—Buenos días.
—Adelante…
—¿Quiere que me ponga la mascarilla?
—Por mí no lo hagas. Ahora, si no quieres que te contagie de algo, entonces póntela tú…
María Elena Llana y Castro podría estar muriéndose sin perder el sentido del humor.
Con 88 años recién cumplidos, chisporrotea, y su menuda silueta puede confundirse con un arco eléctrico arropado con un camisero a rayas. (Alejemos cualquier similitud con una aureola. Nada de hagiografía. La ofendería).
—Ud. tiene la mirada chispeante todavía…
—Dicen que yo era tremenda. No era verdad. Lo que era vivaracha.
Las amarguras acumuladas en ella no parecen haber triunfado sobre una lucidez dispuesta a todo, menos a rendirse. El humor es un arma de defensa propia. Sin humor, aunque sea tan ácido que sirva para limpiar sentinas, la vida te aplasta.
—¡Claro que te aplasta¡ —dice, ya sentada en un sillón de rejilla y caoba, al lado de una ventana por donde se cuela una luz mañanera y salitrosa.
El mar y su invención en ausencia
El mar está cerca. Casi que cruzando la calle. Pero hoy no hay oleaje. Es un animal manso que no hay que temer, salvo que emplee la nostalgia para una mordedura. Un melancólico Borges, en el sur rioplatense, podía morir de un guitarrazo. En el Caribe, el mar es el asesino. Aunque también hay guitarras no menos homicidas.
—Aquí tiene el mar a tiro de piedra…
—Cienfuegos y La Habana comparten el mar. Yo necesito el mar.
—¿Nunca ha sido un vecino indiferente para Ud.?
—Es fundamental. Ayer hablaba de eso con Cancio (1). Él es tan cariñoso, tan inteligente…
—¿Tiene algún relato donde el mar sea un personaje?
—Chico, si tú supieras… No. Debe ser que siempre lo he tenido demasiado cerca.
De las cosas prácticas de la existencia, María Elena se jacta de hacer dos con notas sobresalientes: nadar y conducir un auto.
Su padre fue un buen nadador. Aunque admite que las destrezas adquiridas no son hereditarias, parece que hay algo que la genética traspasa de contrabando. Siendo niña se bañaba en el club Náutico, en compañía de su tía. “Era una piedra en poza”, grafica, aludiendo a su inmovilidad en el agua. De pronto, una mujer pasa por su lado nadando. “Me quedé mirando y mirando sus movimientos”. A las pocas semanas, aprendió a nadar por sí sola. De adulta, tomaba su auto, un pequeño Willys regalo de su padre al graduarse de Periodismo en 1958, y se iba hasta Bacuranao. Allí practicaba largas sesiones de natación.
Estando en España, en 1952, se inventó el mar. Con sus padres pasó una temporada recorriendo ciudades, Madrid, Zaragoza, hasta dar con Miranda de Ebro, un nudo ferroviario al pie de los Pirineos, donde radicaba la casa de sus parientes españoles.
“Allí todo el mundo era franquista. Sin embargo, las muchachas salían con sus novios sin chaperonas. Yo era muy feliz, pero sentía que me faltaba algo y ese algo era el mar. Así que me lo inventé, observando desde un mirador una tapia muy alta de la estación de trenes. Detrás de esa tapia está el mar, me decía recostada a la baranda del mirador”.
España le hizo un par de regalos: un novio estudiante de Medicina loco por casarse (languideció con el tiempo y la distancia) y una tregua en los ataques de asma que la torturaban desde la infancia. “Había un frío que pelaba siendo verano, pero era un frío seco”.
Asma y primeras lecturas
El asma parece ser patrimonio de los escritores. Séneca, Dickens, Proust, Benedetti, y muchos más. Lezama Lima pensaba que el asma era una pequeña muerte. En diversas entrevistas confesó que vivía como los suicidas y que, como un pez, a falta de bronquios respiraba con sus branquias.
María Elena Llana era una niña enfermiza. Los accesos de asma eran “ataques feroces”, sobre todo en invierno. Confiesa que vino a vivir, a principios de los 50, cuando la cortisona llegó a las farmacias cubanas. “La venero”, suelta sobre la hormona descubierta y luego sintetizada en laboratorio por unos investigadores estadounidenses (Tadeus Reichstein, Edward Kendall y el médico Phillip Hench) que luego recibieron el Nobel de Medicina.
