado volvió a fijar como feriado el 25 de diciembre. Y así hasta hoy, año de extrema crisis económica que augura unos festejos nada llamativos, a no ser por su pobreza.
OnCuba ha convocado a cinco escritores cubanos radicados en el país a crear expresamente sendos microrrelatos de Navidad. Cada cual trabajó por su cuenta, desconociendo lo que estaban escribiendo sus colegas, atenido solamente al requisito de no sobrepasar las 30 líneas.
Estas son las historias que han querido contarnos, cómo ven ellos ese instante del año en que, según García Márquez, podemos ejercer “la alegría por decreto” y tenemos la ocasión nada desdeñable “de llorar en público sin dar explicaciones”.
Felicidad
El gato ronronea a tus pies y te hace pensar en ellos, en cuánto habrá crecido Abril, en si Nieve ya habrá mudado los dientes, te preocupas por Gila, por su trabajo, me explotan, mamá, nunca tengo tiempo, son las palabras que llegan, cada vez más espaciadas, en sus mensajes, pero no te olvido, y cuando tenga unas vacaciones decentes iremos todos a verte, Abril es tan alta como su padre y Nieve ya ha comenzado a decir sus primeras palabras. Las promesas de Gila dolían. Sus mensajes se llenaron de excusas. Sí, mamá, aquí lo tenemos todo excepto tiempo, ni siquiera para elegir unas vacaciones decentes. No me lo recuerdes más: los años pasan y tú envejeces, pero esta es mi vida ahora. Fue Gila, o tal vez Abril, quien tuvo la idea de enviarte compañía esa Navidad. Primero fue el gato. A primera vista, no se diferenciaba en nada de un animal verdadero. Luego, Gila encargó el paquete familiar completo, con un treinta por ciento de descuento, por suerte tu cumpleaños coincidía con las rebajas de fin de año. Frente a tus ojos, los técnicos ensamblaron las piezas y encriptaron los códigos. Disfrute mucho su regalo, abuelita, se despidieron con una sonrisa de tristeza. Los técnicos empezaban a acostumbrarse al hecho de ensamblar familias artificiales para los tantos viejos que se quedaban solos en el país luego de que sus hijos buscaran un mejor sitio en cualquier rincón de la diáspora. La réplica de Abril lucía justo como recordabas a tu nieta, una niña de once años algo pecosa y triste, y la de Gila no tenía ojeras. De Nieve no guardabas recuerdos pero, cuando cargaste a aquel bebé, no te quedó duda alguna: era tu nieto, tenía tus mismos ojos. No eres una vieja senil. No estás loca. Sabes que son réplicas. Sabes que la verdadera Gila escribirá cada vez menos, que irá a vacacionar con los niños a otros países mejores, que todas las Navidades que te esperan serán parecidas a esta. Sabes que el verdadero Nieve jamás conocerá a su abuela y que Abril terminará por olvidarte. Pero nada de eso importa hoy. Es tu cumpleaños, se acerca la Navidad y la réplica de Gila ha cocinado tu dulce favorito. La familia está completa. Sopla las velas, abuelita, sonríe Abril mientras te abraza.
Elaine Vilar Madruga (La Habana, 1989). Narradora, poeta y dramaturga. Profesora de escritura creativa. Su novela más reciente: La tiranía de las moscas¸ Premio Cálamo 2021 al Mejor Libro del Año, fue publicada por Barrett en España. Dirige el Laboratorio de Escrituras “Encrucijada”. |
Un muerto en Navidad
Nadie quiere un muerto en Navidad. Pero que algo pase, desea Gálvez. Algo que le retenga en la Estación y le ayude a no pensar en el hogar vacío. Un robo con fuerza, por ejemplo, porque los pillos aprovechan que la gente abandona sus casas para pasar la Nochebuena en familia. O una trifulca con sus correspondientes heridos, lo habitual cuando el ron se baja a raudales y la calle se calienta y el dominó entre vecinos se tuerce por una mirada a la mujer del prójimo o la deuda que se recuerda; o los hermanos se van a los piñazos porque saltan esos rencores guardados de toda la vida; o padre e hijo se enfrentan cuando la tiranía no se aguanta más o una homosexualidad se revela en el momento más inoportuno. Todas esas cosas que pasan en la víspera del nacimiento de Jesús: la fecha que si por el capitán Gálvez fuera, nunca se celebraría. Aunque este año sí quiere que algo pase, algo que le sumerja en su trabajo. Traidora Mariela, calladito se lo tenía, abandonó la misión en Venezuela para tomar “el caminito de los volcanes”. Ninguna gracia le hace ese chistecito de sus compatriotas al capitán Gálvez: Cabrona Mariela, le está llenando la cabeza de musarañas a Rogelito y él lo intuye, aunque su hijo nada le cuente de lo que habla con la madre. Se sulfura en el auto, rumbo a la estación, y ahora mismo no le importa si llega