¡Para mayores cosas he nacido / que para ser esclava y tener amo!
María Luisa Milanés
El Censo de 1899, obra de absoluta modernidad pensada e implementada por las autoridades de la primera intervención militar norteamericana, documentó como ninguna otra el cuadro sociodemográfico y cultural a la entrada del nuevo siglo en Cuba, donde se desarrolló la vida y la obra de María Luisa Enriqueta del Carmen Milanés y García, hoy célebre poeta bayamesa para quien escribir fue un acto de desahogo, desesperanza y liberación.
Seis años después de su nacimiento en el poblado de Jiguaní (1893), en ese documento las provincias orientales figuran devastadas por dos guerras de liberación nacional contra el colonialismo español, con apenas treinta años de diferencia entre el inicio de la primera y la segunda. Y con una economía en ruinas como resultado de la emigración de negocios y capitales, la confiscación de propiedades por parte de las autoridades de la metrópoli y la tea incendiaria aplicada por los mambises en medio de las hostilidades.
En lo demográfico, era una población marcada por la pobreza y el analfabetismo. “En Oriente —consignaban los autores— de una población total de 327 715 personas, solo el 26,8 % sabía leer”, versus el 34 % en Matanzas, el 37,8 % en Camagüey y el 53 % en La Habana.
En localidades como Jiguaní la población era de apenas 1 788 personas, aisladas entre sí y con problemas de conexión con Bayamo, una urbe de unos 21 193 habitantes marcada a su vez por el fuego del 12 de enero de 1869 y por la reconcentración de Weyler, una de las primeras variantes conocidas de la política de tierra arrasada con efectos brutales sobre la vida y la salud de los pobladores, en especial los del campo.
Pero esos datos no operaban en el vacío, sino dentro de una cultura cerrada, provinciana, paternalista y heteronormativa en la que, por definición, los hombres señoreaban. Ello implicaba la construcción/aceptación de comportamientos diferenciados entre los géneros y, sobre todo, ideas claras y distintas acerca de todo lo que no podía hacer una mujer, destinada básicamente a objeto del deseo y a “labores propias de su sexo”, bajo el manto de una obediencia incontestable al padre y luego al esposo hasta que la muerte llegara.
En su autobiografía inconclusa, un verdadero manifiesto feminista, la joven bayamesa da fe de esas relaciones de poder: “…jamás tuve ninguna libertad de ninguna clase”, y lo hace incluso después de tomar nota, con ironía, de “unos días llenos de piano, de partituras y de bordados” encerrada en su hogar en medio de aquel entorno espeso y municipal en que le había tocado vivir, caracterizado en su caso, además, por un marido “caminador” con las mujeres y un padre que se alzó sobre su existencia como una suerte de sombra funesta: lo llamaba “el Kaiser.” En esa misma línea, en “El Trust de los imbéciles” recopilaría varios artículos en los que “daba a comprender clara y concisamente mi manera de ver las cosas de la vida”.
II
Las muertes prematuras de Julián del Casal (1893) y José Martí (1895), seguidas por las de Juana Borrero (1896) y Carlos Pío Uhrbach (1897), colocaron la poesía cubana finisecular en una posición de debilidad hasta la irrupción, ya en el nuevo siglo, de la renovación modernista, emblematizada por Regino Boti (Arabescos mentales, 1913) y José Manuel Poveda (Versos precursores, 1917), curiosamente a cargo de dos poetas orientales (guantanamero y santiaguero, respectivamente), en lo geográfico lejos del proceso modernizador que tuvo lugar en la capital durante la época de las vacas gordas (1913-1917) bajo el gobierno de Mario García Menocal.
La obra de María Luisa Milanés está enclavada en un momento transicional de esa trayectoria, junto a la de autores tan desiguales entre sí como Bonifacio Byrne, Nieves Xenes y René López. La suya en particular está marcada por una fuerte influencia casaliana en términos de temas y lenguaje. Pero se trata de un discurso poético que, de entrada, no puede ser explicado, como a veces se ha hecho, por episodios de “neurosis depresivas”, sino por constituir un grito de protesta y afirmación a cargo de una fuerte individualidad femenina en medio de un entorno paralizante y hasta destructivo para quien intentara traspasar sus líneas rojas. Y que por ello tiene la desesperanza y la fragilidad como correlatos inevitables. Pero también la rebelión:
Ya decidí, me voy, rompo los lazos
que me unen a la vida y a sus penas.
Hago como Spártaco;
me yergo destrozando las cadenas
que mi exisitir tenían entristecido,
miro al mañana y al ayer y clamo:
¡Para mayores cosas he nacido
que para ser esclava y tener amo!
El mundo es amo vil; enloda, ultraja,
apresa, embota, empequeñece, baja
todo nivel moral; su hipocresía
hace rastrera el alma más bravía.
¡Y ante el cieno y la baba, ante las penas
rompo, como Spártaco, mis cadenas!