De vuelta de la farmacia, su tía traía a casa algún que otro ejemplar de Cubamena, la revista que regalaban en las llamadas boticas. “Ahí leí un par de cuentos que nunca olvidé: ‘El príncipe feliz’, y ‘La princesa Leonor, que quería la luna’. Eran de Oscar Wilde. Cuando miro la luna desde mi cuarto de estudio, me acuerdo siempre de Wilde. Creo que estuve bien orientada, pero accidentalmente”.
Cienfuegos
“Es un recuerdo luminoso”, dice la escritora sobre su entorno natal. Viene de una familia adinerada, que lo perdió casi todo en el crack del 29. Mantuvieron el auto y una casa en la ciudad, pero sus propiedades rurales —una finca y casa tabacalera en el Escambray— fueron capturadas por un peje gordo de la región al ellos no poder pagar la hipoteca.
“Cuando era niña, las lomas —así les llamábamos— eran como el bálsamo para toda aquella familia, luego venida a menos”. Hija única —“porque una familia de capa caída aplicó el control natal”—, solo se hacía acompañar por su prima Carlotica, contemporánea suya, hija de unos padres también parcos en natalicios por idéntica razón.
“Ser hija única es una gran soledad”, dice María Elena, no sin congoja. Recuerda la calle que se llamaba Argüelles y un ventanal “donde nos parábamos mi madre y yo a ver pasar el tranvía”. También recuerda la playa de Cienfuegos, de “mala calidad”, solo reivindicada por la belleza verdiazul del Caribe. “El lugar donde hay mar para mí es importante siempre”, insiste.
Al final, ambas familias emigraron hacia La Habana en busca de oportunidades. Cienfuegos terminó siendo un lujo para una clase media que no hallaba la manera de emerger de la crisis del 30. La coqueta ciudad fundada por colonos franceses en 1819, sin conexión con la carretera central, era una joyita solo para ricachones dueños de fábricas azucareras.
Un garajito en La Habana
En 1940 la familia se instaló en la calle Concordia y pusieron una ponchera en un punto estratégico: entre el crucero de Luyanó y la Virgen del Camino. “Mi abuelo era un mecánico intuitivo, pero casi genial. Tenía hasta inventos reconocidos”.
Bajo su espíritu de empresa, contrataron a un chapista y agregaron a la rehabilitación de neumáticos ponchados la reparación de carrocerías. Con la venia del dueño de la concesionaria de Ford en La Habana, donde trabajaba el abuelo de la escritora, viajaban en el ferry a Miami e importaban autos de uso para “dejarlos como nuevos con una manito de pintura y otros arreglitos”. Los revendían en la capital y multiplicaban el precio de remate pagado en los mercados de Florida.
La familia llegó a poseer tres talleres y María Elena veía a sus abuelos “contar fajos de billetes en el pantry. Muchas veces había que recontar el dinero. Mi abuela robaba algunos billetes y descuadraba la contabilidad”.
“Mi familia lo perdió casi todo en el crack del 29 y luego con la nacionalización de los 60 también lo perdió todo. ‘¿Qué karma es ese?’, le pregunté a un mexicano esotérico. ‘El de los ladrones’, me respondió de un tirón”.
La abuela
“Siempre fui muy fervorosa de la patria, de los próceres, de Carlos Manuel de Céspedes, que sufrió tanto y murió solo, tirado en un barranco. Un día le digo a mi abuela (había que decirle ‘mamá’ para no hacerla más vieja, además de que es el personaje de algunos de mis cuentos): ‘Hoy dimos en la clase de Historia de cuando quemaron Bayamo. Eso fue terrible’. Y me contesta: ‘Ay, sí, eso fue horrible, les quemaron las casas y tuvieron que irse. Porque muchos de ellos eran españoles, ¿no?’. A mí me quedó la duda. Lo quemaron voluntariamente o muchos tuvieron que aceptar lo irremediable de la situación. Eso que me dijo mamá, muy española ella, ha sido para mí como un equilibrio. Hay que buscar siempre la otra parte y contrastar. Me mandaron a un colegio católico, donde me decían que había un más allá y luego escuchaba en la familia que no había tal cosa. Crecí así”.
