Juan Formell acaba de bajar del escenario del teatro Karl Marx donde por más de dos horas ofreció junto a Los Van Van un concierto frente a más de 4000 personas El líder de la histórica orquesta no parece cansado y los rasgos de su rostro permanecen impasibles mientras le corren gotas de sudor. Su hijo, el baterista Samuel Formell, y Robertón, uno de los pesos pesados de la agrupación, le lanzan par de preguntas que no logró escuchar completamente y Juan sonríe y les asegura que los verá en unos segundos.
“Tenemos unos cinco minutos para conversar que me están esperando”, me dice, y echo mano a un libreto establecido para reducir el vértigo que produce la falta de tiempo en estos casos.
¿Cómo logra que la orquesta suene en vivo como un disco?, le pregunto.
“No creas que ha sido fácil llegar hasta aquí. Muchas veces la historia no siempre es como la cuentan. Lo de nosotros ha sido a puro trabajo, tesón y confianza en lo que hacemos. No hay más nada. Van Van es el sonido de la complicidad y el esfuerzo”, me responde Formell.
Se me escapa. No puede llegar a la segunda pregunta. Lo llaman desde el recibidor de una pequeña habitación donde lo espera para saludarlo un viejo amigo que viajó expresamente para el concierto. Ríe, y se encoge de hombros. “Después nos vemos, tú sabes cómo es esto. Que me van a matar”.
A Formell continué saludándolo en otros conciertos y en el diario Granma, donde trabajé durante más de 10 años. En el parqueo de la redacción solía dejar su carro y casi siempre cuando nos tropezabamos él me recordaba la entrevista pospuesta que finalmente nunca se concretó.
La última vez que lo vi fue en el Hospital Hermanos Ameijeiras, en La Habana, donde esperaba para realizarse unos análisis. Iba acompañado de un par de médicos y de su hijo, si la memoria no me falla.
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No existía una noche que no retumbara como un disparo cada vez que Van Van subía a un escenario. La presencia de Formell en la agrupación era un misterio glorioso para sus integrantes y para el público que se prendía con las canciones de la agrupación.
Formell tocaba el bajo a veces con un fervor inabarcable; otras con un total sosiego, pero siempre sonreía con la picardía de quien ha podido lograr el privilegio –reservado para pocos– de ver que su legado venció la dura prueba del tiempo. El mejor ejemplo no era solo ese sonido redondo e implacable de la orquesta, sino el remolino de cuerpos que sudaban allá abajo al ritmo de canciones-himnos para los cubanos.
Es muy poco probable que quede algún cubano que no haya sido colmado por Van Van. No importa que los pies se nos engarroten, que estemos más perdidos que un elefante en un bazar; que el cuerpo, desorientado, no pueda seguir esos ritmos. No importa que las ruedas de casino sean una coreografía indescifrable para algunos. En sus conciertos todos hemos sentido la certeza de estar teniendo una experiencia vivificante.
Es un mito insostenible eso de que todos los cubanos somos bailadores, festivos o alegres, pero cuando Van Van despliega toda su arrolladora maquinaria sobre las tablas no hay quien no comulgue, bailando o viendo bailar.
Hemos tenido en ellos un inmenso ejército de músicos curtidos, entrenados en esa cátedra que ha sido Juan Formell para la música popular en todo el mundo.
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Issac Delgado se lamenta con desconsuelo, recostado a una de las paredes del lobby del Teatro Nacional. A su alrededor grandes figuras de la música cubana se abrazan para esconder las lágrimas, para compartir el dolor, para tratar de quitarle un poco de hierro a la pesadumbre. En el centro del salón está el féretro de Juan Formell. Muchas flores y los músicos de su banda lo escoltan.
Issac, quien había regresado de Estados Unidos después de emigrar a inicios de los 2000, habla de forma entrecortada cuando le pregunto sobre su relación con Formell. “Fue un padre para los músicos cubanos”. A su lado Adalberto Álvarez asiente con la cabeza. Cientos de cubanos esperan fuera para despedir al fundador.