Su poesía podrá ser todo lo desigual e impulsiva que se quiera, pero no es de poses ni de crisis existenciales festinadas. Se trata, por el contrario, de una de las expresiones y testimonios más auténticos de la agonía en que vivían las mujeres cubanas durante aquellos primeros tiempos, mucho más si tenían luces e ilustración en sus cabezas.
Por otra parte, la autora no tuvo en vida la fortuna de ver publicada su obra, sino apenas unos pocos poemas que hubo de ocultar bajo el seudónimo de Liana de Lux en la revista Orto, toda una institución cultural en el Manzanillo de entonces —y después. Nunca sabremos con exactitud cuánto material suyo no nos ha llegado, bien quemado por ella misma o por terceros.
El escritor José Fernández Pequeño, quien en los años 80 pudo entrevistar en Bayamo al esposo de Milanés, Ramón Fajardo Gamboa, poco antes de que falleciera, refiere cómo después de su suicidio una parte de sus textos “quedó en manos de su padre, quien eliminó no pocas de las obras que, en su opinión de campesino-general-cacique político, podían ser atentatorias contra la ‘moral de la familia’”.
Y más adelante, dice: “Juan Francisco Sariol, que dedicó a la poetisa un número de su revista Orto en 1920, cuenta en un texto espeluznante su reunión con los padres de María Luisa a fin de solicitarles textos para ese número monográfico. Luisillo sacaba un poema, lo leía y, si le parecía que no era conveniente, lo rompía. En caso de que Sariol hiciera algún instintivo gesto de protesta, el General tocaba el revólver que mantenía al alcance de su mano“.
Si hoy ha llegado hasta nosotros parte de lo que escribió, se debe a la loable labor investigativa del poeta Alberto Rocasolano, quien logró reunirla en un libro en el que aparece, en efecto, lo publicado por Sariol en Manzanillo, otros textos dispersos y poemas suyos encontrados en el archivo de Max Henríquez Ureña en el Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana, publicados por la editorial Letras Cubanas con el título Cuando la muerte deja de ser silencio (2011).
Más recientemente su figura ha sido revisitada, con nuevos bríos, en la obra Bayamesa, Réquiem por María Luisa Milanés (Premio Casa de Las Américas 2020) del joven dramaturgo cubano Abel González Melo, estrenada en Miami por el Teatro Avante y en La Habana por Argos Teatro.
El 9 de octubre de 1919 María Luisa Milanés se disparó un balazo en el vientre en su morada de Bayamo, en la calle Céspedes.
Su exmarido le contó a Fernzádez Pequeño, a propósito del suicidio:
La situación entre María Luisa y yo se había puesto muy tirante y acordamos divorciarnos. Ella quería irse al extranjero y yo me opuse. Le dije que le concedía el divorcio con la condición de que regresara a la casa de su padre. Y, desde ahí, que cogiera el rumbo que quisiera. Entonces ella le escribió una carta a su padre pidiéndole reingresar a su casa. Esa carta yo la rompí o la boté en algún momento. Luisillo contestó que, efectivamente, en todo momento la suya era también la casa de María Luisa y ella podía volver cuando quisiera, pero que jamás volvería a tener el cariño y el amor de su padre. María Luisa era una mujer muy digna y tenía mucho carácter, así que decidió suicidarse porque se sintió desamparada, se le unió el cielo y la tierra. Así me lo decía en la carta que dejó escrita al momento de suicidarse. Decía: “Tomo esta determinación porque mi querido Kaiser ha dicho la última palabra”.
Ese día yo estaba trabajando en la oficina del censo y María Luisa me envió un papelito con una jamaiquina que teníamos de cocinera en la casa. Decía que cuando aquella nota llegara a mis manos, ya ella se habría suicidado porque no podía soportar la decisión de su padre. En eso llegó Joaquín Tristá, un cuñado mío, y le dije: “Mira, vamos, que yo conozco a María Luisa y sé que se suicida de verdad. Vamos a ver si llegamos a tiempo”. Pasaba un coche, lo paramos, nos montamos, y cuando llegamos a la casa, en el momento que ella sintió el ruido de mi llave en la cerradura de la puerta, se disparó. Fue una detonación terrible.
María Luisa Milanés tenía 26 años. Tres días después, murió en Santiago de Cuba. Hoy sus restos reposan en el cementerio bayamés bajo una piedra blanca, como lo pidiera en su conmovedor soneto-epitafio:
Quiero una piedra blanca y no pulida
sobre la tierra que mis huesos cubran,
Sin cruz, que una muy grande arrastré en mi vida
No quiero que ninguno se descubra
Al detenerse ante la tumba oscura
De quien murió de angustias y amargura
Ni un nombre, ni una fecha, ni unas flores
Quiero sobre la piedra, ni oraciones
Ni llantos, ni recuerdos; mis amores
Que olviden, y también mis aflicciones,
Los que en vida vieron en voltario
Giro mis pasos por la senda umbría . . .
!¡Silencio y paz para la tumba mía!
¡Por lo menos allí ni un comentario!