La soledad de una niña que dibujaba y dibujaba…
“Mi infancia fue solitaria. Yo pintaba, dibujaba mucho, hacía unas cosas que me enseñó un tío mío que era dibujar conejos de espalda. Eran bolas simplemente”. Así evoca la autora de Castillos de naipes (Ediciones UNIÓN, 1998) su niñez en la gran ciudad.
“Me encantaba la pintura, estudié cinco años en San Alejandro”, agrega.
—Cierta lógica especula que si Ud. padeció una infancia feliz, probablemente no será una buena escritora. Había que sufrir una traumática niñez para entregar calidad en la adultez. Citan a Dickens, Pou, Gorki, de ejemplos. Incluso un Saramago llega a decir que “los escritores viven de la infelicidad del mundo” y se coloca de ejemplo. “En un mundo feliz, yo no sería escritor”. ¿Qué opinión le merece eso?
—Escribir es un don. Lo tienes o no lo tienes. De niña empecé a escribir y en séptimo grado, cuando tenía 13 años, escribí una novela por entregas. Se llamaba El laberinto del monstruo, pero no tenía nada que ver con Creta. Era solo una cuartilla y la escribí en casa. Después hacía algunas copias y las repartía en la escuela para que mis compañeras leyeran el cuento en la clase. Una violación de la disciplina que tuvo mucho éxito. Entonces me incliné por lo fantástico.
—¿Cómo se veía a sí misma en aquel tiempo?
—Como la tuerca suelta en la familia, la loca. En los años 50 decían: ‘Se metió a puta’, y yo me había metido a periodista. Había ahí una equivalencia de profesiones. Para colmo me pelé a lo lloviznita y ya yo manejaba el Willys, y mi abuelo me decía: ‘Figúrate, con ese pelado y manejando’. ¡Cuánto tabú había entonces! Creo que fui la primera persona que en Cienfuegos salió a la calle con pantalones pescadores… ¡Qué lindos eran los veranos en Cienfuegos!
Escapismo
“Aparte de tener el don, creo que para mí escribir era un refugio”. Llana no tuvo hermanos y al mudarse para La Habana no consiguió amistades de su interés. Además, su condición de asmática colaboraba con su soledad.
“Para mí siempre la literatura fue fácil, y muy intuitiva, porque mis lecturas iniciales yo las busqué”.
Una de esas lecturas impresionó al intelectual Augustin Pi (1919-2001). Nacido en Cienfuegos, fue fundador de la Casa de las Américas y director del Centro de Estudios Juan Clemente Zamora, actividad que alternó con su actividad de profesor de Historia de Cuba. Perteneciente al grupo Orígenes, fue, al decir de Roberto Fernández Retamar, “eminencia – perla – gris” de la cultura cubana.
“Pi se maravilló de que yo tuviera un libro del conde Keyserling, Europa, análisis espectral de un continente, en el que analiza filosófica y científicamente la idiosincrasia de cada país. Para mí fue un libro inolvidable. Se lo presté y nunca más lo vi. Tal vez se lo pasó a Cintio y a Fina”.
Quinquenio gris
En 1978, con el libro Así era, Llana ganó una mención en el concurso de poesía Julián del Casal, de la Uneac. Cintio Vitier era el presidente del jurado. “Siempre escribí poesía, pero creo que era mala… Mi reconocimiento se da en medio de las puertas abiertas al realismo socialista. Aquello era horripilante y todo lo que se hizo en aquella época, la persecución a los homosexuales, ¡Dios mío! Por qué…”.
—¿En esa época no tuvo ningún encontronazo?
—No, porque los evité. Yo quise escribir en el género fantástico. Fue una elección para nada impuesta.
—De acuerdo, ¿pero fue una coartada para no tener que lidiar con la realidad, o para decir cosas de la realidad que no podía proclamar frontalmente?
—No, nada de eso. Mis cuentos fantásticos, de hecho, son Casas del Vedado. Es una realidad del país, pero no me pongo a cuestionarla. Yo lo que digo que eran (los personajes de tales cuentos) los derrotados. Entonces, ¿por qué zaherirlos constantemente? Aquello era un látigo. Además, mira, yo estuve tres veces propuesta para el Partido. Estoy segura de que no entré porque nunca negué mi origen burgués, porque todos decían que eran de procedencia obrera o campesina, y que habían trabajado en la clandestinidad. Muchos mintieron sobre su origen y sobre su militancia revolucionaria.
—¿Qué destino aguardó al libro Así era?
