Sin despedidas, quien ha dejado tanto nunca se marcha.
Yo estaba allí, cantando, cuando tu imponente figura se acomodó en primera fila con esa mirada larga y precisa, con esos dedos abiertos donde ponías a reposar tu aspecto de mujer sabia, inmortal.
—Muchacho —dijiste—, ¿puedes volver a cantar la primera?
Aquel desenfado era nuevo para el aprendiz de trovador que fui, que soy.
—Por supuesto, maestra —respondí, también pidiendo excusas a los demás presentes por repetir una canción.
—No tienes que disculparte —y volviste a levantar tu mano—, es una canción hermosa, el que no quiera escuchar que se levante.
Al terminar mi concierto, te acercaste con ese paso seguro que ponía a temblar los edificios. Tú, mujer de pequeños e inefables deseos, como tomar un café con Plácido; mujer de miedos importantes, pero de valor probado; leyenda que había lanzado canciones “a quien pueda interesar” y resultó que cautivaste a muchos; tú frente a mí haciendo preguntas con la sonrisa tenue y cálida, y yo nervioso, explorando en tus ojos las respuestas.
Y regresaste allá, a la infinita distancia de la gloria, al otro mundo en el que habitabas y del cual venías a visitarnos para, como dijera Teresa, no pudiera haber soledad.
Entonces amanecí un día cualquiera y me sorprendiste con tus palabras sobre mis canciones en Internet, y un domingo de esos aburridos, donde la melancolía es una sombra que te persigue a todas partes, llegó tu voz a través del teléfono para hablar de lo cotidiano, y ahí uno aprende que lo cotidiano también es hermoso, que en todas partes está la poesía, solo hay vivir atentos.
A estas alturas te agradezco los versos, los consejos; estar pendiente al crecimiento de mis hijos, a las letras que he dejado desperdigadas por ahí. Sobre todo, y esto es de lo más importante, te agradezco el amigo que me dejaste, porque en él también has quedado tú.
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Dicen que cuando uno muere toda la vida pasa como imágenes frente a los ojos, se dice menos, que a los que quedamos de este lado se nos inunda el cerebro con recuerdos, como si nada hubiera existido antes y queda la confusión de lo que existirá después.
Marta Valdés es de las más grandes compositoras de Cuba, es sabido, pero sobre todo, era persona —como dice el amigo—, y así, con su desenfado, con su terquedad, con su silencio mordaz o con la palabra justa, apretada y directa, dejó huellas profundas en todos los que tuvimos el privilegio de gravitar a su alrededor.
La lealtad y la coherencia de Marta está en sus canciones, su espíritu enamorado, su alma libre y soñadora, su pensamiento, su razón que nunca la abandonó.
Estar cerca de ella es posible en la imaginación. Octubre es solo un camino a su estación infinita. Cantemos a Marta —con la fidelidad que siempre exigió—, leamos a Marta, escuchemos las tremendas historias que tienen para contar aquellos que alguna vez pudieron vivir al lado de su grandeza y de su humanidad, acompañemos siempre su alma.
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Marta Valdés, permítame poner este galán de noche, cada 3 de octubre, en cualquier lugar del mundo donde me encuentre, junto a su nombre.