Cuando Alejandro García Caturla llegó a París supo orientarse en la ciudad sin conocer una sola palabra de francés. Este detalle asombró a su amigo Alejo Carpentier, quien lo recibió y lo puso en las manos de la profesora de música Nadia Boulanger.
Para Carpentier, la capacidad de Caturla de orientarse en una gran urbe era la prueba de su genio. Pronto forjaron una unidad en el arte y en la vida, pues muchos textos de Carpentier serían llevados al pentagrama por el joven músico remediano.
El caso de Caturla no fue único. Como en París la vida no era cara en esa época, muchos de los artistas de América se establecieron allí.
En cartas a su madre, Alejandro se quejaba de que la vanguardia europea estaba ya en decadencia. Ni los ballets rusos lo impresionaban y la música de Igor Stravinski, que antes fuera impetuosa, estaba regresando a los moldes burgueses. Y es que el remediano llevaba a Europa un ansia profunda de ruptura, de crítica al orden establecido.
Poseía un talento irrefrenable. Nadia Boulanger dijo que nunca tuvo un alumno con esa capacidad creativa. El mundo se asombraba ante los arpegios de aquel poeta de la música, de rostro de niño, piel delicada y cuerpo pequeño.
Pero la historia de Alejandro comenzó el 7 de marzo de 1906 en una villa colonial, justo cuando el nacimiento de la República de Cuba marcaba la decadencia de un modo de vida y la llegada de nuevos estilos y espíritus.
Un solar, una tarja mal puesta, una ciudad perdida
La casa donde naciera Alejandro, en la calle José Antonio Peña, entre León Albernas y José Agustín, es un lugar donde viven hoy varias familias.
Nadie podría distinguir, entre las divisiones, la arquitectura original de aquel sitio. Una tarja mal colocada en la pared de la fachada contiene errores en las fechas y se ha caído innumerables veces. La ciudad le debe al genio una estatua, iniciativa de la que se habla a veces, pero que no se concreta.
En aquella época, Remedios venía de ser la cabecera de una grande y próspera jurisdicción, que abarcaba desde la península de Icacos hasta Morón, en la provincia de Ciego de Ávila. Se distinguía por sus muchos ingenios y sembrados dedicados a la industria del azúcar. La zona se conocía además como Vueltarriba y era productora de un tabaco exquisito, preferido por los ingleses para fumarlo en sus pipas.
Tras la primera guerra entre españoles y cubanos, el gobierno colonial estableció una nueva administración política y territorial. La próspera ciudad perdió todas sus posesiones y se vio reducida. Se detuvo el crecimiento urbano y quedó su arquitectura, como un muestrario de la vida en la centuria anterior.
En este contexto vino Alejandro al mundo el niño, en medio de dos familias acomodadas. El padre, Silvino García, fue comandante del Ejército Libertador y participaba de la política local. La madre, Diana de Caturla, era considerada entre las mujeres más cultas de Remedios.
No obstante recibir una educación a la europea, Caturla tuvo un gran contacto con sus nodrizas negras, quienes le enseñarían cánticos africanos. Este fue el germen de un gusto que se desarrollaría con los años y que lo llevaría a transgredir barreras musicales, sociales, familiares y sexuales.
En Remedios el partido conservador ganaba las elecciones cada año y los negros y los blancos vivían separados, sin poder siquiera cruzarse en la misma senda por el parque. Aun así, Alejandro asistía, de adolescente, a los bembés del barrio La Laguna y a los toques de tambor en los más recónditos poblados del municipio.
Sus ojos se asombraban cuando veían a los “ases” del bongó y de la rumba poner a bailar a la gente. Cuando se iba al cine, acompañado casi siempre de jovencitas negras, era habitual el comentario entre sus parientes de que “se había vuelto un descarado”.
Muy joven Alejandro se unió con Manuela Rodríguez, criada de la casa y negra. Esta relación fue condenada por la familia Caturla y la sociedad. Con solo 16 años, no era capaz de sostenerse económicamente y su padre no estaba dispuesto a sufragarle aquellas aventuras amorosas, pero sí una carrera universitaria.
En enero de 1923, llegó a la Habana, que lo deslumbró. Atrás quedó Remedios, con su catolicismo y las torres de las dos iglesias, una frente a la otra, con el tiempo detenido.
Descubriendo al genio
En los países pobres, los genios a menudo mueren también en la miseria. Cuba también fue así y más aún en la época del dictador Gerardo Machado. Este intentó convertir a La Habana en el París de América, pero solo logró volverla un caos de represión y atraso cultural, pues los artistas genuinos apenas existían en cenáculos malmirados.