—No lo publicaron aquí. Después me propusieron publicarlo en España y en Estados Unidos. No quise. Tal vez ahora lo revise y me anime a publicarlo. Se lo daría a Gente Nueva. El tema de Así era es cuando tú descubres el amor… Cintio me felicitó personalmente. Lo tengo guardado con una carta que me escribió Pi.
Un cisne negro
—Sostuvo en una entrevista: “Me mantengo ajena a las coyunturas, de cualquier tipo que sean, y mis temas reflejan siempre inquietudes personales”. ¿Cómo logra evadir la trampa de la época, nunca la arrastró su fuerte corriente o estoy ante un cisne negro encerrado en una torre de marfil?
—Nunca me dejé arrastrar por las épocas. El mejor ejemplo que te pongo, creo el más válido, es justamente Casas del Vedado. Yo lo escribí para mí, porque yo no quería pedir que me lo publicaran ni ser maltratada como tantos que después vivieron del maltrato que habían recibido. Yo sé cuáles son las reglas del juego. Yo estoy en Cuba y esto es así. Además, me precio mucho de estar en Cuba. En otro lugar no creo que me hubiera ido mal, pero no creo que me hubiera sentido íntegra como me siento en Cuba. Hay un cuento mío que dice “no soy, pero estoy”.
—En el estudio sobre su cuentística, la peruana Rosa Tezanos-Pinto escribe lo siguiente: “José B. Álvarez sostiene que los diferentes movimientos de la cuentística cubana han estado sometidos a un péndulo político más que a un rigor estético y que este criterio se marcó aún más a partir de 1959 con el triunfo de Fidel Castro. No obstante, la producción de María Elena Llana ha mostrado desde sus inicios plena autonomía”. ¿Fue una voluntad consciente conquistar esa autonomía o simplemente se lo debemos a un gesto de espontaneidad?
—Es que yo soy así. Cuando “Nosotras” tiene tanto éxito, yo decido que voy a escribir lo que a mí me gusta. En aquel momento yo hago “Claudina” —del que Garrandés dijo que era una pequeña obra maestra— para empezar el nuevo libro. Ambas narraciones son del género fantástico. Recuerdo que mi esposo de entonces, el periodista brasileño Aroldo Wall, después de leer “Claudina”, me dijo que yo no tenía nada que decir y, de cierta manera, él encarnaba la opinión política imperante. Y me dije: “Está bien, no publico, escribo solo para mí. Y empecé a escribir Casas del Vedado”.
Una imaginación de alturas
La literatura de María Elena Llana se alimenta, entre otros afluentes, de experiencias y recuerdos propios. Por ejemplo, “Gobelino”, que es el primer cuento de Casas…, emerge de un tapiz que la narradora veía colgado en casa de las hermanas Girald (2) en Cienfuegos.
Viviendo aislada en el piso 12 del Retiro Radial, su imaginación se desató y se “desbocaron los muertos que me han perseguido siempre y que ahora me han dejado descansar, porque ya no les intereso ni a ellos”, dice, otra vez, divertida.
En ese ambiente de fuerte introspección, la autora concibe la historia de Claudina a partir de insistentes llamadas telefónicas. Un buen día, harta de responder, preguntó a su enigmático interlocutor a qué se dedicaba la tal Claudina, en aras de poder ayudar a encontrarla. “Es profesora de piano”, le respondieron del otro lado de la línea y nunca más volvieron a llamar.
Llana estuvo doce años escribiendo Casas del Vedado y lo depositó en una gaveta. Sin expectativas. El olvido comenzó a rondar el texto. Tiempo después y accidentalmente se encontró en la calle con Alberto Batista, entonces jefe de redacción de la editorial Letras cubanas. El editor imaginaba que María Elena, en aquella época escritora en Radio Progreso, se había marchado del país. “Claro, no estaba en el periodismo y la radio no la oyen los intelectuales”, calza, ingeniosa. Batista halló “maravilloso” el libro.
En 1984, Casas… ganó el premio de la Crítica. El único lauro obtenido por la escritora hasta que llegó el Nacional de Literatura, casi cuarenta años después, cuyo jurado enalteció de la autora “la precursora originalidad de su escritura que se ha destacado por el cultivo de temas más que peculiares”.