la sangre al río. Pero a la funeraria no: los muertos son asunto muy serio. Chilla el móvil sobre el asiento del copiloto, distingue al remitente en la pantalla y estira la mano, aunque tarde, ya se apagó el aparato de mierda. Su amigo de la Academia, Acevedo, jamás le ha llamado para boberías de socios, y a Gálvez se le dispara un latigazo en el pecho. Parquea, entra como una tromba para alcanzar rápido su oficina. Lo frena el agente de guardia: el mayor Acevedo de Guardafronteras al teléfono, pide hablar urgente con usted. ¡Urgente!, otro cuerazo en la bomba, simula calma, dile que enseguida, responde, voy a cogerlo por mi extensión. No quiere pensar lo peor, y lo piensa: Rogelito no vino anoche, el padre lo hacía en casa de la novia, pero pega el oído al auricular con el corazón en la boca. Escucha un discurso entrecortado: ¿es Acevedo que está nervioso; o es él quien no alcanza a entender, porque el latido ya no es solo en el pecho y encima le aturde las sienes? Oye “accidente”, varias veces esa palabra: “accidente”, como si el otro emitiera un mantra de justificación. Oye “lancha”, oye “interceptación”; oye mentar “un muerto”. Gálvez, con la conciencia rota, no logra distinguir si también se ha pronunciado el nombre y la lucidez le alcanza apenas para reclamar: Dime, Acevedo, ¿es mi hijo? Lo más temido en Navidad había ocurrido desde horas antes. Ahora, el capitán se derrumba con el corazón fulminado, antes incluso de escuchar la respuesta; y ya son dos. Dos muertos en Navidad. La aclaración del mayor de Guardafronteras se emite al aire, para nadie: Tranquilízate, no es Rogelito.
Rafael Grillo (La Habana, 1970). Escritor, periodista y profesor universitario. Su último libro publicado es la antología Regreso a la isla en negro (Ediciones Hurón Azul, España, 2022). |
El árbol de Navidad
El árbol de Navidad se guarda en un baúl grande de cuero, debajo de la cama. Abuela siempre recuerda el 8 de diciembre cuando ella y abuelo comenzaron a armar el primer árbol, tal vez la primera generación. Después tuvieron un hijo y un segundo, y una tercera, que desarmaron aquel árbol jugando a los escondidos. Pero ese año armaron otra generación, y los muchachos aportaron cintas rojas, y colgaron frutas de los árboles del patio. Siempre se añadían objetos nuevos para atraer la suerte.
Años más tarde, llegó otra generación del árbol con los hijos de los hijos, y le sumaron bombillas, la estrella iluminada; cambiaron el Nacimiento de Jesús y pusieron más animales. En aquel árbol había tres generaciones y mucho más brillo.
La abuela recuerda que había un polvo plateado que se le echaba al arbolito para que resplandeciera, y una guirnalda que le decían cabello de ángel, y en esos días se sentaban alrededor de sus ramas con medio saco de nueces avellanas y una piedra negra para partir, con gran ruido, las cáscaras duras. Entonces reían juntos.
Este año la abuela está sola, sentada sobre la cama. Prefiere no sacar el baúl, le recordaría a cada uno de sus hijos y nietos y aquellas carcajadas; la abuela sabe que sacar cada una de las partes del árbol es recordar los lugares hacia donde partió cada una de las tres generaciones de la familia, alejándose de la casa.
Yunier Riquenes (Jiguaní, 1982). Narrador, poeta y promotor cultural. Su libro más reciente es Exhumaciones, y fue publicado por la editorial Letras Cubanas. |
Todo por la carne
Los niños llevaban días soñando con el arbolito y los regalos. Aunque durante mucho tiempo en Cuba no se solía celebrar Navidad por cuestiones políticas, en 1997 se legalizó otra vez la fecha, a raíz de la visita del Papa Católico, así que sus hijos se criaron conociendo arbolitos, nacimientos y regalos. Las guirnaldas, luces intermitentes y bolas de colores, estaban; un par de juguetes conseguidos a alto precio y con mucho trabajo esperaban envueltos para llegar a sus destinatarios.
Solo faltaba la carne, pero ya no había dinero.
Los carniceros cada día aumentaban más el precio de la libra de cerdo, y a esa altura del mes habían consumido hacía rato el estirado pollo de la cuota y el picadillo que le vendían para los menores. Su salario de cirujana se había ido con los regalos de sus niños y los medicamentos a sobreprecio que no podían faltarle a su madre postrada.
Los geriatras advertían que en su condición era necesario mantenerla estable y bajo control, que cualquier cambio en la medicación podía agravar su caso de por sí ya bastante delicado, entre los años de inmovilidad y la demencia. Era solo cuestión de meses que su madre muriera.