El Minorismo era el más importante de eso grupos, y nucleaba a estudiosos de las vanguardias europeas y de la cultura cubana. Allí Caturla desarrolló amistad con Carpentier, Emilio Roig de Leuchering, Fernando Ortiz, quienes estaban interesados en el estudio del negro.
Aquel muchacho que había llegado de Remedios, estudiante de Derecho, encontró razones para defender y amar más lo afrocubano.
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A menudo Carpentier se adjudicaba el hecho de descubrir el genio de Alejandro. Decía que lo vio en un cine, tocando al piano fragmentos de clásicos para amenizar una película silente. Así se ganaba Caturla la vida y le daba a Manuela el ingreso para los primeros hijos.
Lo cierto es que en la Habana se forjó el talento del compositor, en medio de las clases de teoría musical que le permitieron formarse un camino propio en lo nuevo y lo negro. Durante sus estudios alternaba su residencia entre La Habana y Remedios. Entonces, creció un deseo incontrolable por Catalina, hermana menor de Manuela. Caturla amó a ambas mujeres y tuvo con ellas once hijos.
El juez que conoció la miseria humana
Ya graduado, Alejandro retornó a Remedios. En la fachada de la casa familiar, frente al parque José Martí, colocó una tarja que decía: Dr. García Caturla, abogado. Pronto todos supieron de la rectitud del joven, en una profesión que alternó con la composición y la escritura de cartas a sus amigos de La Habana, sobre a todo Carpentier. Por ese tiempo, sus piezas afrocubanas ya se daban a conocer y en las revistas aparecían artículos elogiosos sobre él.
Como jurista luchó contra la injusticia. Así ganó una porfía contra McNamara, padre del futuro político norteamericano Robert McNamara, establecido en Caibarién. En Ranchuelo defendió a los obreros de la fábrica de cigarros contra sus dueños, los hermanos Trinidad. También hizo lo mismo con los jornaleros de la región central, a quienes se les pagaba con bonos y no con dinero.
Caturla propuso varias reformas a los códigos por entonces vigentes. Entre estas, sobresalió su proyecto de legislación para regular las sanciones a los menores de edad, medida que adecentaría dicho proceder en la Isla. Su mayor combate fue contra el juego, mal que por entonces abundaba en la sociedad.
El 17 de octubre de 1940, Alejandro juró fidelidad a la nueva Constitución. Apenas dos meses después, debió solicitar garantías para su vida, pues recibió amenazas de la policía y el ejército. Lo tildaban de “negrero”, inmoral, engreído.
Y llegó el silencio
Era fácil matar a Caturla, porque hacía el mismo recorrido diario: de su casa al juzgado; de allí al correo para buscar las cartas que lo mantenían al tanto del mundo artístico y de vuelta a la casa. Las mismas calles, la misma esquina.
En Remedios su música no era entendida y recibió una rechifla en el Teatro Miguel Bru. Por eso decidió fundar una orquesta en Caibarién, proyecto mastodóntico que apenas ofreció pocas presentaciones.
Aunque era conocido en el extranjero y su repertorio se había presentado en Barcelona, París, Moscú, el genio sentía que sus fuerzas creadoras se agotaban. Ansió dejar el Derecho, irse a La Habana o volver a Europa.
No dejaba de componer todas las tardes. A través de las ventanas de su estudio, miraba a las calles Maceo e Independencia. En esa encrucijada, el 12 de noviembre de 1940, lo abordó un conocido maleante de nombre Argacha Betancourt, a las seis y treinta de la tarde. La discusión entre ambos fue breve y unos disparos acabaron con la vida del abogado.
El asesino corrió y entró en el cuartel de Remedios, donde recibieron con júbilo la noticia. Silvino García se desmayó al enterarse. Ni él ni Diana jamás pudieron recuperar la salud. En toda la Isla, los intelectuales se pronunciaron contra el suceso.
Su cadáver recorrió la ciudad en medio de la multitud. En Caibarién se colocó una tarja en el lugar del asesinato, como homenaje a un gran creador. Una de las últimas obras compuestas, “Berceuse campesina” anunciaba la unión entre lo negro y lo campesino, la síntesis de lo nacional. Ese mismo día fatídico, 12 de noviembre, desde Londres la BBC rindió un minuto de silencio a Alejandro García Caturla.