“Casas, deduzco, es un buen libro, pero más allá de eso, es que sale en el momento en que la política editorial quería sacudirse de su pasado más inmediato y proclamar: ‘Mira lo que tenemos, no somos tan quinqueniogrises’. Se lo debo casi todo a Casas del Vedado; pero a veces parece que no escribí más nada”.
—En el acta del Premio Nacional de Literatura se lee: “Además de su indiscutible destreza estilística mediante la cual rompe ciertos mitos urbanos, los personajes de la escritora echan una mirada inédita al entorno social habanero”. ¿Esos mitos urbanos qué son?
—Qué sé yo. Eso lo pusieron ellos. (Te advierto, fue un voto feminista, porque votaron las tres mujeres. Los dos hombres no votaron a favor). Yo no he escrito nada fantástico ni realista que no sea lo que hemos vivido todos. Tal vez lo de los mitos urbanos se base en Casas del Vedado.
—Su experiencia africana como maestra en Angola no traspasó a su literatura. ¿Por qué?
—Hay un cuentecito.
—¿Solo eso?
—Sí. No sé decirte por qué no escribí más. Tal vez porque fue tan fuerte la experiencia. Puede ser que algún me ponga a escribir sobre eso.
Sueños, sustos y sorpresas (Gente Nueva, 2011) y Desde Marte hasta el parque (Gente Nueva, 2014) son dos libros de cuentos salidos de la ingente papelería revisada por la autora. “Me pongo a botar cosas y empiezo a separar escritos y cuando me doy cuenta hice dos libros en ese descarte”.
Una de las historias, “Encuentro en La Rampa”, pertenece a la adolescencia de la autora. “Casi no le hice arreglos”. La trama trasluce la inocencia de la edad. Un marciano está exiliado de su país, castigado en la Tierra, porque alteraba los tiempos verbales. “Una cosa absurda”, tacha la también periodista de larga data que pasó por los periódicos Revolución y La Tarde, así como la revista Cuba, entre otros medios.
Botones a la izquierda o a la derecha. ¿Importa para la literatura?
—Dicen que Ud. es una de las voces femeninas más originales de la narrativa cubana. ¿Puede vivir con eso sin pavonearse?
—Claro que sí. Mira, más bien me sorprende. Tal vez hasta me halaga.
—Cierta ensayística afirma que el género del escritor se trasluce en los estilos, en los temas, en la sintaxis. Algo así como el lado de los botones en las camisas y las blusas. ¿Hay una sintaxis que usa camisas y otra blusas? Tener y no tener, de Hemingway, ¿pudo ser escrito por una mujer; así como un hombre pudo ser el autor de Cumbres borrascosas, de la Bronte?
—Habladurías. Mis primeros cuentos, como los autores que había leído hasta ese momento eran hombres, están escritos como si yo fuera un hombre, desde una perspectiva masculina. Incluso “La Reja” (una experiencia mía de la huelga del 9 de abril del 58, que después lo revalorizaron porque el héroe era presa del miedo), el protagonista y narrador es un hombre. Inicialmente no me situaba como mujer en los personajes de mis cuentos. No creo en las voces femeninas ni masculinas. Creo en la literatura.
María Elena Llana tiene su propio método de descarte. Pura bioquímica mental. Si una idea no pasa la prueba del tiempo, es que no valía la pena. El olvido hizo justicia. Pero el método es falible. “Hay otros cuentos imaginados que han sido buenas ideas y los he perdido”.
Sin violín de Ingres
Su método es el mismo de Borges. “Dejo que los temas me busquen y yo los eludo; pero si el tema insiste, yo me resigno y escribo”, explica el autor de Fervor de Buenos Aires.
Borgianamente hablando, uno de los casos paradigmáticos de Llana es el cuento “Alondra pasa”; por demás, uno de sus preferidos. Su origen se remonta al Moscú de 1977 y su solemne Plaza Roja. La escritura de su final sobrevino doce años después, en China, donde la periodista era corresponsal de la agencia Prensa Latina. Todo ese tiempo estuvo latente en su cabeza y el olvido no pudo atraparlo.
En ese método la libertad tiene lo suyo: “Nunca me he apurado para escribir. Nunca he tenido un editor detrás de mí, exigiéndome. Yo escribo lo que quiero cuando yo quiero”.
Igualmente se auxilia de apuntes. Cuando son inteligibles. No es que padezca de una caligrafía endemoniada; es que una vez tomados, “después no los entiendo”, confiesa.