Su familia y una gran cantidad de artistas se acercan al féretro, le dicen adiós, le dedican palabras en silencio. Pero saben que en este momento no puede faltar la banda sonora a la que le dio vida. Se escuchan sus canciones, las palabras en voz alta de agradecimiento a Formell y las promesas de que su obra perdurará.
Y realmente lo ha hecho. Después, un pueblo que ha bailado con sus células rítmicas, personas humildes que pudieron llenar con un poco de alegría su cotidianidad gracias a la música de Formell, entró ordenadamente al teatro para despedir a ese músico que se coló para siempre en sus vidas.
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Van Van fue fundada el 4 de diciembre por Juan Formell, quien ya había probado su clase en la orquesta Revé. El músico tenía una claridad absoluta de lo que quería edificar con la agrupación. Comenzó a experimentar con sonidos procedentes del jazz, el rock y la música cubana. Incorporó especialmente patrones rítmicos del son y los fusionó con ese irreverente espíritu creativo que lo llevó a darle un vuelco a la música popular cubana tal como se entendía en ese entonces.
Su primer concierto fue en el cruce de las calles de 23 y P, en el Vedado, donde no solo estrenó su nombre, sino también presentó su repertorio a mayor escala.
Formell era una especie de mezcla entre un joven elvispreliano— algo no muy bien visto, por cierto, en aquellos años– y un músico que sabía que la tradición sonora de la Isla tenía muchísimo que aportar.
Luego todo sería pasto para la leyenda. Van Van rompió todos los termómetros y subió a la primera línea de la popularidad de la música cubana con ese sonido renovador e inconfundible que ha representado a Cuba durante cinco décadas.
De “El baile del buey cansao”, “Chirrín Chirrán”, “La titimanía”, “Por encima del nivel” o “La Habana no aguanta más”, está impregnada Cuba.
Ya son varias las generaciones que han sacado a bailar sus penas y alegrías con esta música que surgió desde abajo hasta convertirse en la más alta.
Van Van también nos reveló de golpe ese misterio cómplice que es la música popular cubana con crónicas sonoras que, sobre todo en los principios, hablaron a través de esos golpes orquestales cósmicos y de manera contagiosa sobre la realidad social de un país, que siempre ha agradecido a quien lo cuenta con toda la veracidad posible.
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La discografía de Van Van es tan abundante como la matriz emocional de su carrera. Tras la muerte de su padre, Samuel Formell, tomó el liderazgo de la orquesta. Legado, publicado en 2017, fue el primer disco de la agrupación sin la participación de su fundador. Cuando presentaron su anterior álbum La fantasía, en 2015, Formell ya había fallecido pero había estado pendiente del más mínimo detalle del disco hasta el último momento.
Samuel ha sabido sortear los embates que produjo el fallecimiento de su padre y ha mantenido la evolución de la orquesta, cuya sonoridad se mantiene con músicos que crecieron junto a su fundador y con cantantes que dan esplendor a cualquier agrupación popular que se precie.
Pero como sucede en estos casos, la última palabra no la tiene ni la orquesta, ni la crítica, ni ningún especialista. Y Formell lo tenía claro. La última palabra la tiene el bailador.
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“Verdad que Juan es un caballo”, me dijo una vez un mulato curtido por los años junto a su esposa en el Salón Rosado de La Tropical. La instalación estaba a reventar. Él había llegado desde temprano para agenciarse un lugar cercano al escenario.
Robertón le hacía guiños cómplices y Juan Formell lo saludaba desde el bajo como si lo conociera. La noche era un hervidero y desde el escenario la aplanadora sentaba cátedra. Dos o tres canciones antes del final, Van Van atacó con un estribillo que afincaba las raíces de la religión afrocubana. Y ese bailador junto a un par de amigos que se sumaron a la conversación, respiró hondo y rezó con la certeza de que se estaba entregando en ese momento a los más grandes altares de la música cubana.