Cubano hasta la médula, Chucho Valdés también supo hacerle honor a una de nuestras más sagradas instituciones: la impuntualidad. Hacía rato había pasado la hora prevista para el inicio de su conferencia de prensa, y el único “chucho” que había en el Salón de los Embajadores del Habana Libre era el que prodigábamos los reporteros, impacientes y sin café…
Al fin se apareció, gigantesco y sonriente, con su sempiterna bolchevique, una camisa sicodélica, y esa cara de placidez que solo quienes están por encima del bien y el mal logran poner. Nos dijo, afable, un “gracias por estar”, que debió ser “gracias por esperar”, o “gracias por no irse”. Como si necesitara disculparse… A otro quizás no, a Chucho lo perdonamos.
Y lo hicimos no solo porque reconocíamos al grande que apuntaló a Cuba en el mapamundi del jazz contemporáneo, si no porque intuíamos que cada segundo esperado valdría la pena, que se nos venía encima una clase magistral de música, pero también de vida. A su lado, dos ases del género, Christian McBride y Terence Blanchard, miraban a Chucho como cualquier gran músico los miraría a ellos, o sea, con veneración, sobrecogimiento y felicidad.
Ahí se despachó él y nos despachamos todos, preguntándole lo que nos venía en ganas, y él respondiendo concisa y sabiamente, como un oráculo. Nos confesó, por ejemplo, que veía muy poco probable una reunificación de Irakere. “Si por mí fuera, mañana mismo los convocaba y hacíamos un concierto”, dijo el maestro, para quien todas las etapas de su agrupación fueron fantásticas, así como sus músicos.
Me consta: yo soy cosecha del 79, y crecí escuchando genialidades como “Rucu Rucu a Santa Clara”, “Oh, La Habana” o “Bacalao con pan”… Por cierto, lo popular y hasta “cheo” de aquellos años era aquella música hecha por virtuosos… No pude evitar preguntarme si algún día hablaremos de los reguetoneros como clásicos. Por eso le solté a Chucho: “¿Es el jazz un género para las elites?”.
El Maestro me miró con gesto extrañado: “¿De elites? ¡Nunca! En los años 80 se llenaban las Casas de la Cultura con el Jazz Plaza, ahora igual… El jazz, que es la música del mundo, no podemos compararla con el pop, que es un género menos analítico y más comercial. Son dos cosas diferentes”, sentenció Chucho, haciéndome un guiño cómplice.
McBride redondeó la idea: “El jazz es folclore. Justamente lo que me enamoró del jazz es que salía del pueblo, y sí, exige intelecto, pero sobre todo corazón, sentimiento y alma. Quizás la elite sea quien teorice del jazz, pero el jazz es del pueblo”. Blanchard, profesor de la academia Thelonious Monk, recordó a su vez que el jazz y sus variantes como el blues o el soul nacían del dolor, “de un sufrimiento tan profundo que las palabras no podían expresarlo, y se necesitó la música para expresarlo”.
Para ellos, el jazz era algo tan intenso e impredecible como la vida misma. No llegó para complacer, si no para desafiar, para desahogarse a través de la música, para ser honesto y decir la verdad. Y esa verdad como un templo me llevó a un pasado no tan lejano, cuando escuché Un poco de jazz, el relato de una mujer poseída por el jazz, que vibraba al pulsear del bajo, la cadencia del sex… digo, del saxo…, o el azote de la percusión. Hacer de su cuerpo un instrumento musical tocado por virtuosos era la fantasía inesperada de esta doña, casada y aburrida, que nada sabía de jazz, pero terminaba confesando que “un poco de vez en cuando no hace daño”.
Porque el jazz, como el sexo, como la vida, va de ser libre a toda costa, de vivir con plenitud y a conciencia. De gritar o ensimismarse. De vivir con swing. De implicarse. De huirle al aburrido confort y atreverse a colorear la vida improvisando en la marcha, en vez de pasárnosla repitiendo patrones fríos, distantes… Puede y debe ser, en fin, un desvarío sin pies ni cabeza. Bueno… como este artículo (¡Maldito jazz!)