La escritora de Apenas murmullos (Letras Cubanas, 2004) tiene una novela inconclusa a la que no piensa volver para su punto final. Prefiere la concisión del cuento, del que casi siempre sabe el final de antemano. “Lo mío es un disparo de principio a fin”, dice, aunque no reniega del desvío del proyectil.
—¿Se esclaviza al final?
—No, pero generalmente sé hacia dónde debo ir con la historia.
Sin violín de Ingres, porque le “encantaba pintar, pero no era creativa”, esta ex estudiante de pintura en la academia alejandrina de La Habana, elegiría para un retrato suyo a Leonardo o Miguel Ángel. Está de acuerdo con el primero de los genios florentinos, con que una obra de arte nunca se termina: se abandona. La narradora refiere que aún posee ideas aptas para la literatura, “pero estoy mal para realizarlas”.
La ocupación de sus días más recientes es pasar un rastrillo por toda su cuentística detectando errores sintácticos. “Si encuentro palabras repetidas, eso me duele en el alma y en esa revisión me salen algunos absurdos. Y los arreglo. Nunca se acaba”, afirma, totalmente en línea con el autor de La Gioconda.
—¿Qué le está prohibido a un cuentista?
—Meterse en lo que no sabe. Hay que tener depurado el tema. Siempre que me siento a escribir sé lo que voy a hacer.
—Por cierto, ahora que hablo de cuentos, ¿tiene algún reproche que hacer como espectadora a las puestas de sus historias en TV?
—Magda González Grau dirigió “Añejo cinco siglos”, que fue muy celebrado. Muy buena adaptación. Pero en otro momento se adaptó “Nosotras” y fue un disparate. Yo hice adaptaciones de cuentos para la televisión, hice teatro también, una serie infantil, tuve muy buenos directores. Vázquez Gallo, Alberto Garriga. Hice mucho radio. Me enriqueció mucho, porque solo quise hacer adaptaciones. Hice tantas de cuentos, que si las tuviera delante, serían una montaña de papel. También hice novelas clásicas. Mann, Fitzgerald, Pushkin…
Miedo
—¿A los 88 años, espera algo de la vida, tiene curiosidad por la realidad?
—Lo que he descubierto ahora es cómo te aferras a la vida. Le tengo mucho miedo al momento de morir. Tengo una formación católica impartida por monjas franquistas y medievales y me dieron un canon para todo en la vida. Pero qué pasa: cuando llega la edad de la razón es que empieza la duda. Es o no es después… Es un misterio. Quisiera que fuera un momento piadoso… morir.
—¿Cree que el subconsciente de los escritores es un pozo de perversidad?
—No creo eso para nada.
—¿La otredad de sus personajes la ha llegado a vivir de algún modo?
—Como vivirla, no. Pero esa otredad es parte de mi vida. Lo que yo parto de determinadas sensaciones o experiencias que pueden ser muy imaginativas.
—Al poner la cabeza en la almohada, ¿cómo supone que será el día siguiente?
—No pienso en el día siguiente. Leo un poco y me quedo dormida y hasta mañana.
Seguramente, ha tenido certezas que luego han sido traicionadas por la realidad. Solo los tontos no cambian de opinión. ¿Cierto?
—Cierto. La gran escuela es la vejez.
La Virgen
En su cuarto de estudio destaca una primorosa Virgen de la Caridad de madera preciosa tallada. “Era un regalo para un cura brasileño que tenía una colección mariana de América Latina. Como no fui a Brasil, la virgen se quedó conmigo”, dice y me invita a ver otra Cachita que tiene en una pared de su dormitorio. “Esta la compré de soltera y le prometí que cuando tuviera mi primer salario como periodista le iba a comprar la aureola, la corona y el crucifijo de oro”. Y cumplió su promesa. Con el sobre del sueldo en la mano, se fue hasta la calle Reina, a una pequeña tienda de artículos religiosos, y compró los atributos prometidos. Todo por 48 pesos.
México con sotana
Luego de trabajar cuatro años como editora en la revista Por esto, bajo las órdenes del mítico periodista mexicano Mario Menéndez, con quien terminó “peleada” (“yo siempre salgo peleada”), María Elena Llana se vio desempleada en México. El mundo había entrado en metamorfosis. El muro de Berlín había sido demolido y la Unión Soviética estaba al borde del colapso. Eran los duros 90 y las remesas enviadas a su familia en La Habana hacían la diferencia. Así que, tocando puertas aquí y allá, una de sus amigas cuates le consiguió un empleo en una universidad católica, “de gente rica, de niños fresa, como dicen allá”.