Mientras tanto, pasaba las noches sin dormir pensando en la carne, más bien en la ausencia de la carne, buscando entre sus escasas pertenencias qué ofrecer a las vecinas, qué llevar a cualquiera de las ventas de garaje que abundaban en el barrio. Pero no quedaba nada de valor.
El tiempo de la pandemia y la falta de trabajo hicieron que desaparecieran una a una las copas de baccarat, las figuritas de biscuit en las repisas, huellas del paso de varias generaciones por la casa. Incluso sus mejores libros de medicina, todo, fue vendido o cambiado por comida, por zapatos para los dos niños, por antibióticos, por jabón.
Estaba sola y al borde de la locura cuando por fin creyó encontrar una solución viable.
El día 24 en la noche sus hijos y ella se sentaron a la mesa alrededor de una fuente humeante de carne asada aromatizada con especias. Se les veía felices. Rieron muchísimo, cantaron, los pequeños abrieron las cajitas donde les esperaban una muñeca con cola de sirena y un camión de bomberos; jugaron a las adivinanzas hasta que fueron vencidos por el sueño.
Antes de acostarse, preparó una mochila con unos pocos efectos personales, escribió en una receta que traía su nombre y su número del registro impresos los nombres de las medicinas y los horarios en que le correspondía tomarlas a la anciana, le dio un beso en la frente a cada niño y se acostó tranquila.
El día de Navidad sería intenso. Su hermano vendría temprano a visitarlos y entonces descubriría que le faltaba una pierna a la madre.
Adriana Normand (Berlín, 1976). Narradora. Su último libro publicado, Ni Santa ni Andrés, en coautoría con el cineasta Carlos Lechuga, se publicó en 2022 por la editorial Verbum de España. |
Villancico
“Noche de paz, noche de amor
Todo duerme alrededor”
Noche de paz. Federico Fliedner
Desde el árbol lo vio avanzar, la armadura fulgente ante breves rayos de sol, en las manos aquel artilugio de fuego, se desplazó a otra rama, la flecha abrió un canal de carne y sangre encima del cuello, entonces saltó y hundió la macana en el cráneo del caído, morir en Natividad, profirió entre estertores el hombre, pero eso el de la macana no alcanzó a traducirlo. Lo capturaron merodeando la Trocha, muy cerca de Ciego de Ávila, lo golpearon horas, la tropa ibérica festejaba la Navidad, las campanas tañían, un capellán tuvo la gentileza de preguntarle si deseaba posponer la pena, ser fusilado a la mañana siguiente. Para morir no importa el día, Padre. La pared era húmeda, musgosa y la descarga le rompió el pecho, el último pensamiento del hombre fue la familia, día sagrado para morir, se dijo. El abuelo había logrado traer a casa un pino rodeno, al niño lo sedujo el color, las acículas en pares, la corteza naranja, una conífera rara en Cuba, lo colocaron en la sala, la mujer sonreía, a un lado los espumillones, las guirnaldas, hasta allí llegó el rugir del Ford B Cabriolet, cuatro cilindros en V, los disparos, los vivas al General, las armas replicantes desde la avenida, el hombre recibió el impacto justo entre las escápulas, el niño gritó, la mujer quiso sostenerlo pero ya el abuelo era cadáver. Mira, le dijo, si no hablas… te saco las uñas de la otra mano, después… los ojos, desde el suelo el otro, apenas un bulto tumefacto, lo escupió, es una pena, adujo el de uniforme, allá afuera… toda Cuba está cenando, tol mundo, y tú…, aquí…, pero eso lo has querido tú, yo te voy a poner a bailar más que el Bárbaro del Ritmo, lo miró, y rezongó: mal trabajo este en Navidad, carajo, después largó un escupitajo y se limpió el sudor de la frente. El viejo había procurado comprar apenas un trozo de cerdo, pero el dinero no le bastó, eligió la pieza de pollo guardada desde hacía semanas, los euros enviados por el hijo desde Frankfurt demoraban, tengo pollo, se animó, y salió a contemplar la tarde. En el balcón recordó la última Navidad, la noche compartida con el hijo, la pierna de cerdo, el tinto de la Rioja, el sabor de los turrones de Jijona, tengo al menos pollo, pensó, estaba vivo, sano, era una mala Navidad pero otros de seguro estarían peor, en días llegarían los euros desde Frankfurt y compraría cerdo, esta es una noche como cualquier otra, se dijo. En el árbol de enfrente creyó ver un bulto, alguien agazapado allí, desnudo, irredento, tensas las cuerdas de un arco, cerró los ojos con fuerza, Dios, a veces uno cree ver cada cosa, eso musitó, y lento, resignado, aburrido, ajeno a todo, se fue quedando dormido.
Rafael de Águila (La Habana, 1962). Narrador y ensayista. Premio Casa de las Américas de cuento 2018. Su último libro publicado es Una brizna de tiempo (Ediciones La Luz, Holguín 2019). |