Después de superar las pruebas de rigor (la plaza era de profesora de radioperiodismo) la escritora fue citada la víspera del primer día de clases por el padre rector. “Yo estaba muy nerviosa y me repetía, para darme ánimo, que había estudiado en un colegio católico. En ese momento llegó el rector, se sentó frente a mí y comenzó a mirarme fijamente”.
Pasaban los minutos y el silencio se aposentaba en la escena, hasta que María Elena dijo resuelta: “Mire padre, Ud. no sabe cómo empezar. Ud. se pregunta qué hace una castrocomunista en una universidad católica. Entonces, se sonríe por única respuesta. Yo continúo: ‘Mire, no sé su razón para tenerme aquí, pero yo le voy a decir la mía: tengo dos hijos y una madre que mantener en La Habana y la situación de mi país es crítica. Entonces estoy aquí porque necesito el dinero’”.
A esa sinceridad desesperada, el prelado respondió: “Nosotros aspiramos a la excelencia académica y después de esa clase que Ud. nos dio no la vamos a dejar ir. Por favor, lo único que le pido es que no hable a los estudiantes de comunismo”.
“Lo miré fijamente y le dije: ‘Padre, ¿Ud. cree que a estas alturas a alguien le interese el comunismo?’ ‘Por si acaso’, me respondió”.
Una bromista entre Fidel, Caín y Franqui
—¿Por qué estudió Periodismo?
—Porque me gustaba escribir. Pero también me gusta el periodismo, algo que lamentablemente se acabó.
En 1959, María Elena Llana era la única reportera en la redacción de Revolución. El periódico era el vocero del movimiento 26 de Julio y había sido fundado hacia 1954 por Carlos Franqui, a manera de hojas informativas, en los jadeantes días de clandestinaje en la lucha contra la dictadura.
En 1958, Llana había obtenido el título de periodista de la escuela Márquez Sterling. Como miembro del staff de Revolución, formaba parte del equipo que versionaba los vibrantes y caudalosos discursos de Fidel Castro. El toque femenino en una redacción eminentemente masculina no era un dato que el líder revolucionario pasaría por alto. En una de sus tantas e intempestivas apariciones en el periódico, el Comandante preguntó directamente a Llana: “Ven acá, ¿tú eres de los que hacen mis discursos?”. “Sí”, respondió la aludida, que entonces tenía 24 años. “Con razón, todo me lo cambian”, se quejó en tono burlón el jefe de la Revolución, a lo que la periodista retrucó: “Bueno, es que si va a leer lo mismo que dijo… no tiene gracia”. Todos rieron.
El paso de María Elena Llana por Revolución fue efímero. Sus humoradas le pasaron factura. En 1960 el poeta Pablo Armando Fernández, uno de los redactores de Lunes de Revolución, el suplemento cultural que dirigía Guillermo Cabrera Infante, le solicitó a la periodista que hiciera el listado de los intelectuales cubanos inscritos en las nacientes milicias.
“Entonces la secretaria Esther me dictaba los nombres y yo le iba poniendo motes: Natalio Galán, y yo escribía ‘Sandalio Galán’, porque siempre calzaba sandalias; Juan Arcocha, ‘Juan Melcocha’; Nilo Rodríguez, ‘Nilo blanco, Nilo azul’, y todo el mundo se reía. Hasta el jefe Franqui, pero lo que no sabían era que yo lo iba a entregar así… Pensé que cuando Figueroa cogiera eso, pues me lo viraría. O si no, los propios correctores; pero lo había hecho yo y confiaban plenamente. Así que, al parecer, nadie revisó aquello. Y al día siguiente salió publicado así en el periódico. Un amigo, Ricardo Marín, que había sido combatiente en la guerra civil española, me dice alarmadísimo: ‘María Elena, eso salió con todos los nombretes’. Al día siguiente viene Guillermito con unos tacones así de altos, porque era muy bajito, y me dice, con esa solemnidad que lo acompañaba: ‘María Elena, tengo que hablar contigo. Ha ocurrido una cosa imperdonable’. ‘Mira, Guillermito —que por cierto fue uno de los testigos de mi boda con Roberto Branly, a instancias de mi marido—, aquí mi jefe es Figueroa. Tú no eres nadie’. Al tercer día, nos llama Franqui a Esther y a mí para comunicarnos que las dos estábamos botadas. ‘¡Ni Pepín Rivero ha logrado ponernos en ridículo!’, gritó en su descarga. Le aclaré que era yo la responsable de todo y que Esther no tenía nada que ver con lo sucedido. ‘No te me pongas de mártir… Yo no sé si en el futuro te podré ayudar’. Entonces solo le pedí que no interfiriera, porque si lo hacía no podía trabajar más en ningún periódico revolucionario. Esther se quedó y yo me fui, y fue una experiencia para toda la vida.
Zona franca
—¿Qué libro se llevaría a una isla desierta?
—Platero y yo.
—¿Y qué música?
—Begin the Beguine. De Porter. Lo adoro
—¿Tiene algún alter ego en la vida real?
—No creo.
—¿Y algún alter ego en la vida ficcional?
—Tampoco. Soy muy exclusivista. No me permito esas cosas.
—¿Julio Cortázar o Felisberto Hernández?
—Muy difícil. Yo diría que Felisberto por la rareza que aporta, todavía más que Cortázar.
—¿Algún ritual antes de abrir una página en blanco en su ordenador?
—No. Ahora lo que tengo son nuevos dolores. ¡Cómo te salen huesos cuando envejeces…!
—Defina “fantástico” para Ud.
—Para mí es lo que más me divierte. Es un juego con la realidad. Es otra realidad. A lo mejor es un disparate; pero bueno, ten piedad.
—¿Ya escribió el discurso del premio?
—No. Creo que improvisaré.
—¿Un sueño recurrente?
—Ahora ninguno. De toda la vida, la muerte.
—¿Qué lamenta de la vida?
—Lo único… no haber estado nunca en París.
—¿Recuerda el comienzo o el final de algún cuento suyo?
—De “Claudina”, recuerdo el final, que es el final del cuento y del libro. El personaje cierra la ventana y… con eso se apaga el último rumoreo de los pájaros invisibles.
—¿Tiene una bala de plata para matar la reiteración de las fórmulas en la escritura?
—No. Están muy caras. Yo las mato espontáneamente.
—Dios existe, no existe, nunca existió, existirá. ¿ Con cuál de esas variables se queda?
—Ojalá que exista. Una nueva variable.
—¿Con quién le gustaría reencontrarse en el más allá, tomando por cierta su existencia, claro está?
—¡Ay Dios mío! Con toda la gente que nos hemos querido aquí, hombres y mujeres, pero que sean simpáticos, que no sean tecosos.
—¿Café o té?
—¡Ay! café. De toda la vida.
—¿Por qué causa perdería la cabeza?
—Por ir a París.
—¿Qué tipo de música la acompaña cuando escribe? ¿O prefiere el silencio?
—Mentalmente, ellas vienen y van. Si tuviera que quedarme con un autor… Lecuona. ¿Suena kitsch?
—Para nada, es nuestro Chopin.
—¿La inteligencia artificial jubilará a los escritores y los pondrá a fregar platos?
—Tal como van las cosas, creo que podría ser.
—¿Cuál es la casa que más le inquieta del Vedado?
—Me encantan los viejos palacetes.
—¿Y qué calle o lugar del Vedado recomendaría para ser feliz?
—Un lugar cerca del mar.
—¿De todos sus libros cuál salvaría de un incendio?
—Tal vez uno de los recopilatorios.
—¿Cuál es la retórica que más detesta?
—El lenguaje patriotero me insulta, me revienta.
—¿Qué son las palabras?
—No sé. Tal vez otro misterio.
—Cuba… ¿se salva?
—¿De qué?
—De lo que sea más terrible para ella.
—Yo confío en el talento de mis compatriotas.
—¿Cuál es el libro que está leyendo ahora?
—No te lo puedo decir.
—¡Hay gato encerrado!
—¡Y de cualquier color!
- Wilfredo Cancio Isla. Periodista, profesor, crítico teatral e investigador cubano, radicado en Estados Unidos, especialista en el periodismo de Alejo Carpentier.
- Hermanas Girald. Cristina Alicia y María de Lourdes, activistas clandestinas de la Resistencia Cívica del Movimiento 26 de Julio. Asesinadas en La Habana en 1958.